I. DIOS
En primer lugar, se enseña y se sostiene unánimemente, de acuerdo con el decreto del Concilio de Nicea, que hay una sola esencia divina, la que se llama Dios y verdaderamente es Dios. Sin embargo, hay tres personas en la misma esencia divina, igualmente poderosas y eternas: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. Todas las tres son una esencia divina, eterna, sin división, sin fin, de inmenso poder, sabiduría y bondad; un Creador y Conservador de todas las cosas visibles e invisibles. Con la palabra persona no se entiende una parte ni una cualidad en otro, sino que subsiste por sí mismo, tal como los padres han empleado la palabra en esta materia.
Por lo tanto, se rechazan todas las herejías contrarias a este artículo, tales como la de los maniqueos, que afirmaron dos dioses, uno malo y otro bueno; también la de los valentinianos, los arrianos, los eunomianos, los mahometanos y todos sus similares. También la de los samosatenses, antiguos y modernos, que sostienen que solo hay una persona y aseveran sofísticamente que las otras dos, el Verbo y el Espíritu Santo, no son necesariamente personas distintas, sino que el Verbo significa la palabra externa o la voz, y que el Espíritu Santo es una energía engendrada en los seres creados.
Además, se enseña entre nosotros que desde la caída de Adán todos los hombres que nacen según la naturaleza se conciben y nacen en pecado. Esto es, todos desde el seno de la madre están llenos de malos deseos e inclinaciones y por naturaleza no pueden tener verdadero temor de Dios ni verdadera fe en él. Además, esta enfermedad innata y pecado hereditario es verdaderamente pecado y condena bajo la ira eterna de Dios a todos aquellos que no nacen de nuevo por el bautismo y el Espíritu Santo.
Al respecto se rechaza a los pelagianos y otros que niegan que el pecado hereditario sea pecado, porque consideran que la naturaleza se hace justa mediante poderes naturales, en menoscabo de los sufrimientos y méritos de Cristo.
Asimismo se enseña que Dios el Hijo se hizo hombre, habiendo nacido de la inmaculada virgen María, y que las dos naturalezas, la divina y la humana, están tan inseparablemente unidas en una persona de modo que son un solo Cristo, el cual es verdadero Dios y verdadero hombre, que realmente nació, padeció, fue crucificado, muerto y sepultado con el fin de ser un sacrificio, no solo por el pecado hereditario, sino también por todos los demás pecados y expiar la ira de Dios. El mismo Cristo descendió al infierno, al tercer día resucitó y está sentado a la diestra de Dios, a fin de reinar eternamente y tener dominio sobre todas las criaturas; y a fin de santificar, purificar, fortalecer y consolar mediante el Espíritu Santo a todos los que en él creen, proporcionándoles la vida y toda suerte de dones y bienes y defendiéndolos y protegiéndolos contra el diablo y el pecado. El mismo Señor Jesucristo finalmente vendrá de modo visible para juzgar a los vivos y a los muertos, de acuerdo con el Credo Apostólico.
Además, se enseña que no podemos lograr el perdón y la justicia delante de Dios por nuestro mérito, obra y satisfacción, sino que obtenemos el perdón del pecado y llegamos a ser justos delante de Dios por gracia, por causa de Cristo mediante la fe, si creemos que Cristo padeció por nosotros y que por su causa se nos perdona el pecado y se nos conceden la justicia y la vida eterna. Pues Dios ha de considerar e imputar esta fe como justicia delante de sí mismo, como San Pablo dice a los romanos en los capítulos 3 y 4.
V. EL OFICIO DE LA PREDICACION
Para conseguir esta fe, Dios ha instituido el oficio de la predicación. Es decir, ha dado el evangelio y los sacramentos. Por medio de éstos, como por instrumentos, él otorga el Espíritu Santo, quien obra la fe, donde y cuando le place, en quienes oyen el evangelio. Éste enseña que tenemos un Dios lleno de gracia por el mérito de Cristo, y no por el nuestro, si así lo creemos.
Se condena a los anabaptistas y otros que enseñan que sin la palabra externa del evangelio obtenemos el Espíritu Santo por disposición, pensamientos y obras propias.
Se enseña también que tal fe debe producir buenos frutos y buenas obras y que se deben realizar toda clase de buenas obras que Dios haya ordenado, por causa de Dios. Sin embargo, no debemos fiarnos en tales obras para merecer la gracia ante Dios. Pues recibimos el perdón y la justicia mediante la fe en Cristo, como él mismo dice: “Cuando hayáis hecho todo esto, decid: Siervos inútiles somos”. Así enseñan también los padres, pues Ambrosio afirma: “Así lo ha constituido Dios, que quien cree en Cristo sea salvo y tenga el perdón de los pecados no por obra, sino sólo por la fe y sin mérito”.
Se enseña también que habrá de existir y permanecer para siempre una santa iglesia cristiana, que es la asamblea de todos los creyentes, entre los cuales se predica genuinamente el evangelio y se administran los santos sacramentos de acuerdo con el evangelio.
Para la verdadera unidad de la iglesia cristiana es suficiente que se predique unánimemente el evangelio conforme a una concepción genuina de él y que los sacramentos se administren de acuerdo a la palabra divina. Y no es necesario para la verdadera unidad de la iglesia cristiana que en todas partes se celebren de modo uniforme ceremonias de institución humana. Como Pablo dice a los efesios en 4: 4-5: “Un cuerpo y un Espíritu, como fuisteis llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo”.
Además, si bien la iglesia cristiana verdaderamente no es otra cosa que la asamblea de todos los creyentes y santos, sin embargo, ya que en esta vida muchos cristianos falsos, hipócritas y aún pecadores manifiestos permanecen entre los piadosos, los sacramentos son igualmente eficaces, aun cuando los sacerdotes que los administran sean impíos. Es como Cristo mismo nos indica: “En la cátedra de Moisés se sientan los fariseos”. Por consiguiente, se condena a los donatistas y a todos los demás que enseñan de manera diferente.