¿Sabía usted que…
…el joven Lutero vivía con una profunda angustia espiritual y con dudas sobre su salvación?
Aunque el episodio de la tormenta en 1505 había hecho que Lutero ingrese al monasterio agustiniano, la búsqueda por la seguridad de su propia salvación era de interés supremo.
En aquel tiempo las buenas obras y la confesión de pecados de forma privada eran la respuesta a la necesidad que el joven monje tenía de verse justo ante Dios. Para que los pecados fueran perdonados era necesario confesarlos, pero el gran temor era olvidarse de algunos de sus pecados. Lutero sabía que por mucho que se esforzara su pecado iba mucho más allá de su confesión.
A pesar de la vida monástica Lutero no encontraba paz espiritual, su pecado lo atormentaba ante un Dios santo y justo. Dios le parecía un juez severo como antes lo habían sido sus padres y sus maestros. Su consejero Staupitz le decía que para la salvación bastaba con amar a Dios, pero para Lutero era imposible amar al Dios justiciero que le pedía cuentas de todas sus acciones. Sin embargo, el mismo Staupitz consiguió que poco a poco Lutero viera en Cristo no al juez severo, sino el sufriente que es solidario con todos.
Lutero fue ordenado sacerdote en el año 1507, pero sus angustias y las dudas sobre su salvación continuaban. La imagen de Dios todavía era la de un juez severo y que exigía del hombre toda pureza y perfección, lo que para él era imposible a causa de la naturaleza corrupta del ser humano.
A mediados de 1513 empezó a dar clases sobre los Salmos y los relacionaba con los principales acontecimientos de la vida de Cristo. La Biblia comienza a ser para Lutero la fuente teológica de la revelación divina. En 1515 cuando le tocó dar clase sobre la Epístola a los Romanos encontró alivio para su alma, allí encontró la respuesta a sus incertidumbres, “el justo por la fe vivirá” (Rm 1:17). Lutero dice acerca de su descubrimiento: “sentí que había nacido de nuevo y que las puertas del paraíso me habían sido abiertas”.
El joven doctor en teología descubría que la salvación no depende de cualquier obra o méritos humanos, sino de la confianza absoluta en la promesa divina del perdón ofrecido por Cristo. La ley de Dios no fue dada como medio de salvación; ésta existe para convencer a los pecadores de su pecado y para humillar al orgulloso. El mensaje del evangelio revela que Dios justifica al impío por la fe, sin obras meritorias.
Este gran descubrimiento no fue algo repentino, sino precedido por una larga lucha y una amarga angustia. Toda esta etapa de la vida del joven Lutero fue un proceso lento y gradual en cuanto su fe se firmaba cada vez más en Cristo y sus dudas sobre la salvación se aclaraban. El Reformador mismo dice que “no he aprendido mi teología de golpe, sino que he tenido que meditar cada vez más y más a fondo, y en esto me han ayudado mis pruebas, porque sin la práctica no se puede aprender nada”.
La Sagrada Escritura debe ser para nosotros la única fuente de fe y vida. En ella encontramos consuelo para nuestra alma afligida y la seguridad de nuestra salvación en los méritos de Cristo.
Colaboración: Pastor Enio Sieves
Nota publicada en «El Nuevo Luterano», Agosto de 2015
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