Biografía de Lutero - por Roland Bainton

Compartir:

Capítulo III

EL EVANGELIO

El volver de Roma, Lutero cayó bajo nuevas influencias debido a un cambio de residencia. Fue trasladado de Erfurt a Wittemberg, donde debía pasar el resto de sus días. En comparación con Erfurt, Wittemberg era sólo una aldea con una población de 2.000 a 2.500 habitantes. Toda la ciudad medía apenas medio kilómetro de largo. Los contemporáneos la describían como «la joya de Turingia» o como «una pestosa duna de arena». Estaba construida sobre una cintura de arena y por esta razón era llamada la Loma Blanca, Wittenberg. Lutero nunca ensalzó el lugar, y le dedicó esta cancioncilla:

Lendicken Lendicken,
Du bist ein Sandicken.
Wenn icb dich arbeit, bistu licht
Wenn ich dich mete, so sinde ich nicht (1)

Pero en realidad no era improductiva. Abundaban los cereales, las hortalizas y las frutas, y los bosques cercanos proporcionaban caza. El río Elba corría por un lado y un foso rodeaba a la ciudad por otro. Dos arroyuelos se introducían por acueductos de madera a través de los muros en el lado superior, y corrían a cielo abierto a lo largo de las dos calles principales de la ciudad hasta unirse en el molino. Esta agua descubierta y perezosa era a la vez conveniente y dañina. Lutero vivía en el claustro agustino en el extremo opuesto de donde se encontraba la iglesia del Castillo.

La mayor gloria del pueblo era la Universidad, la predilecta del elector, Federico el Sabio, quien procuraba hacer de esta academia recientemente fundada una rival para el prestigio de la centenaria Universidad de Leipzig. La nueva fundación no había prosperado de acuerdo a sus esperanzas, y el elector, para conseguir mejores maestros, invitó a los agustinos y franciscanos a, que le proporcionaran tres nuevos profesores. Uno de ellos fue Lutero. Esto sucedía en 1511.

Con motivo del traslado, Lutero llegó a conocer bien a un hombre que debía luego ejercer una influencia decisiva en su desarrollo: el vicario de la orden agustina, Johann von Staupitz. No podía haber encontrado mejor guía espiritual. El vicario conocía todos los remedios prescritos por los eruditos para las dolencias espirituales, y además tenía una cálida vida religiosa propia, simpatizando comprensivamente con las preocupaciones de los demás. «De no haber sido por el doctor Staupitz -decía Lutero-, me hubiera hundido en el infierno.»

Las dificultades de Lutero persistían, aunque no es posible seguir con precisión el curso de las mismas. No puede decirse que sus estremecimientos hayan subido en un crescendo continuo hasta una crisis única. Más bien pasó a través de una serie de crisis hasta llegar a una estabilidad relativa. Es imposible localizar en el tiempo, lugar o secuencia lógica las distintas etapas. Pero algo es evidente: Lutero sondeó todos los recursos del catolicismo de su tiempo para mitigar la angustia de un espíritu alejado de Dios. Probó el camino de las buenas obras y descubrió que nunca podría hacer lo suficiente para salvarse. Trató de valerse de los méritos de los santos y terminó dudando, con una duda no muy seria o persistente por el momento, pero suficiente para destruir su seguridad.

(1) Tierrecitas, tierrecitas,
Eres de arena un montoncito.
Si cavo en ti, el suelo es liviano.
Si te cultivo, el resultado es vano.

El fracaso de la confesión

Trató de explorar al mismo tiempo otros caminos, y el catolicismo tenía, por cierto, muchos más que ofrecer. Nunca se hacía descansar la salvación solamente, ni siquiera principalmente, en las realizaciones humanas. Todo el sistema sacramental de la Iglesia estaba destinado a servir de mediador del hombre para alcanzar la ayuda y el favor de Dios. Especialmente el sacramento de la penitencia ofrecía solaz, no a los santos, sino a los pecadores. Lo único que se les exigía era que confesaran todos sus pecados y buscaran la absolución. Lutero trataba incesantemente de valerse de esta señalada merced. Sin la confesión, declaraba luego, el Demonio lo hubiera devorado largo tiempo atrás. Se confesaba con frecuencia, a menudo diariamente, y hasta durante seis horas seguidas en una sola oportunidad. A fin de ser absuelto había que confesar todos los pecados. Por lo tanto, el alma debía ser examinada y estudiada, la memoria escudriñada y los motivos Hondeados. Como una ayuda para ello, el penitente repasa los siete pecados capitales y los Diez Mandamientos, Lutero repetía su confesión, y para estar seguro de incluir todo, revisaba toda su vida, hasta que el confesor se cansaba y exclamaba: «Hombre, Dios no está encolerizado contigo. Tú estás enojado con Dios. ¿No sabes que Dios te manda tener esperanza?»

Esta asidua confesión conseguía por cierto liquidar todas las trasgresiones mayores. Los restos de culpas con que Lutero continuaba cargando le parecían a Staupitz solamente escrúpulos de un alma enferma. «Mira -le decía-, si esperas que Cristo te perdone, ven con algo que perdonar -parricidio, blasfemia, adulterio- en vez de todos esos pecadillos.»

Pero el problema de Lutero no era si sus pecados eran grandes o pequeños, sino si habían sido confesados todos. La gran dificultad con que tropezaba era estar seguro de haber recordado todo. Conocía por experiencia la astucia de la memoria para proteger el yo, y se aterrorizaba cuando después de pasarse seis horas confesándose todavía podía salir y recordar algo que había eludido «u más concienzudo escrutinio. Aun más desconcertante era el descubrimiento de que algunos de los delitos del hombre ni siquiera son reconocidos por él, y menos aun recordados. Los pecadores a menudo pecan sin compunción. Adán y Eva, después de gustar la fruta del árbol prohibido, se fueron alegremente a dar un paseo en el fresco del día; y Jonas, después de huir de la orden que le diera el Señor, se durmió profundamente en la cala del barco. Solamente cuando uno se enfrenta con un acusador existe una cierta conciencia de culpa. Con frecuencia también, cuando se le reprocha su culpa al hombre, éste se justifica como Adán, que replicó a Dios: «La mujer que Tú me diste para que me hiciera compañía me tentó: Tú me la diste; luego Tú tienes la culpa.»

Existe en el hombre, según Lutero, algo mucho más drásticamente malo que cualquier lista particular de ofensas que puedan ser enumeradas, confesadas y perdonadas. La naturaleza misma del hombre es corrompida. El sistema de la penitencia fracasa porque se ocupa de errores particulares. Lutero había llegado a percibir que el hombre entero está necesitado de perdón. En el transcurso de este examen se había sumido en un estado de perturbación emocional tal, que pasaba los límites de la objetividad, y cuando su confesor le dijo que estaba magnificando sus culpas, Lutero sólo pudo concluir que el consultor no comprendía el caso y que ninguna de las consolaciones que se le brindaban le servía de nada.

En consecuencia le asaltaban los más terribles estados de inseguridad. El pánico invadía su espíritu, y tan intranquila estaba su conciencia, que empezaba a temblar asustado ante una hoja movida por el viento. El horror de las pesadillas se apoderó de su alma; el terror de quien despierta en la oscuridad viendo los ojos del que ha venido a quitarle la vida. Todos los defensores celestiales se han retirado; los demonios, haciendo señas de soslayo, llaman al alma impotente. Tales los tormentos que, según aseguraba Lutero repetidamente, eran mucho peores que cualquier dolencia física que nunca hubiera soportado.

Su descripción concuerda tan bien con un conocido tipo de enfermedad mental, que nuevamente se está tentado de preguntarse si sus perturbaciones deben ser consideradas como provocadas por auténticas dificultades religiosas o por deficiencias gástricas o glandulares. Puede enfrentarse mejor el problema con datos procedentes de otros períodos de su vida. Baste por el momento observar que ninguna enfermedad menoscabó jamás su estupenda capacidad de trabajo; que los problemas que lo acongojaban no eran imaginarios, sino que estaban implícitos en la religión en que había sido educado; que sus reacciones emocionales eran excesivas, como él mismo lo reconocía cuando emergía de una depresión, y que él se lanzó a agotar una por una las ayudas ofrecidas por la religión medieval.

Había llegado a un punto muerto. Los pecados deben ser confesados para ser perdonados. Para ser confesados deben ser reconocidos y recordados. Si no son reconocidos y recordados, no pueden ser confesados. Si no son confesados, no pueden ser perdonados. La única salida es negar la premisa. Pero Lutero no estaba todavía preparado para hacerlo. En este punto Staupitz le ofreció una verdadera ayuda tratando de desviar su atención de los pecados individuales a la naturaleza del hombre. Más tarde, Lutero explicaba lo que había aprendido diciendo que el médico no necesita pinchar cada pústula para saber que el paciente tienen viruelas, ni la enfermedad ha de ser curada escara por escara. Concentrarse en las ofensas particulares es un consejo de la desesperación. Cuando San Pedro empezó a contar las olas se hundió. Es la naturaleza entera del hombre la que debe ser cambiada.

La escala mística

Esta era la visión de los místicos. Staupitz era un místico. Aunque los místicos no rechazaban el sistema de la penitencia, su camino de salvación era esencialmente diferente, y tomaba en cuenta al hombre en su totalidad. Como el hombre es débil, debe dejar de luchar; debe entregarse al ser y al amor de Dios.

La nueva vida, decían, exige un período de preparación que consiste en vencer todas las afirmaciones del yo, toda la arrogancia, todo orgullo, toda búsqueda de sí mismo, todo lo relacionado con el yo, el mí y lo mío. El esfuerzo mismo de Lutero por lograr méritos era una forma de afirmación. En vez de luchar, debía ceder y sumergirse en Dios. El fin del camino místico es la absorción de la criatura en el Creador, de la gota en el océano, de la llama de la vela en el resplandor del sol. El luchador vence su inquietud, cesa su desgaste, se rinde al Eterno y en el abismo del Ser encuentra su paz.

Lutero probó este camino. A veces se elevaba como si se encontrara en un coro de ángeles, pero luego volvía el sentido de extrañamiento de Dios. Los místicos también conocían esto. Lo llamaban la oscura noche del alma, la sequedad, el alejamiento de la olla del fuego hasta que no burbujea más. Aconsejaban esperar hasta que volviera la exaltación. Para Lutero no volvía porque la enemistad entre el hombre y Dios era demasiado grande. Con toda su impotencia, el hombre es un rebelde contra su Hacedor.

La agudeza de la angustia de Lutero nacía de su sensibilidad a todas las dificultades que a la vez se le presentaban al hombre. Si hubiera podido tomarlas una por una, hubiera podido mitigarlas más fácilmente. Para los que están preocupados por pecados particulares, la Iglesia ofrece perdón a través del sistema de la penitencia, pero el perdón depende de condiciones que, para Lutero, eran inalcanzables. Para los que son demasiado débiles para soportar las pruebas está el camino místico de dejar de luchar y perderse en el abismo de Dios. Pero Lutero no podía concebir a Dios como un abismo hospitalario para el hombre, el impuro. Dios es santo, majestuoso, devastador, destructor.

¿No sabéis que Dios habita en luz inaccesible? Nosotros, débiles e impuras criaturas, nos dejamos tentar y pretendemos escudriñar y comprender la incomprensible majestad de la impenetrable luz de las maravillas de Dios. Nos acercamos; hasta nos atrevemos a acercarnos. ¡Cómo ha de asombrarnos que su majestad caiga sobre nosotros y nos aplaste!

Tan aguda se había hecho la angustia de Lutero que aun los más simples consuelos de la religión no lograban darle paz. Ni aun la oración podía aquietar sus temores, pues cuando se hallaba arrodillado el Tentador venía y le decía: «Querido compañero, ¿para qué rezas? Mira qué silencioso está todo alrededor de ti. ¿Crees que Dios escucha tu oración y te presta atención?»

Staupitz trataba de conseguir que Lutero viera que estaba haciendo demasiado difícil la religión. Sólo una cosa es necesaria, y ésta es amar a Dios. Este era otro consejo favorito de los místicos, pero la palabra que debía ser consoladora le atravesaba como una flecha. ¿Cómo podía nadie amar a Dios, que es un fuego consumidor? El salmo dice: «Sirve al Señor con temor.» ¿Quién, pues, puede amar a un Dios iracundo, justiciero y condenador? ¿Quién puede amar a un Cristo que está sentado sobre un arcoiris, enviando las almas condenadas a las llamas del infierno?

La sola vista de un crucifijo era para Lutero como un rayo. Escapaba, entonces, del iracundo Hijo a la misericordiosa Madre. Apelaba a los Santos, de los cuales había elegido veintiuno como sus patronos especiales, tres para cada día de la semana. Pero de nada valía todo esto, pues, ¿de qué sirve cualquier intercesión si Dios continúa enojado?

La duda definitiva y más devastadora de todas asaltaba también al joven. Quizá ni aun Dios mismo es justo. Este recelo surgió en dos formas, relacionadas con la concepción del carácter y el comportamiento de Dios. Para ambas es fundamental la idea de que Dios es demasiado absoluto para estar condicionado por consideraciones de justicia humana. Los últimos escolásticos, entre los que había sido formado Lutero, pensaban que Dios es tan incondicionado que no está sometido a ninguna ley salvo aquellas de su propia hechura. Él no está obligado a conferir recompensas o las acciones de los hombres, por más meritorias que ellas sean. Normalmente se puede esperar que Dios lo haga, pero no hay ninguna certeza completa. Para Lutero esto significaba que Dios es caprichoso y que el destino del hombre es imprevisible. La segunda concepción era aun más desconcertante, porque sostenía que el destino del hombre está ya determinado, quizás adversamente. Dios es tan absoluto, que nada puede ser contingente. El destino del hombre ha sido decretado desde la creación del mundo, y en gran medida también el carácter del hombre está ya fijado. Esta concepción era tanto más autorizada para Lutero cuanto que había sido expuesta por el fundador de su orden, San Agustín, quien, siguiendo a Pablo, sostenía que Dios había escogido ya algunos vasos para honor y otros para deshonor, independientemente de sus méritos. Los perdidos están perdidos, hagan lo que hicieren; los salvados están salvados, hagan lo que hicieren. Para los que creen que están salvados esto es un consuelo inefable, pero para los que se creen condenados es un tormento horrible.

Lutero exclamaba:

¿Acaso no va contra toda razón natural que Dios, por su propio capricho, abandone a los hombres, los endurezca, los condene, como si se deleitara con los pecados y los tormentos eternos de los desgraciados, El, de quien se dice que tiene tanta misericordia y bondad? Esto parece injusto, cruel e intolerable en Dios, y muchísimos se han escandalizado por esto en todas las edades. ¿Y quién no lo haría? Yo mismo, más de una vez, he sido arrastrado a los propios abismos de la desesperación, hasta el punto de desear no haber sido creado nunca. ¿Amar a Dios? ¡Yo lo odiaba!

La palabra blasfema había sido pronunciada. Y la blasfemia es el pecado supremo porque es una ofensa contra el más excelso de todos los seres, Dios, el augusto. Lutero se lo contó a Staupitz, y su respuesta fue: «Ich verstebe es nicht!»-«¡No comprendo!» ¿Era, pues, Lutero el único que sufría de tales calamidades en todo el mundo? ¿Nunca había pasado Staupitz por tales pruebas? «No -le contestó-, pero creo que la culpa la tienen tu comida y tu bebida.» Evidentemente, sospechaba que Lutero cultivaba sus preocupaciones. La única palabra de seguridad que pudo darle fue recordarle que la sangre de Cristo había sido derramada para la remisión de los pecados. Pero Lutero estaba demasiado obsesionado por el cuadro de Cristo el Vengador para consolarse con el pensamiento de Cristo el Redentor.

Staupitz se puso entonces a buscar alguna cura eficaz para este espíritu atormentado. Reconocía en él a un hombre lleno de celo, sensibilidad religiosa y dotes poco comunes. Era una contrariedad que sus dificultades fueran tan enormes y tan persistentes. Evidentemente, los argumentos y consuelos usuales no le hacían ningún bien. Debía hallarse algún otro camino. Un día, bajo el peral del jardín del claustro agustino -Lutero siempre tuvo predilección por ese peral-, el vicario informó al hermano Martín que debía estudiar para lograr su grado de doctor, para poder predicar y asumir la cátedra de Biblia en la Universidad. Lutero abrió la boca, tartamudeó quince razones por las cuales no podía hacer tal cosa. La suma de todo ello era que tanto trabajo lo ataría. «Muy bien -le contestó Staupitz-, Dios tiene muchísimo trabajo para los hombres inteligentes en el cielo.»

Hacía bien en tartamudear Lutero, pues la proposición de Staupitz era audaz, si no temeraria. Un joven al borde de un colapso nervioso provocado por problemas religiosos iba a ser nombrado maestro, predicador y consejero de almas enfermas, Staupitz le decía prácticamente: «Médico, cúrate curando a los demás.» Debe de haber tenido la convicción de que Lutero era fundamentalmente sano y que si se le confiaba la cura de las almas se sentiría dispuesto, en favor de ellas, a volverse de las amenazas a las promesas, y algo de la gracia que pediría para ellas podría caer también sobre él.

Staupitz sabía también que Lutero podía ser ayudado por la materia que debería enseñar. La cátedra destinada a él era la que Staupitz mismo había ocupado, la cátedra de Biblia. Se está tentado de suponer que él se retiraba discretamente para llevar a ese hermano agonizante a luchar con el libro básico de su religión. Podemos preguntarnos por qué Lutero mismo no había pensado en esto. La razón no es que la Biblia fuese inaccesible, sino que Lutero seguía un curso prescrito y la Biblia no era una asignatura en la educación teológica.

Sin embargo, todo el que busca descubrir el secreto del cristianismo es llevado inevitablemente a la Biblia, porque el cristianismo está basado en algo que sucedió en el pasado: la encarnación de Dios en Cristo es un punto definido de la historia. Y la Biblia registra este suceso.

La experiencia evangélica

Lutero se puso a estudiar y exponer las Sagradas Escrituras. El 1º de agosto de 1513 empezó sus clases sobre el libro de los Salmos. Al terminar el año 1515 estaba dando clases sobre la epístola de Pablo a los Romanos. La epístola a los Gálatas fue tratada en el curso 1516-1517. Estos estudios resultaron ser para Lutero el camino de Damasco. La tercera gran crisis religiosa que resolvió su inquietud fue como una vocecita silenciosa en comparación con el terremoto del primer cataclismo en la tormenta en Stotternheim y el fuego del segundo temblor que lo consumiera al decir su primera misa. Ningún coup de foudre, ninguna aparición celestial, ninguna ceremonia religiosa, precipitó la tercera crisis. El lugar no fue un camino solitario en una tormenta cegadora, ni siquiera el altar sagrado, sino simplemente el estudio en la torre del monasterio agustino. La solución para los problemas de Lutero vino en medio del cumplimiento de la tarea diaria.

Sus primeras clases fueron sobre el libro de los Salmos. Debemos tener presente su método de leer los Salmos y el Antiguo Testamento como un todo. Para él, como para su época, el Antiguo Testamento era un libro cristiano que preanunciaba la vida y muerte del Redentor. La referencia a Cristo se hizo inequívoca cuando llegó al Salmo 22, cuyo primer versículo fuera recitado por Cristo al expirar en la cruz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» ¿Cuál podía ser el significado de esto? Cristo, evidentemente, se había sentido abandonado, desamparado por Dios, dejado de su mano. Cristo también tenía Anfechtungen. La extrema desolación que Lutero decía que no podía soportar más de cinco minutos y vivir, había sido también experimentada por Cristo mismo en la hora de su muerte. Rechazado por los hombres, había sido también rechazado por Dios. ¡Cuánto peor debe de haber sido esto que los azotes, los clavos y las espinas! En el huerto había sudado sangre, lo que no había sucedido en la cruz. El descenso de Cristo a los infiernos no fue otra cosa que este sentimiento de alejamiento de Dios. Cristo había sufrido lo que Lutero sufría, o más bien, en los sufrimientos de Cristo Lutero se encontraba a sí mismo, así como Alberto Durero se representó a sí mismo en su cuadro del Varón de dolores.

¿Por qué tenía que haber conocido Cristo tal desesperación? Lutero sabía perfectamente bien por qué la sufría él mismo: él era débil en presencia del Todopoderoso; él era impuro en presencia del Santísimo; él había blasfemado contra la Divina Majestad. Pero Cristo no era débil; Cristo no era impuro; Cristo no era impío. ¿Por qué, entonces, había sido abrumado en tal forma por la desolación? La única respuesta debía de ser que Cristo tomó sobre sí la iniquidad de todos nosotros. Él, que no tenía pecados, se convirtió en pecado por nosotros, y se identificó con nosotros hasta el punto de participar en nuestro extrañamiento. Él, que era verdaderamente hombre, experimentó en tal forma su solidaridad con la humanidad como para sentirse, junto con el género humano, separado del Santísimo. ¡Qué nueva era esta visión de Cristo! ¿Dónde, pues, está el juez sentado sobre el arco iris para condenar a los pecadores? Continúa siendo el juez. Debe juzgar, así como la verdad juzga al error y la luz a las tinieblas; pero al juzgar sufre con aquellos a quienes debe condenar y se siente como ellos sometidos a la condenación. El juez sobre el arco iris se ha convertido en el desamparado en la cruz.

También hay aquí una nueva visión de Dios. El Terrible es también el Misericordioso. La ira y el amor se funden en la cruz. El horror del pecado no puede ser negado ni olvidado; pero Dios, que no desea que el pecador muera, sino que se convierta y viva, ha encontrado la reconciliación en los tormentos de la amarga muerte. No es que el Hijo, por su sacrificio, haya aplacado la ira del Padre; no es, primordialmente, que el Maestro, con su abnegada bondad, haya suplido nuestra deficiencia. Es que, en alguna forma inexplicable, en la enorme desolación del Cristo desamparado, Dios pudo reconciliar al mundo consigo. Esto no significa que todo el misterio esté aclarado. Dios está todavía cubierto a veces por espesas tinieblas. Casi hay dos Dioses: el Dios inescrutable cuyos caminos no pueden descubrirse y el Dios que se nos ha revelado en Cristo. Continúa siendo el fuego consumidor, pero arde para purgar y corregir y curar. No es un Dios de caprichosos designios, porque la cruz no es la última palabra. Él, que diera su Hijo a la muerte, también lo elevó y nos elevará con Él, si con Él morimos al pecado para elevarnos a una vida nueva.

¿Quién puede comprender esto? La filosofía no está a su altura. Sólo la fe puede captar un misterio tan elevado. Esta es la locura de la cruz que está oculta a los sabios y los prudentes. La razón debe retirarse. Ella no puede comprender que «Dios oculta tu poder en la debilidad, su sabiduría en la necedad, su bondad en la severidad, su justicia en los pecados, su misericordia en la ira.»

¡Cuan sorprendente es que Dios en Cristo haga todo esto; que el Altísimo, el Santísimo, sea también el Amantísimo; que la inefable Majestad se humille y asuma nuestra carne, sujeta al hambre y el frío, a la muerte y la desesperación! Lo vemos yacer en el pesebre de un asno, trabajar en una carpintería, morir como un delincuente bajo los pecados del mundo. El evangelio no es tanto un milagro como una maravilla, y cada línea está impregnada de maravilla.

Lo que Dios hizo por primera vez en Cristo, debe hacerlo también en nosotros. Si aquel que no había hecho ningún mal fue abandonado en la cruz, nosotros, que estamos realmente alejados de Dios, debemos sufrir una profunda herida. No debemos vituperarlo por esta razón, puesto que la herida es para nuestra curación.

El arrepentimiento que se ocupa de pensamientos apacibles es hipocresía. Debe haber en él un gran celo y un profundo dolor si queremos expulsar al hombre viejo. Cuando el rayo cae sobre un árbol o un hombre, hace dos cosas a la vez: primero hiende el árbol y mata súbitamente al hombre; en segundo término, vuelve la cara del hombre muerto y las ramas o el tronco del árbol hacia el cielo. . . Buscamos ser salvados, y a fin de poder salvarnos Dios casi condena. Están condenados los que huyen de la condenación, pues Cristo fue, entre todos los santos, el más condenado y el más desamparado.

La contemplación de la cruz había convencido a Lutero de que Dios no es ni malicioso ni caprichoso. Si, como el samaritano, Dios debe primero verter en nuestras heridas el vino que arde, es para poder usar luego el aceite que suaviza. Pero todavía queda el problema de la justicia de Dios. La ira puede convertirse en misericordia y Dios será tanto mas el Dios cristiano; pero si la justicia se disuelve en lenidad, ¿como puede ser el Dios justo que describen las Escrituras? El estudio del apóstol Pablo resultó de inestimable valor para Lotero en este punto, y al mismo tiempo le enfrentó con el escollo final, porque Pablo habla inequívocamente de la justicia de Dios. Lotero temblaba ante la sola expresión. Sin embargo siguió aferrándose a Pablo, que, era evidente, había agonizado de angustia precisamente sobre su propio problema y encontrado una solución. La luz irrumpió por fin a través del examen de los matices exactos del significado de la lengua griega. Se comprende por qué Lutero no pudo nunca unirse a aquellos que descartaban las herramientas humanistas de la escolástica. En el griego de las epístolas de Pablo, la palabra justicia tiene un doble sentido, que se traduce como «justicia» y «justificadora». El primero es un estricto cumplimiento de la ley, como cuando un juez pronuncia la sentencia apropiada. La justificación es un proceso de especie semejante al que a veces tiene lugar si el juez suspende la sentencia, deja al prisionero en libertad condicional, expresa confianza e interés personal por él y en esa forma inspira tal resolución, que el hombre se regenera y la justicia misma es conservada en última instancia mejor que mediante la extracción de una libra de carne. En forma similar, el mejoramiento moral que resulta de la experiencia cristiana de regeneración, aun cuando no llegue a la perfección, puede ser considerado como una vindicación de la justicia de Dios.

Pero aquí termina toda analogía con lo humano. Dios no condiciona su perdón a la esperanza de futuros cumplimientos. Y el hombre no se reconcilia con Dios por ninguna realización de su parte, ya sea ésta presente o prevista. De parte del hombre, el único requisito es la fe, que significa creer que Dios estaba en Cristo buscando salvarnos; confianza en que Dios mantendrá sus promesas, y sumisión a su voluntad y a sus caminos. La fe no es una realización. Es un don. Pero sólo viene escuchando y estudiando la Palabra. En ese aspecto, la propia experiencia de Lutero se convirtió en normativa. Para todo el proceso de ser convertido en un hombre nuevo, Lutero adoptó la terminología de la «justificación por la fe», de Pablo. Estas son las palabras de Lutero:

Con ardiente anhelo ansiaba comprender la Epístola de Pablo a los Romanos y sólo me impedía una expresión: «la justicia de Dios», pues la interpretaba como aquella justicia por la cual Dios es justo y obra justamente al castigar al injusto. Mi situación era que, a pesar de ser un monje sin tacha, estaba ante Dios como un pecador con la conciencia inquieta y no podía creer que pudiera aplacarlo con mis méritos. Por eso no amaba yo al Dios justo que castiga a los pecadores, sino que más bien lo odiaba y murmuraba contra él. Sin embargo, me así, a Pablo y anhelaba con ardiente sed saber qué quería decir.

Reflexioné noche y día hasta que vi la conexión entre la justicia de Dios y la afirmación de que «el justo vivirá por la fe». Entonces comprendí que la justicia de Dios es aquella por la cual Dios nos justifica en su gracia y pura misericordia.

Desde entonces me sentí como renacido y como si hubiera entrado al paraíso por puertas abiertas de par en par. Toda la Sagrada Escritura adquirió un nuevo aspecto, y mientras antes la «justicia de Dios» me había llenado de odio, ahora se me tornó inefablemente dulce y digna de amor. Este pasaje de Pablo se convirtió para mí en una entrada al cielo…

Si tienes verdadera fe en que Cristo es tu Salvador, ves de inmediato que tienes un Dios lleno de gracia, pues la fe te lleva y te abre el corazón y la voluntad de Dios, para que puedas ver su pura gracia y amor desbordante. El contemplar a Dios por la fe hace ver su paternal y amistoso corazón, en el cual no hay ira ni aspereza. El que ve a Dios iracundo no lo ve corno es debido, sino que ve solamente una cortina, una pantalla, como si se hubiera echado una nube oscura sobre su cara.

Lutero había llegado a una nueva concepción de Cristo y una nueva concepción de Dios. Había llegado a amar al sufriente Redentor y al Dios revelado en el Calvario. Pero, después de todo, ¿eran ellos suficientemente poderosos para liberarlo de todas las huestes del infierno? La cruz había resuelto el conflicto entre la ira y la misericordia de Dios, y a través de Pablo había visto cómo se concilia el perdón de Dios con su justicia, pero, ¿qué decir del conflicto entre Dios y el Demonio? ¿Es Dios el señor de todo, o Él mismo es estorbado por las hordas demoníacas? Hace unos años estos problemas hubieran parecido al hombre moderno meras reliquias del medievalismo y el temor a los demonios hubiera sido disipado sencillamente negando su existencia. En la actualidad, somos víctimas de tantas cosas siniestras, que estamos inclinados a preguntarnos, si no hay quizá fuerzas malignas en los lugares celestes. Todos aquellos que han conocido los tormentos del desequilibrio mental comprenderán la imagen de las manos satánicas que los arrastran a su condenación. La respuesta de Lutero no era científica, sino religiosa. No disipaba a los demonios encendiendo una luz eléctrica, porque para él habían sido puestos en fuga hacía tiempo, cuando se rasgó el velo del templo y tembló la tierra y las tinieblas descendieron sobre la faz de la tierra. Cristo en su enorme angustia había fundido la ira y la misericordia de Dios y puesto en fuga a todas las legiones de Satán.

En los himnos de Lutero puede oírse el paso marcial de los ejércitos, los gritos de batalla y el canto de triunfo.

En las mazmorras del demonio yacía yo encadenado;
Los tormentos de la muerte se cernían sobre mi.
Mi pecado me devoraba noche y día.
En el que mi madre me dio el ser.
Mi angustia se hacía cada vez más grande,
No tenía placer en vivir
Y el pecado me enloquecía.
Luego llegó el Padre perturbado y dolorido
De verme languidecer para siempre.
La Eterna Piedad juró entonces
Salvarme de mi angustia.
Volvió hacia mí su paternal corazón
Y escogió para sí una amarga parte,
Su Muy Amado le costó hacerlo.
Así habló el Hijo: «Aférrate a mí,
Desde ahora en adelante eso harás.
He dado mi propia vida por ti
Y por ti la expondré.
Pues Yo soy tuyo y tú eres mío,
Y donde Yo estoy entrelazando nuestras vidas,
El Viejo Demonio nada puede hacer.»

Páginas: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23