Biografía de Lutero - por Roland Bainton

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Capítulo XV

LA VÍA MEDIA

Evidentemente hacían falta personas entregadas por completo a sus ideales para que el programa de Lutero se desarrollara. Hubo un momento en que no parecía fantástica la idea de que toda Europa pudiera ser conquistada para la Reforma. Lutero suponía ingenuamente que el papa mismo, cuando se le llamara la atención sobre los abusos, se apresuraría a corregirlos. Al desvanecerse su esperanza, sus ojos se volvieron a la nobleza de la nación alemana, inclusive el emperador, pero este sueño también resultó vano; y cuando Lutero volvió a Wittemberg se hallaba al mismo tiempo desterrado por la Iglesia y el imperio.

Sin embargo, aun bajo estas circunstancias, no parecía del todo quimérica la esperanza de una amplia reforma; pero entonces se produjo un cambio en el carácter del papado. Los impertinentes papas del Renacimiento fueron sucedidos por uno de los austeros papas de la Contrarreforma, un papa tan interesado como Lutero en la corrección de los abusos morales y financieros. Ese papa era Adriano VI, un holandés educado en la tradición de los Hermanos de la Vida Común. Si su breve pontificado no bastó para limpiar los sucios establos del papado, pudo haber sido suficiente para iniciar una nueva política con respecto a Lutero. Pero, por el contrario, la lucha sólo se intensificó. Así era, a los ojos de Lutero, como precisamente debía ser. Él siempre había declarado que la disputa era sobre la fe y no sobre la vida, y que aun cuando se corrigiera la moral la enseñanza continuaría siendo falsa. El veredicto de Erasmo seguía siendo cierto en el sentido de que la escisión era irreparable, porque aun cuando los papas reformados hubieran concedido el matrimonio a los clérigos, como lo concede a los de la rama Uniata, y la comunión en ambas especies como en su oportunidad a los husitas, y la formación de una Iglesia nacional bajo la jurisdicción de Roma, como en España y Francia, y hasta la justificación por la fe debidamente salvaguardada, como en Trento, aun así, no hubieran soportado la reducción del número de sacramentos, la desfiguración de la misa, la doctrina del sacerdocio de todos los creyentes, para no mencionar el rechazo de la infalibilidad del papa, aun cuando ya no había sido aún formalmente promulgada.

Hostilidad del papado reformado

Y Lutero no hizo nada por aplacarlos. Su obra de reconstrucción empezó con más demolición. Las indulgencias todavía eran proclamadas en Wittemberg. Lutero dirigió al elector un pedido para que les retirase su patrocinio. Federico no era difícil de persuadir, probablemente porque las indulgencias se habían vuelto tan impopulares que el predicador mismo que las anunciaba el día de Todos los Santos de 1522 declaró que eran un trasto, y las multitudes saludaban las reliquias con muestras de desagrado. Federico no repitió el intento el día de Todos los Santos de 1523.

Cuando se le preguntó si en ese caso deseaba la exhibición anual de las reliquias replicó con una negativa. El único fin de ellas había sido servir de propaganda a las indulgencias. Sin embargo, no podía decidirse todavía a destruir o dispersar la colección amasada durante toda una vida. Unas pocas de las reliquias selectas debían ser colocadas en el altar, y el resto sería guardado en la sacristía para ser mostrado a pedido de los visitantes extranjeros. El elector, que había viajado a Oriente y negociado con monarcas y dignatarios eclesiásticos por un solo hueso más, renunciaba a su querida afición y a la entrada más lucrativa de la iglesia del castillo y la universidad.

El siguiente ataque de Lutero se centró en las misas votivas o dotadas de la iglesia del castillo, en donde se empleaba a veinticinco sacerdotes para celebrarlas por las almas de los miembros muertos de la casa de Sajonia. Estos sacrificios privados se habían convertido ante los ojos de Lutero en idolatría, sacrilegio y blasfemia. Parte de su indignación era despertada por la inmoralidad de los sacerdotes, pues estimaba que de los veinticinco sólo tres no eran fornicarios. Pero esta no era la base principal de su ataque. Siempre insistía en que difería de los reformadores anteriores en que ellos atacaban la vida v él la doctrina. Por cierto que Federico debía, como patrono, suprimir este escándalo, pero para ello hubiera bastado con destituir a los delincuentes y asegurar mejores ministros. En tal caso Lutero no se hubiera sentido satisfecho, pues las misas hubieran continuado. Era obvio que había que convencer a Federico. Preferiblemente, el clero debía también cooperar. Pero Lutero estaba dispuesto a actuar, ya fuera de acuerdo con ambos o con ninguno de ellos. Lo esencial era siempre la reforma, ya fuera ésta instituida por el príncipe sin el clero o por el clero sin el príncipe. La aquiescencia universal era deseable, pero no imperativa. El pretexto de debilidad podía convertirse en un disfraz para la maldad. «No todos los sacerdotes de Baal en tiempo de Josías creían que sus ritos eran impíos, pero Josías no prestó atención a ello. Una cosa es tolerar al débil en las cosas no esenciales, pero la tolerancia en asuntos claramente impíos es en sí misma impía.» La multitud rompió los ventanales del decanato. Cuando los recalcitrantes quedaron reducidos a tres, Lutero les reprochó su espíritu sectario al levantarse contra la unidad de la Iglesia universal, como si Wittemberg fuera toda la cristiandad. Es evidente que esto suena increíblemente ingenuo, pero Lutero no pensaba ni en números ni en siglos, sino en la Iglesia fundada sobre la Palabra de Dios, tal como él la entendía. El consejo de la ciudad fue más terminante. Informó a los sacerdotes que la celebración de la misa era una ofensa digna de muerte. Por último el clero se declaró unánimemente convencido. Hacia principios de 1525 la misa terminaba en Wittemberg. No puede decirse precisamente que había sido suprimida por la fuerza, pero por cierto que la presión fue aguda, aunque no desmedidamente apresurada. La misa había continuado durante dos años y medio después de la vuelta de Lutero del Wartburgo.

Tales cambios despertaron en los papistas un intenso antagonismo, y el papa Adriano dirigió a Federico el Sabio un verdadero manifiesto de la contrarreforma:

Amado en Cristo: Hemos soportado bastante y más que bastante, Nuestros predecesores os han exhortado a apartar de vos a Martín Lutero, la perdición de la fe cristiana. Pero la trompeta ha sonado en vano. Nos vemos obligados por la misericordia y el afecto a haceros una admonición paternal Los sajones han sido siempre defensores de la fe. Pero ahora, ¿quién os ha transformado? ¿Quién ha devastado la viña del Señor? ¿Quién, sino un jabalí salvaje? Tenemos que agradeceros que las iglesias estén sin grey y la grey sin sacerdotes, los sacerdotes sin honor y los cristianos sin Cristo. El velo del templo se ha rasgado. No os engañéis porque Martín Lutero corrobore su opinión con capítulos de las Escrituras. Así lo hace todo hereje, pero las Escrituras constituyen un libro sellado con siete sellos que no pueden ser abiertos por un solo bombas carnal, ni por todos los sagrados santos. Los frutos de este mal son evidentes. Este ladrón de iglesias destroza imágenes y rompe cruces, incita a los laicos a lavarse las manos en la sangre de los sacerdotes, suprime los sacramentos o los envenena, no deja purgar a nadie sus pecados por medio de ayunos y oraciones, y rechaza la celebración diaria de la misa. Ha entregado a las llamas las decretales de los Santos Padres. ¿Os suena esto a Cristo o a Anticristo? Apartaos de Martín Lutero, y poned una mordaza a su lengua blasfema. Si hacéis esto, nos regocijaremos con todos los ángeles del cielo por un pecador que se haya salvado; pero si rehusáis, entonces en nombre de Dios Todopoderoso y de Jesucristo Nuestro Señor, a quien representamos en la tierra, os decimos que no escaparéis al castigo en la tierra y el fuego eterno después. El papa Adriano y el emperador Carlos están de acuerdo. Haced penitencia Vos y vuestros desdichados sajones seducidos, si no queréis sentir las dos espadas, la imperial y la papal.

Federico replicó:

Santo Padre; Nunca he actuado ni actúo ahora sino como cristiano e hijo obediente de la Santa Iglesia Cristiana. Confío en que Dios Todopoderoso me concederá su gracia para que durante el tiempo que se me conceda vivir aún fomenté fielmente lo que es provechoso para la confirmación de su santa Palabra.

Pero la suerte de Lutero y su reforma no estaba en manos del papa, ni del elector, ni del emperador solamente, sino en la dieta alemana que se reunía en Nuremberg. Ésta, como la dieta de Worms, se encontraba dividida. El partido católico estaba unido tras el legado papal, que admitía francamente que había abusos, pero echaba la culpa de todos ellos al difunto León y exigía obediencia a su noble sucesor. La dirección de los laicos recaía, en ausencia del emperador, en su hermano Fernando de Austria, quien en su breve semana de concurrencia trató de poner en vigencia el edicto de Worms por su propia autoridad y fue prontamente rechazado por la dieta. Por consiguiente, un corrillo de príncipes católicos formó el núcleo de la liga subsiguiente. Estaban Joaquín de Brandemburgo, ansioso por apaciguar al emperador con su celo antiluterano, después de haber votado contra su elección; el cardenal Lang, vocero de los Habsburgo; los bávaros, católicos consecuentes; el Palatinado fluctuaba entre ambos campos. Ésta, por supuesto, no era la formación definitiva.

Federico el Sabio, con su blando obstruccionismo, no apelaba ni espíritu común de la grey católica. Había otros príncipes que alegremente hacían caso de las admoniciones del papa. El principal entre ellos era el duque Jorge, cuyo celo contra la herejía era suficiente para incendiar el Rin. Lutero había sentido remordimientos por sus invectivas contra el duque, e hizo un gesto de reconciliación, pero fue rechazado.

Jorge dijo:

No escribo impulsado por el odio sino para haceros volver en vos. Como laico no puedo ponerme la armadura de Saúl y disputar con vos sobre las Escrituras; pero puedo ver que me habéis atacado duramente en contra del orden de la ley divina. Habéis injuriado no sólo a mí, sino también al emperador. Habéis hecho de Wittemberg un asilo para monjes y monjas renegados. El fruto de vuestro evangelio es la blasfemia contra Dios y los sacramentos, y la rebelión contra las autoridades. ¿Cuándo ha habido más robos sacrílegos y adulterios? No, Lutero, guardaos vuestro Evangelio. Yo permaneceré dejado del Evangelio de Cristo con cuerpo y alma, bienes y honor. Mas Dios es misericordioso, y ningún pecador debe desesperar de El. Volved, pues. Yo, entonces, trataré de obtener para vos el perdón del emperador.

Enrique VIII era otro príncipe católico que tuvo una disputa con Lutero y no ha de haber contribuido a apaciguarlo la respuesta que se refería a Martín Lutero como «ministro en Wittemberg por la gracia de Dios» y a «Enrique, rey de Inglaterra por desgracia de Dios». Aun cuando Lutero trató más tarde de lograr una reconciliación, Enrique continuó considerándolo un predicador de «insaciable libertad». Claramente, los «papistas», ya fueran eclesiásticos o legos, eran Sanballats que impedirían la construcción de los muros.

Retroceso de los católicos moderados: Erasmo

Los católicos moderados podían, naturalmente, reaccionar en forma diferente. Los erasmianos humanistas habían constituido el partido intermedio en Worms. Y realmente su posición habría podido ser diferente de no haber sido las presiones tan intensas, que no daban lugar a la neutralidad. Con vacilaciones, los intermediarios se vieron obligados a entrar a un campo u otro. Fueron en ambas direcciones. Algunas personas muy importantes se volvieron la Roma, entre ellas Pirkheimer de Nuremberg. Pero lo que más contrarió a Lutero fue la actitud asumida por Erasmo de Rotterdam. Su posición no había cambiado esencialmente. Todavía pensaba que Lutero había hecho muy bien y que no era un hereje. Esto lo dijo Erasmo abiertamente en un coloquio publicado en 1524. Pero deploraba la desintegración de la cristiandad. Su sueño de concordia europea había sido destrozado por el estallido de la guerra entre Francia y el imperio antes de terminar la dieta de Worms. Simultáneamente, la división eclesiástica había desgarrado la túnica inconsútil de Cristo. Erasmo prefería el papel intermedio, pero inexorablemente fue empujado a definirse por personas prominentes a quienes estimaba: reyes, cardenales y su viejo amigo el papa Adriano. Por último cedió y consintió en establecer en qué punto difería de Lutero. No eran las indulgencias. No era la misa. Era la doctrina del hombre. Erasmo publicó un opúsculo titulado: Sobre el libre albedrío.

Lutero le agradeció que centrara la discusión en este punto. «Sois el único que ha ido al corazón del problema en vez de discutir sobre el papado, las indulgencias, el purgatorio y fruslerías semejantes. Sois el único que ha ido al núcleo y os agradezco por ello.» La ruptura fundamental de Lutero con la Iglesia católica era sobre la naturaleza y destino del hombre, y mucho más sobre el destino que sobre la naturaleza. Por eso Erasmo y él no podían darse la mano del todo. Erasmo se interesaba principalmente en la moral, mientras que el problema de Lutero era si el proceder bien, aun en el caso de que ello fuera posible, puede afectar el destino del hombre. Erasmo logró desviar a Lutero del camino preguntándole qué valor tienen los preceptos éticos del Evangelio, si no pueden ser cumplidos. Lutero replicó, con su característica imprudencia de polemista, que el hombre es como un asno montado ora por Dios, ora por el diablo, afirmación que por cierto parece implicar que el hombre no tiene libertad para decidirse por el bien o por el mal. Esto, por cierto, no era el pensamiento habitual de Lutero. El estaba perfectamente dispuesto a decir que aun el hombre natural puede practicar las virtudes civiles como marido responsable, padre afectuoso, ciudadano decente y magistrado recto. El hombre es capaz de la integridad y valor desplegados por los romanos de la antigüedad o los turcos de la época. La mayoría de los preceptos del Evangelio pueden ser guardados externamente. Pero a los ojos de Dios «no hay justo, ni aun uno». Los motivos nunca son puros. Los actos más nobles están viciados por la arrogancia, el amor propio, el deseo de los ojos y la ambición de poder. Desde el punto de vista religioso, el hombre es pecador. Por lo tanto, no tiene derechos sobre Dios. Si el hombre no está irremediablemente perdido, es sólo porque Dios se digna favorecerlo más de lo que merece.

El problema entonces se desplaza del hombre a Dios. Erasmo se preocupa por la moralidad en Dios tanto como en el hombre. ¿No es injusto que Dios haya creado al hombre incapaz de cumplir las condiciones para la salvación y luego, a capricho, lo salve o lo condene por lo que no puede evitar? «Desde luego, esta es una piedra de tropiezo», respondió Lutero.

Mucho ofende al sentido común o a la razón natural la idea de que Dios, arbitrariamente, abandone, endurezca y condene a los hombres como si se deleitara en los pecados y tormentos eternos de los infelices. Él, de quien se dice que es de tan gran de misericordia y bondad. Tal concepto de Dios nos parece injusto, cruel e intolerable, y por él muchos hombres se han escandalizado en todos los tiempos. ¿Y quién no lo haría? Yo mismo me he escandalizado más de una vez, hundiéndome hasta el más profundo abismo de desesperación, hasta el punto de desear nunca haber nacido hombre. Es inútil tratar, de salir de esto mediante ingeniosas distinciones. La misma razón natural, por más que se escandalice por ello, debe admitir las consecuencias de la «presciencia» de Dios y la «predestinación».

Pero esto era precisamente lo que la razón natural de Erasmo, no quería admitir. Se daba cuenta de que se trata de un conflicto entre el poder y la bondad de Dios. Prefería limitar el poder antes que reducir la bondad; Lutero a la inversa. De todos modos, Erasmo no afirmaría más de lo que debía. Reconocía dificultades -que algunos hombres, por ejemplo, nacen incapacitados, y Dios es responsable de su condición-, pero, ¿por qué proyectar enigmas de la vida en la eternidad y transformar paradojas en dogmas? «No son paradojas mías -replicaba Lutero-. Son paradojas de Dios.» Erasmo preguntaba cómo podía saber esto Lutero, y éste respondía citando la afirmación del apóstol Pablo de que los destinos de Jacob y Esaú estaban establecidos antes de que salieran del seno materno. Erasmo replicaba que otros pasajes de las Escrituras tienen un sentido muy diferente, y que por lo tanto el asunto no está claro. Si lo estuviera, ¿por qué hubieran continuado durante siglos los debates sobre él? Las Sagradas Escrituras necesitan ser interpretadas, y la pretensión de los luteranos de tener el Espíritu mediante el cual interpretarlas no está confirmada por los frutos del Espíritu en su conducta.

La respuesta de Lutero a Erasmo fue imputarle un espíritu de escepticismo, ligereza e impiedad. El mero discutir tranquilamente el destino del hombre trasunta por sí mismo una insensibilidad a la majestad de Dios. El ansia de Erasmo de limitarse a lo claro y simple significaba para Lutero el abandono del cristianismo, porque el cristianismo no puede ser simple y obvio para el hombre natural.

Mostradme un solo mortal en todo el universo, por más justo y santo que sea, a cuyo espíritu se le haya ocurrido alguna vez que el camino de la salvación sea creer en Aquel que fue a la vez Dios y hombre, que murió por nuestros pecados, que subió a los cielos y se sienta a la diestra del Padre. ¿Qué filósofo de los griegos vio nunca esto? ¿Qué judío sabe algo de este camino? La cruz es un escándalo para los judíos y una necedad para los gentiles. Si es difícil creer en la misericordia y bondad de Dios cuando condena a los que no pueden hacer otra cosa, debemos confiar en la sabiduría divina según la cual Dios es justo también allí donde nos parece injusto. Pues si su justicia pudiera ser reconocida como justa por la comprensión humana, no sería divina. Mas como Dios es verdadero y único, absolutamente incomprensible e inaccesible a la razón humana, también su justicia es incomprensible. «¡Oh, la profundidad de las riquezas del conocimiento y la sabiduría de Dios!» ¡Cuan incomprensibles son sus juicios y cuan inescrutables!

Éstos están escondidos a la luz de la naturaleza y son revelados solamente a la luz de la gloria, «Erasmo, que no va más allá de la luz de la naturaleza -decía Lutero-, puede, como Moisés morir en las llanuras de Moab sin entrar en la tierra prometida de esos estudios más elevados que pertenecen a la piedad.»

Erasmo caracterizó su propia posición en estas palabras: «El navegante prudente manejará su timón entre Scila y Caribdis. Yo he tratado de ser un espectador en esta tragedia. Pero tal papel no le estaba permitido y su tipo fue aplastado entre las piedras de molino confesionales. ¿En qué otra oportunidad encontramos exactamente esa mezcla de erudito católico culto, tolerante, liberal, dedicado a revivir la clásica herencia cristiana en la unidad de la cristiandad? La dirección del protestantismo habría de pasar a los neoescolásticos y la de los católicos a los jesuitas.

Lutero, con todas sus bravatas, no dejó de sentirse afectado por el reproche de que su acrimonia no se acomodaba al espíritu de los apóstoles. Había enfadado a Enrique VIII, enfurecido al duque Jorge, alejado a Erasmo. ¿No habría herido también al viejo doctor Staupitz, a quien no había escrito desde hacía un tiempo? Lutero se lo preguntó, y Staupitz le respondió:

Mi amor por vos no ha cambiado, aventajando en esto al amor de las mujeres, pero me parece que condenáis muchas cosas externas que no afectan la fe ni la justicia. ¿Por qué el hábito de monje es una peste para vuestra nariz cuando muchos lo llevan en la santa fe de Cristo? No hay nada sin abuso. Os suplico de todo corazón, queridísimo amigo: acordaos de los débiles y no inquietéis las conciencias temerosas. No condenéis lo que no es esencial y que es compatible con la fe pura. Pero no ceséis de clamar contra lo que es contrario a la fe. Os debemos mucho, Martín. Nos habéis llevado desde la pocilga hasta las dehesas de la vida. ¡Si sólo pudiéramos hablar durante una hora y abrirnos los secretos de nuestros corazones! Espero que tengáis buenos frutos en Wittemberg. En otros tiempos fui yo también un precursor de la sagrada doctrina evangélica, y aun hoy detesto la cautividad babilónica de la Iglesia. Mis oraciones os acompañan.

Poco después de recibir esta carta, Lutero recibió la noticia de que el doctor Staupitz había muerto. Y así quedaba entonces el campo católico: el papa implacable, Enrique VIII maldiciendo, el duque Jorge enfurecido, Erasmo refutando a Lutero y Staupitz muerto.

Defección de los puritanos: Carlstadt

Era obvio, pues, que los muros podían ser reconstruidos solamente por los que habían roto definitivamente con Roma. Y entonces le llegó el siguiente golpe, mucho más desconcertante que el primero. Los que habían roto con Roma no estaban unidos entre sí. En parte por defecciones del luteranismo y en parte por el surgimiento de formas diversas de evangelicalismo, se desplegó una gran diversidad. Lutero estaba picado. Los desórdenes iniciales de Wittemberg le habían significado un golpe más severo que ninguno de los que recibiera del papado, y ya había empezado a darse cuenta de que estaba más cerca de Roma que de los radicales. En todo caso, estaba en el medio. «Tomo el camino del medio», decía. Se encontraba en la posición ocupada anteriormente por los erasmianos en Worms. Cuando ellos fueron llevados contra la pared, los luteranos emergieron como el grupo del medio, entre los papistas a la derecha y los sectarios a la izquierda.

Uno de los aspectos más curiosos de este cambio de posición es que en muchos respectos los radicales eran los herederos de Erasmo, que consideraba que el gran abuso del catolicismo no era, como pensaba Lutero, la exaltación del hombre, sino el haber hecho de la religión algo meramente externo. El grado en que los sectarios acentuaron lo interno y lo espiritual llevó a consecuencias drásticas para la teoría y vida de la Iglesia. En las Escrituras se opuso el espíritu a la letra, como ya lo habían hecho los profetas de Zwickau. Se consideraba al espíritu capaz de pasarse sin ninguna ayuda externa, ya fueran el arte o la música, como ya lo había estado diciendo Carlstadt, y aun sin los sacramentos como canales externos de la gracia invisible. La experiencia del espíritu era la condición necesaria para ser miembro de la Iglesia. Por lo tanto, se rechazó el bautismo de los niños, si no el bautismo en sí, sobre la base de que el agua externa «no aprovecha para nada». La idea de una Iglesia nacional o territorial fue descartada porque la población total de un distrito dado nunca satisface tan exigente requisito. La Iglesia del espíritu es necesariamente una secta que puede tratar de preservar su integridad mediante su segregación de la sociedad, o intentar dominar el mundo a través del reino de los santos. Allí está el concepto de todas las teocracias protestantes. Dentro de la comunidad religiosa la dirección cae sobre los poseídos del espíritu, sean ellos laicos o eclesiásticos, y el resultado bien puede ser la abolición del ministerio profesional.

Otra idea erasmiana, no del todo consonante con la primera, es la de la vuelta al cristianismo primitivo. Los detalles elegidos para la restauración eran comúnmente los que estaban de acuerdo con la religión del espíritu, pero el intento mismo de restaurarlos se prestaba prontamente a un nuevo externalismo y legalismo.

Todo este conjunto de ideas era ajeno a Lutero. Él no podía separar el espíritu y la carne, porque el hombre es un todo. Por lo tanto el arte, la música y el sacramento son las expresiones apropiadas de la religión. El intento de construir la Iglesia sobre una base selectiva le interesaba realmente, y su furia contra los sectarios estaba en gran medida intensificada por el conflicto en que él mismo se debatía interiormente. Pero la idea de una teocracia protestante era para él tan aborrecible como la monarquía papal. El esfuerzo por restaurar las minucias de las prácticas del Nuevo Testamento tenía para él el aire de un nuevo legalismo y externalismo contra el cual empleó los mismos lemas que los radicales y él mismo se convirtió en el campeón del espíritu contra la letra.

El primer intento de concretar muchos de los elementos de estas normas se produjo en el propio círculo de Lutero y podría ser considerado como una deserción de sus filas. Los alrededores de Wittemberg proporcionaron el terreno y los dirigentes fueron nuevamente Andrés Carlstadt y Tomás Müntzer. Esto fue desafortunado, porque, aunque ambos eran sensibles y bien dotados, ninguno de ellos era equilibrado y estable. Si Lutero hubiera encontrado tales ideas primero en Zwinglio y los sobrios anabaptistas, quizá no hubiera estado tan falto de comprensión ni hubiera sido tan implacable en la oposición.

El radicalismo más serio de Carlstadt se desarrolló después que se hubo retirado a la parroquia de Orlamünde. Allí agregó, a su anterior ataque a las imágenes y música en la Iglesia, la negación de la presencia real de Cristo en el sacramento del altar. La objeción en los tres casos era el uso de lo físico como medio de comunión con lo divino. Dios es espíritu, y no puede estar en el pan y el vino. Cristo sólo dijo: «Haced esto en memoria de mí.» Por lo tanto, el pan y el vino son simplemente modos de recordarlo, ni siquiera símbolos, y menos canales de la gracia. Carlstadt interpretaba las palabras de Cristo: «Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre» como significando: «Este es el cuerpo que será quebrado. Esta es la sangre que será derramada.» Lutero refutaba que si bien este pasaje es algo ambiguo, hay otro texto que dice: «¿La copa… no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan… ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?» (1ª Cor. 10:l6). «Este es el rayo del que no hay huida posible. Si hace cinco años yo hubiera podido convencerme de la posición de Carlstadt, hubiera estado agradecido de poseer un arma tan poderosa contra el papado, pero las Escrituras eran demasiado fuertes para mí.» Uno se pregunta si las Sagradas Escrituras eran realmente tan determinantes. Los papeles de Lutero y Carlstadt se invirtieron al pasar de la cuestión de las imágenes a la comunión. Carlstadt tomaba literalmente las palabras de Moisés: «No te harás imagen ni ninguna semejanza», y Lutero las palabras de Cristo: «Este es mi cuerpo.» La cuestión real era si lo físico es una ayuda o un impedimento para la religión. El biblicismo de Carlstadt se ponía en evidencia principalmente cuando se abstenía de rechazar por completo la comunión, como lo hicieron los cuáqueros. Él conservaba el rito porque Cristo dijo: «Haced esto en memoria de mí.» Igualmente rechazaba el bautismo de los niños. Los profetas de Zwickau lo habían hecho antes que él y los anabaptistas iban a hacer de esto el dogma cardinal de su secta. El punto esencial era la necesidad de una experiencia adulta de convicción religiosa. En Carlftadt se agregaba el argumento de que la aplicación externa, física, del agua no tiene eficacia y es a menudo destructora, como cuando las huestes de Faraón fueron tragadas por el mar Rojo. Nuevamente uno se pregunta por qué no rechazó todo bautismo. La importancia que asigna al descanso sabático estaba destinada a dar a los hombres un alivio de las tareas mundanas para que tuvieran momentos de tranquilidad para el cultivo de su vida interior.

A los ojos de Lutero sus mayores excentricidades surgieron de sus esfuerzos por lograr un ministerio laico. Lutero había proclamado el sacerdocio de todos los creyentes. El corolario podría ser, como sucedió con los cuáqueros, que no hubiera ningún ministro profesional. Carlstadt no quería ir tan lejos, pero deseaba, como ministro, no estar separado en ninguna forma de sus hermanos. Sus fieles no debían llamarlo Herr Doktor o Herr Pfarrer sino simplemente «buen prójimo» o «hermano Andrés». Abandonó toda vestidura distintiva y usaba simplemente un traje gris liso; renunció a ser sostenido por la congregación y en cambio se dedicó a ganarse la vida con el arado.

Lutero carecía por completo de simpatía por todo este programa. En realidad no le preocupaba en absoluto la pompa de los grados académicos pero se preocupaba muchísimo por que hubiera ministros preparados y se daba cuenta de que si prevalecía el plan de Carlstadt el resultado no sería, con toda seguridad, que el campesino supiera tanto como el predicador, sino que el predicador no sabría más que el campesino. Echó en cara a Carlstadt el que recitara citas hebreas en blusa de campesino., En cuanto al traje simple y el «hermano Andrés» le parecían, si no una afectación, por lo menos un intento neomonástíco de ganar el favor del cielo mediante renunciamientos espectaculares. En cuanto al ganarse el pan con el arado, Lutero estaba completamente dispuesto a mantenerse mediante el trabajo manual si era expulsado de su ministerio, pero trasladarse voluntariamente de una parroquia a una granja le sabía a evasión de responsabilidades. «¿Qué no daría yo por escapar de una congregación pendenciera y mirar a los amistosos ojos de los animales?»

Otros puntos del programa de Carlstadt -como el descanso sabático, el matrimonio clerical obligatorio y el rechazo de las imágenes- le parecían a Lutero un nuevo legalismo. Pretendía que Carlstadt invertía la relación de interno y externo. Estableciendo regías absolutas para días, vestidos y estados, estaba dando demasiada importancia a lo exterior. En este punto el espíritu debía prevalecer. Por cierto que había otras notas en la religión de Carlstadt además de la acentuación de lo espiritual. Estaba consumido por una pasión por la santidad y una preocupación por la renunciación de privilegios con un cierto grado de nivelación social. En esos puntos Lutero hubiera acordado mayor amplitud. Y habría podido estar dispuesto también a conceder amplitud a Carlstadt de no haber surgido un personaje mucho más siniestro.

Los santos revolucionarios: Müntzer

Tomás Müntzer procedía de Zwickau y encarnaba algunas de las ideas de los profetas de esa ciudad, pero con mucho mayor atractivo debido a su erudición, capacidad e intenso entusiasmo. Müntzer dio un sentido mucho más radical que Carlstadt a la oposición de espíritu y carne, rechazando no sólo el bautismo de los niños sino todo bautismo y aplicando este dualismo al espíritu frente a la letra de las Sagradas Escrituras. Los que confían en la letra, decía, son los escribas contra los cuales Cristo prorrumpiera en invectivas. Las Escrituras, como mero libro, no son más que papel y tinta. «¡Biblia, Babel, burbujas!», exclamaba. Detrás de esta virulencia había una preocupación religiosa. Müntzer no había sido perturbado como Lutero por la manera de reconciliarse con Dios, sino por el problema de si existe un Dios con el cual reconciliarse. Las Escrituras, como mero registro escrito, no le daban ninguna seguridad, porque observaba que eran convincentes sólo para los convencidos. Los turcos están familiarizados con la Biblia pero permanecen completamente ajenos a ella. Los hombres que escribieron la Biblia no tuvieron una Biblia en la época en que la escribieron. ¿De dónde, pues, sacaron su seguridad? La única respuesta es que Dios les habló directamente y así debe hablarnos a nosotros si queremos comprender la Biblia. Müntzer sostenía, con la Iglesia católica, que la Biblia es inadecuada sin un intérprete inspirado, pero el intérprete no es la Iglesia ni el papa sino el profeta, el nuevo Elías, el nuevo Daniel, a quien le es dada la llave de David para abrir el libro sellado con siete sellos.

Müntzer podía encontrar apoyo para su concepción del espíritu en las Escrituras mismas, donde se dice que «la letra mata, mas el espíritu vivifica» (2ª Cor. 3:6). Lutero replicaba que, por supuesto, la letra sin el espíritu está muerta, pero que los dos no deben ser divorciados como no pueden ser separados el alma y el cuerpo. La verdadera amenaza de Müntzer era, a los ojos de Lutero, que destruía la unidad de la revelación cristiana en el pasado al ensalzar la revelación en el presente. Lutero mismo no había tenido absolutamente ninguna experiencia de revelación contemporánea, y en las épocas de desaliento el consejo de confiar n el espíritu era para él un consejo de desesperación, puesto que en su interior sólo podía encontrar absolutas tinieblas.

En tales momentos hay que tener una seguridad en forma tangible, en el registro escrito del estupendo acto de Dios en Cristo. Lutero confesaba abiertamente su debilidad y su necesidad de revelación histórica. Por lo tanto no prestaría atención a Müntzer aunque «hubiera tragado el Espíritu Santo con plumas y todo». En este punto reside gran parte de la diferencia, no sólo entre Müntzer y Lutero, sino entre el protestantismo liberal moderno y la religión de los fundadores.

Si Müntzer no hubiera extraído consecuencias prácticas de su punto de vista, Lutero se hubiese sentido menos ultrajado, pero Müntzer procedió a usar del don del Espíritu como una base para la formación de una iglesia. El es el progenitor de las teocracias protestantes basadas, no como el judaísmo, principalmente en la sangre y el suelo, ni como el catolicismo en el sacramentalismo, sino más bien en la experiencia interna de la infusión del Espíritu. Los que así han renacido pueden reconocerse entre sí y unirse en el pacto de los elegidos, cuya misión es erigir el reino de Dios. A Lutero le resultaba completamente repugnante ese papel para la Iglesia. Müntzer no esperaba que los elegidos entraran en posesión de su herencia sin una lucha. Tendrían que matar a los impíos. Ante esto Lutero se horrorizaba, porque la espada es dada al magistrado, no al ministro, y mucho menos a los santos. Müntzer admitía que en la lucha caerían muchos de los piadosos, y constantemente machacaba en que el sufrimiento y la cruz eran la señal de los elegidos. Lutero era vituperado como el «Doctor Poltrona y el Doctor Posapié», que se arrimaba al calor de los príncipes. Su respuesta era que la cruz externa no debe ser buscada ni evadida. La cruz constante es el sufrimiento interno. Una vez más se invertían los papeles y Lutero aparecía como el campeón de lo interno.

Destierro de los agitadores

En 1523 Müntzer logró que se le eligiera ministro en la ciudad sajona de Alstedt. Unas dos mil personas de fuera de la ciudad acudían a oír sus predicaciones y pudo hablar de treinta unidades listas para matar a los impíos. Sin embargo, el único acto abierto de violencia fue el incendio de una capilla dedicada a la virgen María. Esto era en marzo de 1524.

Entonces Lutero se dirigió a los príncipes de Sajonia:

Estos habitantes de Alstedt ultrajan la Biblia y se ufanan de poseer el Espíritu, pero, ¿dónde muestran los frutos del Espíritu, que son el amor, el gozo, la paz y la paciencia? Los príncipes no deben intervenir mientras aquéllos se limiten al oficio de la Palabra. Dejad que prediquen tranquila y activamente lo que puedan y contra quienes quieran. Dejad que los espíritus choquen y se encuentren. Pero cuando intenten hacer algo más que esgrimir la Palabra, cuando quieran también romper y pegar con el puño, Vuestra Alteza Serenísima debe intervenir, se trate de ellos o de nosotros, diciendo: «Mantened quietos los puños, pues ese es nuestro oficio, o si no, salid del país.» Predicar y sufrir es nuestro oficio. Cristo y los apóstoles no destrozaron iglesias ni despedazaron imágenes, sino que ganaron los corazones por medio del Verbo de Dios. El mandamiento del Antiguo Testamento respecto a la matanza de los cananeos no vale para nosotros. El camino de la destrucción de las imágenes lleva más allá. Con ello el espíritu de Alstedt no ganará más que derramar sangre, y los que no oyen su voz celestial deberían ser degollados por él. Es deber del poder público precaver tales excesos y prevenir la rebelión. El gobierno temporal debe manejar la paz y no dormir.

El joven príncipe Juan Federico, sobrino y heredero aparente de Federico el Sabio, ya se había unido a su tío y a su padre en la administración de Sajonia. En 1524 escribía a un subordinado:

Estoy pasando una época terrible con el Satanás de Alstedt. La benevolencia y las cartas no bastan. La espada encomendada por Dios para castigar a los malhechores debe ser usada con energía. Carlstadt también está tramando algo y el Diablo quiere ser señor.

Aquí se une a Carlstadt y Müntzer. Para Carlstadt esto era injusto e infortunado. Él le había escrito a Müntzer que no quería tener nada que ver con su pacto ni con derramamientos de sangre. Pero los disturbios iconoclastas de Orlamünde y Alstedt parecían pertenecer a la misma inspiración. Carlstadt fue llamado a Jena para una entrevista con Lutero y lo convenció de la injusticia del cargo de rebelión. Pero cuando Lutero mismo visitó Orlamünde y observó el ánimo revolucionario de la congregación comenzó a dudar de la sinceridad de sus negativas y accedió al destierro de Carlstadt, quien fue obligado a abandonar Sajonia, dejando a su esposa embarazada y sus hijos, que se le unieron más tarde. Partió clamando, con las mismas palabras de Lutero después de Worms, que había sido condenado «sin ser escuchado y sin ser convencido» y que había sido expulsado por su antiguo colega que era dos veces papista y primo del Anticristo.

Habiendo sido llamado a predicar en Weimar en presencia de Federico el Sabio y su hermano el duque Juan, Müntzer tuvo la temeridad de tratar de alistarlos en su programa. Tomó su texto de la interpretación de Daniel del sueño del rey Nabucodonosor, y empezó diciendo que la Iglesia era una virgen inmaculada hasta que fue corrompida por los escribas que matan el Espíritu y aseguran que Dios ya no se revela como antes. Declaró además:

Pero Dios se manifiesta por la palabra interior, en el abismo del alma. El hombre que nunca se diera cuenta de ello por el testimonio viviente de Dios, nunca dirá nada profundo acerca de Dios, aunque pueda haber tragado cien mil Biblias. Dios llega a sus elegidos como llegó a los patriarcas, los profetas y los apóstoles. Sólo hay que esperar las visiones y entregarse a ellas con aflicción dolorosa. Es por eso que el Hermano Poltrona los rechaza. Dios derrama su espíritu sobre toda carne, y ahora el espíritu revela a muchos hombres elegidos y piadosos que ha de llegar una poderosa e irresistible reforma. Este es el cumplimiento de la predicción de Daniel sobre el fin del quinto imperio universal. Los pobres laicos y campesinos ya ven lo venidero mejor que los sacerdotes hipócritas. Vosotros, príncipes de Sajonia, necesitáis un nuevo Daniel que os interprete el Apocalipsis. No penséis que el poder de Dios lo realizará si vuestras espadas enmohecen en la vaina. Cristo dijo: «Todo árbol que no dé buen fruto, córtese y échese en el fuego.» Por eso no dejéis vivir a los malhechores, pues un hombre impío no tiene derecho a vivir cuando dificulta la vida de los piadosos. Dios ha ordenado a través de Moisés: «Sois pueblo santo. No perdonaréis a los idólatras, y derribaréis sus altares, y quebraréis sus imágenes y sus bosques quemaréis con fuego. La espada os ha sido dada para extirpar a los impíos. Si os rehusáis, os será quitada. Degüéllense sin misericordia los que resisten a la revelación de Dios, como hizo Elías con los sacerdotes de Baal. Ante todo hay que matar a los sacerdotes y monjes que censuran el evangelio. Los impíos no tienen derecho a vivir. Ojala que vosotros, como Nabucodonosor, designéis un Daniel para que os informe de las directivas del Espíritu.

Los príncipes de Sajonia no tenían la menor intención de designar a Müntzer para tal puesto. En cambio trasladaron el caso a una comisión. Müntzer no esperó a presentarse sino que por la noche escaló los muros de Alstedt y huyó de Sajonia. La amplitud había sido vindicada a expensas de la libertad. El régimen de Carlstadt hubiera sido rigorista y el reino de los santos le Müntzer intolerante con los ateos. Sin embargo, no podía negarse el hecho de que los agitadores habían sido expulsados por a espada del magistrado. Lutero reflexionó tristemente sobre la ironía de que en vez de ser él un mártir, estuviera haciendo mártires.

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