Confesión de Augsburgo

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XXVI. LA DISTINCIÓN DE LAS COMIDAS

Anteriormente se enseñó, se predicó y se escribió que la distinción de las comidas y tradiciones similares instituidas por los hombres sirven para merecer la gracia y hacer satisfacción por los pecados. Por este motivo se inventaron a diario nuevos ayunos, nuevas ceremonias, nuevas órdenes y cosas similares, insistiendo en ellas con vehemencia y severidad, como si tales asuntos constituyeran actos necesarios de culto, mediante los cuales, si se observan, se podía merecer la gracia, y que, de no observarlos, se incurriría en grave pecado. Esto ha dado origen a muchos errores perjudiciales en la iglesia.

En primer lugar, así se oscurecieron la gracia de Cristo y la doctrina acerca de la fe, que el evangelio nos propone con mucha seriedad, insistiendo con firmeza que el mérito de Cristo se tenga en alta estima y que se sepa que la fe en Cristo ha de colocarse muy por encima de toda obra humana. Por esta razón, San Pablo combatió enérgicamente contra la ley de Moisés y la tradición humana, para que aprendamos que ante Dios no nos hacemos justos mediante nuestras obras, sino que sólo por la fe en Cristo y que obtenemos la gracia por causa de él. Tal doctrina ha desaparecido casi del todo por haberse enseñado que debemos ganarnos la gracia mediante ayunos prescriptos, la distinción entre las comidas, el uso de ciertas vestiduras, etc.

En segundo lugar, tales tradiciones también han oscurecido el mandamiento de Dios, porque ellas se han colocado muy por encima del mandamiento divino. Se consideraba que la vida cristiana consistía únicamente en lo siguiente: quien guardaba las fiestas, quien rezaba, quien ayunaba, quien se vestía de determinada manera, se suponía que llevaba una vida espiritual y cristiana. Por otro lado, otras buenas obras necesarias se consideraban como profanas y no espirituales, es decir, las obras que cada cual está obligado a desempeñar según su vocación: por ejemplo, que el padre de familia trabaje para sostener a su esposa e hijos y educarlos en el temor de Dios, que la madre tenga hijos y los cuide, etc. Tales obras ordenadas por Dios, según se alegaba, constituían una vida profana e imperfecta; pero las tradiciones tenían la reputación aparatosa de que sólo ellas constituían obras santas y perfectas. Por este motivo nunca se dejó de inventar tales tradiciones.

En tercer lugar, tales tradiciones han resultado una carga onerosa para las conciencias. No era posible guardar todas las tradiciones; y no obstante, el pueblo tenía la opinión de que ellas constituían un culto necesario. Gerson escribe que debido a ello muchos cayeron en la desesperación y que algunos hasta se suicidaron porque no oyeron nada del consuelo de la gracia de Cristo. Se observa cómo se confundieron las conciencias entre los sumistas y teólogos, los cuales se propusieron coleccionar las tradiciones y buscar cierta mitigación, para ayudar a las conciencias, y sin embargo, estuvieron tan ocupados en este asunto que entretanto quedó marginada toda saludable doctrina cristiana acerca de cosas más necesarias: por ejemplo, la fe, el consuelo en duras tensiones y cosas similares. También muchas personas piadosas y eruditas se quejaron con vehemencia de que tales tradiciones ocasionaran tantas riñas en la iglesia que a la gente piadosa se le impedía llegar al conocimiento verdadero de Cristo. Gerson y algunos otros se quejaron amargamente sobre esto. En efecto también Agustín expresó su desagrado porque se oprimían las conciencias con tantas tradiciones. Por este motivo enseñó él que no se las debe considerar como cosas necesarias.

Por lo tanto, los nuestros han aleccionado respecto de estos asuntos, no por frivolidad o desprecio del poder eclesiástico, sino que una urgencia muy grande los ha impulsado a llamar la atención sobre los susodichos errores, que han surgido por una interpretación equivocada de la tradición. El evangelio obliga a recalcar en la iglesia la doctrina de la fe, la cual sin embargo no puede entenderse cuando se opina que la gracia se merece mediante obras de elección propia. A este respecto se ha enseñado que no es posible, mediante el cumplimiento de tradiciones inventadas por los hombres, merecer la gracia o reconciliar a Dios o hacer satisfacción por el pecado; y por esta razón no se deberá hacer de tales tradiciones un acto de culto necesario. Para ello, se citan al respecto pruebas de la escritura. En Mat. 15: 9 Cristo excusa a los apóstoles cuando no observaron las tradiciones acostumbradas y dice al respecto: “En vano me honran con mandamientos de hombres”. Ya que Cristo lo llama un servicio vano, éste no puede ser necesario. Poco después agrega: “Lo que entra en la boca no contamina al hombre” (15: 11). También Pablo dice en Ro. 14: 17: “El reino de los cielos no es comida ni bebida”. En Col. 2: 16 dice: “Nadie os juzgue respecto a comida, bebida, el sábado, etc.”. En Hechos 15: 19 s. Dice Pedro: “¿Por qué tentáis a Dios, poniendo sobre el cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia de nuestro Señor Jesucristo seremos salvos, de igual modo que ellos”. En este texto Pedro prohíbe oprimir a las conciencias con más ceremonias externas, ya sean de Moisés, o de otros. En I Ti. 4: 1, 3 las prohibiciones de comida, matrimonio, etc., se llaman doctrinas de demonios. Porque es diametralmente contrario al evangelio instituir o realizar tales obras con el fin de ganar el perdón del pecado, o como si nadie pudiese ser cristiano sin realizar tales actos de culto. A los nuestros se los acusa de prohibir, al igual que Joviniano, la mortificación de la carne y la disciplina, pero se verá de sus escritos que es todo lo contrario; pues siempre han enseñado que los cristianos tienen la obligación de sufrir bajo la santa cruz, que es la verdadera y sincera mortificación y no la fingida.

Al mismo tiempo se enseña que toda persona está obligada a disciplinarse con ejercicios corporales como el ayuno y otras obras, de modo que no dé lugar al pecado, pero no para merecer la gracia por medio de tales cosas. Estos ejercicios corporales no deben realizarse sólo en ciertos días fijos, sino constantemente. De esto habla Cristo en Luc. 21: 34: “Guardaos de que vuestros corazones no se carguen de glotonería”. También dice: “Los demonios no son echados sino mediante ayuno y oración”. Pablo dice que castiga su cuerpo y lo sujeta a obediencia; así indica que la mortificación no debe hacerse para merecer la gracia, sino para disciplinar al cuerpo de modo que no impida lo que cada cual está obligado a hacer según su vocación. Así el ayuno no se rechaza; lo que sí se reprueba es que se haya convertido en un acto de culto necesario, limitado a ciertos días y a ciertas comidas, con la consiguiente confusión de conciencias. Además, nosotros celebramos muchas ceremonias y tradiciones, por ejemplo, el orden de la misa y otros cánticos, fiestas, etc., las cuales sirven para mantener el orden de la iglesia. Pero al mismo tiempo se instruye al pueblo en el sentido de que tal culto externo no hace que el hombre sea aceptable ante Dios, y que se debe actuar sin agobiar a la conciencia, de modo que si se omiten tales actos sin dar ofensas, no se incurre en pecado.

Los Padres antiguos también sostuvieron esta libertad frente a las ceremonias externas. En el Oriente se celebraba la Pascua de Resurrección en fecha distinta que en Roma. Cuando algunos quisieron dar a esta diferencia el carácter de un cisma, otros les advirtieron que no es necesario mantener la uniformidad en tales costumbres. Irineo dice lo siguiente: “La falta de uniformidad en los ayunos no destruye la unidad de la fe”.También en el Dist. 12 está escrito que dicha falta de uniformidad en las ordenanzas humanas no es contraria a la unidad de la cristiandad. La Historia Tripartita en el libro 9 recoge muchas costumbres eclesiásticas disímiles y enuncia una sentencia cristiana muy útil: “ La intención de los apóstoles no fue instituir días de fiesta, sino enseñar la fe y el amor”.

XXVII. LOS VOTOS MONÁSTICOS

Al hablar de los votos monásticos se hace necesario, en primer lugar, tener presente las condiciones de los monasterios y el hecho de que en ellos sucedían muchas cosas a diario, no sólo contra la palabra de Dios, sino también contra el derecho papal. En el tiempo de San Agustín la vida monástica era voluntaria; después, cuando se corrompieron la verdadera disciplina y la enseñanza, se inventaron los votos monásticos y con ello se propuso establecer nuevamente la disciplina como por medio de una cárcel.

Además de los votos se impusieron muchas otras exigencias, mediante tales lazos y cargas se oprimió a muchos aún antes de que llegaran a una edad conveniente.

También muchas personas adoptaron la vida monástica por ignorancia, porque si bien no eran demasiado jóvenes, no habían medido ni entendido suficientemente su capacidad. Todas ellas, habiendo sido enredadas de esta manera, fueron obligadas a permanecer en estas ataduras, a pesar de que aún el derecho papal libera a muchos. La práctica fue más estricta en los conventos de mujeres que en los de los hombres, aún cuando debió haberse mostrado más consideración a las mujeres por pertenecer al sexo débil. La misma severidad y rigidez desagradó a mucha gente piadosa en tiempos pasados, porque bien pudieron observar que se encerraba tanto a muchachos como a muchachas en los monasterios para lograr su manutención corporal. También pudieron advertir que tal procedimiento acarreaba malos resultados y ocasionaba mucho escándalo y muchas dificultades para las conciencias. Mucha gente se quejó de que en un asunto tan importante los cánones ni siquiera fueran tomados en cuenta. Además, se formó un concepto tan exagerado de los votos monásticos que muchos monjes con un poco de entendimiento manifestaron su desagrado abiertamente.

Porque se sostenía que los votos monásticos eran iguales al bautismo y que mediante la vida monástica se merecía el perdón del pecado y la justificación ante Dios. Además de que se merecía la justicia y la piedad mediante la vida monástica, agregaban que por medio de tal vida se guardaban los «preceptos» y los «consejos» del evangelio, de modo que así se alababan los votos monásticos más que el bautismo. Se sostenía también que mediante la vida monástica se conseguía más mérito que por medio de todos los demás estados de vida ordenados por Dios, como los de pastor y predicador, de gobernador, príncipe, señor y de otros similares, todos los cuales sirven en su vocación conforme al mandamiento, palabra y precepto de Dios y sin santidad inventada. Ninguna de estas cosas puede negarse, ya que se encuentran en sus propios libros. Además, quien así queda atrapado al entrar en el monasterio aprende poco acerca de Cristo. Antaño había en los monasterios escuelas de Sagradas Escrituras y de otras artes útiles a la iglesia cristiana, para que de ellas salieran pastores y obispos. Pero ahora los monasterios tienen un aspecto muy diferente. En tiempos pasados la gente se congregaba en la vida monástica con el fin de aprender la Escritura. Ahora sostienen que la vida monástica es de tal índole que mediante ella se obtiene la gracia de Dios y la justicia delante de él. De hecho dicen que es un estado de perfección. Así la colocan muy por encima de los otros estados que Dios ha ordenado. Todo esto se aduce sin ningún deseo de calumniar, para que se pueda percibir y entender mejor cómo los nuestros enseñan y predican.

En primer lugar, se enseña entre nosotros, respecto a quienes desean casarse que todos los que no están preparados para la vida célibe tienen el poder y están en todo su derecho de casarse, ya que los votos no pueden anular la ordenanza y el mandamiento divino. El mandamiento de Dios reza así en I Cor. 7:2: «A causa de las fornicaciones, cada uno tenga su propia mujer, y cada una su propio marido». No sólo el mandamiento divino, sino también la creación y ordenanza divinas compelen e impulsan al matrimonio a todos los que no han recibido el carisma de la virginidad mediante una obra especial de Dios, conforme a esta palabra de Dios mismo en Gén. 2:18: «No es bueno que el hombre esté solo; le haremos ayuda idónea para él». Ahora bien, qué es lo que puede oponerse a esto? Por mucho que se alabe y ensalce el voto y la obligación, no obstante es imposible lograr por fuerza que el mandamiento divino quede invalidado. Los eruditos dicen que los votos contraídos contra el derecho papal son inválidos. ¡Cuánto menos deben obligar y tener vigencia y validez si se contraen en contra el mandamiento de Dios!

Si la obligación de los votos fuera tan rígida que no pudiese existir ningún motivo para anularlos, entonces los papas no habrían podido conceder dispensaciones de los votos; porque ningún hombre tiene la facultad de anular la obligación que tenga su origen en el derecho divino. Por eso, los papas han considerado acertadamente en el caso de tal obligación que se debe usar de lenidad; y con frecuencia han concedido dispensas, como en el caso del rey de Aragón y en muchos otros. Si se han concedido dispensas para mantener intereses temporales, con mucha más razón se deberá dispensar por causa de la necesidad de las almas.

Por consiguiente, ¿por qué insiste la oposición tan categóricamente en que deben guardarse los votos, sin investigar de antemano si el voto ha conservado su índole? Pues el voto debe abarcar lo que es posible, y ser voluntario y ajeno a su coacción. Pero, bien se sabe hasta qué punto la castidad perpetua está dentro de la capacidad humana. Además, han sido pocos, tanto hombres como mujeres, quienes por sí mismos, voluntaria y deliberadamente, han hecho el voto monástico. Antes de que lleguen al uso debido de la razón, se les persuade a hacer el voto monástico, y a veces aún se los obliga y fuerza. Por lo tanto, no es justo que se dispute sobre la obligación del voto con tanta precipitación y vehemencia, en vista de que todos reconocen que el contraer un voto involuntariamente y sin la debida deliberación es contrario a la naturaleza misma del voto.

Algunos cánones y el derecho papal invalidan el voto contraído antes de los quince años. Consideran que antes de alcanzar esa edad una persona no posee suficiente comprensión como para decidir sobre el estado en que vivirá durante toda su vida. Otro canon concede aún más años a la debilidad humana, prohibiendo contraer el voto monástico antes de cumplir los dieciocho años. Así, pues, la mayoría tiene razón y justificación para salir de los monasterios, porque la mayor parte entró en ellos durante la niñez, antes de llegar a tal edad.

Por último, aún cuando se pudiera censurar el rompimiento del voto monástico, no se podría concluir de ello que debiera anularse el matrimonio de quienes lo rompieron. San Agustín dice en pregunta 27, capítulo I de su escrito Nuptiarum que tal matrimonio no debe anularse. Ahora bien, la autoridad de San Agustín en la iglesia cristiana no es de poca monta, si bien es cierto que posteriormente otros opinaron de modo distinto que él.

Aunque el mandamiento de Dios respecto al estado de matrimonio libra y exime a muchos de los votos monásticos, los nuestros aducen aún más motivos en favor de su nulidad e invalidez. Todo acto de culto instituido y elegido por los hombres sin mandato y precepto divinos para obtener la justicia y la gracia de Dios se opone a Dios, al santo evangelio y al precepto divino. Cristo mismo dice en Mat. 15:9: «En vano me honran con mandamientos de hombres». También San Pablo enseña en todas partes que no se debe buscar la justicia en nuestros preceptos ni en actos de culto ideados por los hombres, sino que la justicia y la piedad ante Dios provienen de la fe y la confianza al creer que Dios nos recibe en su gracia por causa de su único Hijo Jesucristo. Es evidente que los monjes han enseñado y predicado que la espiritualidad inventada satisface por los pecados y obtiene la gracia y la justicia de Dios. Ahora bien, ¿no significa esto minimizar la gloria y la magnitud de la gracia de Cristo y negar la justicia de la fe? De esto se sigue que tales votos acostumbrados eran actos de culto equivocados y falsos. Por lo tanto, no son obligatorios, porque un voto impío y contraído contra el mandato de Dios es nulo. También los cánones enseñan que el juramento no debe ser un lazo de pecado.

San Pablo dice en Gál. 5:4: «De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis, de la gracia habéis caído». Por consiguiente, los que desean justificarse mediante los votos también se han desligado de Cristo y caen de la gracia de Dios. Los tales despojan a Cristo de su honor, quien sólo justifica, y se lo dan a sus votos y a su vida monástica. Tampoco se puede negar que los monjes han enseñado y predicado que por medio de sus votos, su vida monástica y su conducta eran justificados y merecían el perdón de los pecados. En efecto, han inventado cosas aún más ineptas y absurdas, diciendo que hacían partícipes a otros de sus buenas obras. Si uno quisiera recalcar y censurar todo esto con aspereza, ¡cuántas cosas podrían traerse a colación, cosas de las cuales los monjes mismos ahora se avergüenzan y quisieran no haber hecho! Además de todo esto, han persuadido al pueblo de que este inventado estado espiritual de las órdenes constituye la perfección cristiana. Esto es ciertamente alabar las obras con el fin de obtener la justificación por ellas. Ahora bien, no es un leve escándalo en la iglesia cristiana proponer al pueblo tal acto de culto que los hombres han inventado sin el mandamiento de Dios y enseñar que tal acto hace que los hombres aparezcan ante Dios como piadosos y justos. La noticia de la fe, la cual debe recalcarse ante todo en la iglesia cristiana, se oscurece cuando los ojos del pueblo son deslumbrados con esta extraña religiosidad angelical y con la afectación falsa de la pobreza, la humildad y la castidad.

Además, se oscurecen los mandamientos de Dios y el verdadero culto de Dios cuando el pueblo oye que solamente los monjes se encuentran en estado de perfección. Pues la perfección cristiana consiste en temer a Dios de corazón y con sinceridad, y no obstante tener una íntima confianza y fe de que por causa de Cristo tenemos un Dios lleno de gracia y de misericordia, que podemos y debemos pedir a Dios lo que nos hace falta y esperar confiadamente de él ayuda en toda tribulación, cada uno de acuerdo con su vocación y condición. Consiste también en que realicemos buenas obras diligentemente y en que atendamos a nuestro oficio. En esto consiste la verdadera perfección y el verdadero culto a Dios, y no en pedir limosna ni en usar capuchas de color negro o gris, etc. Pero El pueblo común deduce una opinión mucho más perjudicial de la falsa alabanza que se hace de la vida monástica, al oír que se alaba desmesuradamente el estado cálibe. De ello resulta que vive en el matrimonio con conciencia intranquila. Cuando el hombre común oye que sólo los mendigos deben ser contados como perfectos, no puede saber que se le permite tener posesiones y negociar con ellas sin pecado. Cuando el pueblo oye que no vengarse es solamente un consejo, resulta que algunos opinan que no es pecado vengarse fuera del ejercicio de su oficio. Algunos opinan que no corresponde a los cristianos, ni aún al gobierno, castigar el mal.

Se leen muchas cosas de hombres que abandonaron a esposa e hijos, e incluso su oficio civil, y se recluyeron en un monasterio. Según dijeron, esto es huir del mundo y buscar una vida más agradable a Dios que la de las otras personas. Y no podían tampoco saber que es necesario servir a Dios observando los mandamientos que él ha dado y no guardando los mandamientos inventados por los hombres. Un estado de vida bueno y perfecto es el que se apoya en el mandamiento de Dios, pero es pernicioso el estado de vida que no tenga de su lado el mandamiento divino. Fue necesario impartir al pueblo instrucción apropiada respecto a tales asuntos.

En otro tiempo Gerson también censuró el error de los monjes respecto a la perfección, indicando que en esa época era una novedad decir que la vida monástica constituyese un estado de perfección.

Muchísimas opiniones y errores impíos se relacionan con los votos monásticos: Se alega que nos hacen justos y piadosos ante Dios, que constituyen la perfección cristiana, que mediante la vida monástica se guardan tanto los consejos como los mandamientos del evangelio y que ella produce las buenas obras de supererogación que no estamos obligados a rendir a Dios. Puesto que todo esto es falso, vano e inventado, los votos monásticos son nulos e inválidos.

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