Biografía de Lutero - por Roland Bainton

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Capítulo IV

LA ARREMETIDA

Las nuevas concepciones de Lutero contenían ya la médula de su teología madura. Las ideas salientes fueron presentadas en sus clases sobre los Salmos y la Epístola a los Romanos desde 1513 a 1516. Lo que vino después no fue sino comentarios y afirmación de la teoría para evitar una mala estructuración de la misma. El centro alrededor del cual todos los pétalos se cerraban era la afirmación del perdón de los pecados a través de la absolutamente inmerecida gracia de Dios, hecha posible por la cruz de Cristo, quien reconcilió la ira y la misericordia, puso en fuga a las huestes del infierno, triunfó sobre el pecado y la muerte, y con la resurrección manifestó ese poder que permite al hombre morir al pecado y resucitar a una vida nueva. Esto era, por supuesto, la teología de Pablo ensalzada, intensificada y aclarada. Lutero nunca iría más allá de esos dogmas cardinales.

La evolución posterior consistió más bien, en el sentido positivo, en extraer inferencias prácticas para su teoría de los sacramentos y la Iglesia, y, en el sentido negativo, en el descubrimiento de discrepancias con el catolicismo contemporáneo. Al principio, Lutero no encaró otra reforma que la de la educación teológica, dando mayor importancia a la Biblia que a las decretales y a la escolástica. Por supuesto, esto no implica que fuera indiferente a los males de la Iglesia. En sus notas para las clases sobre la Epístola a los Romanos fustigaba repetidamente la lujuria, avaricia, ignorancia y gula del clero y vituperaba explícitamente la chicanería del papa guerrero Julio II. Sin embargo es dudoso que hayan sido pronunciadas estas diucas, pues nada se dice de ellas en las notas tomadas por los estudiantes en las clases. Lutero, en realidad, se sentía menos impelido que algunos de sus contemporáneos a gritar su protesta contra los abusos inmorales de la Iglesia.

La razón era que estaba demasiado ocupado. En octubre de 1516 escribía a un amigo:

En realidad, necesitaría dos secretarios. Durante todo el día casi no hago más que escribir cartas. Soy predicador conventual, lector en la mesa, predicador parroquial, director de estudios, prior de once conventos, administrador de una piscina de Litzkau, arbitro de un litigio en Torgau, dicto clases sobre Pablo, recopilo material para un comentario sobre los Salmos y, como dije, debo escribir cartas continuamente. Raramente tengo tiempo libre para leer las Horas y decir misa, para no mencionar mis luchas personales con el mundo, el demonio y la carne. Ya veis qué clase de holgazán soy.

Pero precisamente de estos trabajos nacieron sus actividades como reformador.

Como predicador parroquial en una iglesia de aldea era responsable del bienestar espiritual de su rebaño. Ellos procuraban obtener indulgencias como él mismo lo había hecho alguna vez. Roma no era el único lugar donde podían alcanzarse tales favores, pues los papas delegaban en muchas iglesias de la cristiandad el privilegio de dispensar indulgencias, y la Iglesia del Castillo de Wittemberg era beneficiaría de una concesión muy poco usual que aseguraba la completa remisión de todos los pecados. El día elegido para la proclamación era el 1° de noviembre, día de Todos los Santos, cuyos méritos proporcionaban la base de las indulgencias y cuyas reliquias se hallaban entonces en exhibición. Federico el Sabio, Elector de Sajonia, el príncipe de Lutero, era un hombre de simple y sincera piedad que había dedicado toda su vida a hacer de Wittemberg la Roma de Alemania como depositaría de reliquias santas. Había hecho viajes a todas las partes de Europa y las negociaciones diplomáticas fueron facilitadas por un intercambio de reliquias; p. ej., el rey de Dinamarca le había enviado fragmentos del Rey Canuto y Santa Brígida.

La colección tenía como núcleo una espina genuina de la corona de Cristo, de la que se certificaba que había estado clavada en la frente del Salvador. A partir de ese tesoro heredado, Federico aumentó de tal modo la colección, que el catálogo ilustrado por Lucas Cranach en 1509 registraba 5.005 partículas, a las cuales se atribuían indulgencias calculadas para reducir el purgatorio en 1443 años. La colección comprendía un diente de San Jerónimo, cuatro piezas de San Crisóstomo, seis de San Bernardo y cuatro de San Agustín; cuatro cabellos de Nuestra Señora, tres trozos de su manto, cuatro de su cinturón y siete del velo salpicado con la sangre de Cristo. Las reliquias de Cristo comprendían un trozo de sus pañales, trece de su pesebre, una brizna de paja, un trozo de oro traído por los Reyes Magos y tres de mirra, un pelo de la barba de Cristo, un clavo de sus manos, un trozo del pan comido en la Última Cena, un pedazo de la piedra sobre la cual Jesús se paró para ascender a los cielos y un retoño de la zarza ardiente de Moisés. Hacia 1520 la colección de huesos sagrados llegaba a 19.013. Los que miraban las reliquias en el día designado y hacían las contribuciones estipuladas podían recibir del papa indulgencias para la reducción del purgatorio, para sí o para otros, en un período de 1.909.202 años y 270 días. Tales los tesoros al alcance de los fieles el día de Todos los Santos.

En sus sermones del año 1516 Lutero criticó tres veces estas indulgencias. La tercera de estas ocasiones fue la víspera de Todos los Santos. Lutero habló moderadamente y sin seguridad en todos los puntos. Pero en algunos su seguridad era absoluta. Ninguno, declaró, puede saber si la remisión de los pecados es completa, porque la completa remisión es concedida solamente a aquellos que muestran contrición y hacen una confesión perfecta, y nadie puede saber si la contrición y confesión son perfectas. Es temerario afirmar que el papa puede liberar las almas del purgatorio. Si puede hacerlo, es una crueldad no liberar a todas. Pero si posee esta capacidad, está en condiciones de hacer más por los muertos que por los vivos. En todo caso, la compra de indulgencias es muy peligrosa y puede llevar a la complacencia. Las indulgencias sólo pueden remitir las penas particulares impuestas por la Iglesia y pueden fácilmente militar contra la penitencia interior, que consiste en verdadera contrición, verdadera confesión y verdadera reparación en espíritu.

Lutero hace constar que el elector tomó a mal este sermón. Y bien podía hacerlo, porque las indulgencias no sólo servían para dispensar los méritos de los santos, sino también para recoger dinero. Eran la lotería del siglo XVI. Esta práctica nació de las Cruzadas. Al principio, las indulgencias eran concedidas a los que sacrificaban o arriesgaban su vida luchando contra el infiel, y luego fueron extendidas a aquellos que, no pudiendo ir a Tierra Santa, hacían contribuciones para la empresa. El asunto resultó tan lucrativo, que pronto se extendió para cubrir la construcción de iglesias, monasterios y hospitales. Las catedrales góticas fueron financiadas de este modo. Federico el Sabio estaba usando una indulgencia para reconstruir un puente sobre el Elba, No hay que creer que las indulgencias hubieran degenerado en una cosa puramente mercenaria. Los predicadores conscientes trataban de despertar el sentimiento del pecado y es de presumir que sólo aquellos genuinamente preocupados por él las compraban. Sin embargo, la Iglesia actual admite sin reservas que el trafico de indulgencias era un escándalo, tanto, que un predicador de la época resumía los requisitos para obtenerlas a los tres siguientes: contrición, confesión y contribución.

Un grabado de Holbein muestra cómo la entrega de la carta de indulgencia era regulada de modo de no anticipar la caída del dinero en el cofre. Vemos en este grabado una cámara en la que se encuentra el papa en su trono. Probablemente sea León X, porque en las paredes aparecen repetidas las armas de los Medid. El papa está entregando una carta, de indulgencia a un dominico que se encuentra arrodillado. En el coro, a cada lado, están sentados una serie de dignatarios de la Iglesia. A la derecha, uno de ellos pone la mano sobre la cabeza de un joven arrodillado y con un bastón señala un gran cofre de hierro para las contribuciones, en donde una mujer deja caer su óbolo. En la mesa de la izquierda, varios dominicos preparan y dispensan indulgencias. Uno de ellos rechaza a un pordiosero que no tiene nada que dar en cambio, mientras otro cuenta cuidadosamente el dinero y retiene las indulgencias hasta haber recibido toda la cantidad. En contraste, muestra a la izquierda el verdadero arrepentimiento de David, de Manases y un notorio pecador, que se dirigen a Dios. Las indulgencias dispensadas en Wittemberg servían para sostener la iglesia del castillo y la Universidad. El ataque de Lutero, en otras palabras, iba contra las rentas de su propia institución. El primer golpe no era, por cierto, la rebelión de un alemán explotado contra la expoliación de su país por el codicioso papado italiano. Por más que en años posteriores los seguidores de Lutero puedan haber sido impulsados por tales consideraciones, el primer ataque no tenía ese motivo. Era el de un sacerdote responsable de la salud eterna de su rebaño. Debía advertirles contra las trampas espirituales, sin preocuparse por lo que pudiera sucederles a la iglesia del castillo o a la Universidad.

La indulgencia para la basílica de San Pedro

En 1517, al año siguiente, su atención fue reclamada por otro ejemplo del tráfico de indulgencias, preñado de significaciones de largo alcance. El asunto nació de las pretensiones de dominio de la vida eclesiástica y civil de Alemania por parte de la casa de Hohenzollern. La acumulación de beneficios eclesiásticos en una sola familia era un medio excelente para lograr este fin, pues cada obispo controlaba amplios ingresos y algunos obispos eran, además, príncipes. Alberto de Brandemburgo, de la casa de Hohenzollern, cuando todavía no había llegado a la edad para ser obispo, tenía ya las sedes de Halberstadt y Magdeburgo, y aspiraba al arzobispado de Maguncia, lo que lo haría el primado de Alemania.

Sabía que tendría que pagar bien por este puesto. Los gastos de instalación eran de diez mil ducados, y la parroquia no podía afrontarlos, pues había quedado exhausta con la muerte de tres arzobispos en una década. Uno de ellos se disculpaba por morir al cabo de sólo cuatro años, pues con ello cargaba a sus feligreses con el pago de los derechos de su sucesor. La diócesis ofreció el puesto a Alberto si él mismo pagaba los derechos. Alberto se daba cuenta de que el papa le cobraría, además, por la irregularidad de tener tres diócesis a la vez, y quizá algo más para contrarrestar la presión de la casa rival, los Habsburgo, sobre el papado.

Pero Alberto confiaba en que el dinero hablaría, porque el papa lo necesitaba muchísimo. El pontífice era en ese momento León X, de la casa de los Medid, tan elegante e indolente como un gato persa. Su principal distinción consistía en su capacidad para derrochar los recursos de la Santa Sede en carnavales, guerras, juegos y cacerías. No permitía que los deberes de su sagrado oficio se interpusieran en la práctica de los deportes. Usaba altas botas cazadoras que impedían que se le besara el dedo del pie. Los recursos de tres papados fueron disipados por su disolución: los bienes de sus predecesores, los suyos y los de su sucesor. El historiador católico Ludwig von Pastor declaró que la ascensión de este hombre a la cátedra de San Pedro en una hora de crisis, «un hombre que ni siquiera entendía las obligaciones de su elevado oficio, fue una de las más severas pruebas a que Dios sometiera jamás a su Iglesia».

En ese momento León estaba especialmente necesitado de fondos para completar un proyecto empezado por su predecesor: la construcción de la nueva basílica de San Pedro. La antigua basílica de madera, construida en la época de Constantino, había sido condenada y el titánico papa Julio II había intimado al consistorio a que aprobara el grandioso proyecto de erigir una cúpula tan grande como el Panteón sobre los restos de los apóstoles Pedro y Pablo. Los cimientos fueron echados; Julio murió; la obra se retrasaba; crecían malezas en las columnas. León tomó posesión de su cargo; necesitaba dinero.

Las negociaciones de Alberto con el papado fueron conducidas con la mediación de la casa de banca alemana de los Fugger, que tenía el monopolio de las finanzas papales en Alemania. Cuando la Iglesia necesitaba fondos adelantados sobre sus rentas, los tomaba prestados a intereses usurarios de los Rothschild o los Morgan del siglo XVI. Se entregaban indulgencias para pagar las deudas, y los Fugger supervisaban su recolección. Conociendo el papel que, en última instancia, estos banqueros desempeñarían, Alberto recurrió a ellos para las negociaciones iniciales. Se le informó que el papa pedía doce mil ducados, por los doce apóstoles. Alberto ofreció siete mil, por los siete pecados capitales. Transigieron en diez mil, aunque no ha de haber sido por los diez mandamientos. Alberto debía pagar antes de conseguir su designación, y tomó prestada la suma de los Fugger. Entonces el papa, para que Alberto pudiera reembolsarse esta suma, le concedió el privilegio de dispensar una indulgencia en sus territorios por un período de ocho años. La mitad de las ganancias, además de los diez mil ducados ya pagados, irían al papa para la construcción de la nueva San Pedro; la otra mitad iría a reembolsar a los Fugger.

Estas indulgencias no fueron ofrecidas realmente en la parroquia de Lutero, porque la Iglesia no podía introducir una indulgencia sin el consentimiento de las autoridades civiles, y Federico el Sabio no iba a permitir su venta en sus tierras porque no deseaba que la indulgencia de San Pedro compitiera con las indulgencias de Todos los Santos. En consecuencia, los vendedores no entraron en el electorado de Sajonia, pero llegaron lo suficientemente cerca como para que los feligreses de Lutero pudieran cruzar la frontera y volver con las mas sorprendentes concesiones.

En las instrucciones a los vendedores, Alberto alcanzó el pináculo de las pretensiones en lo que respecta a los beneficios espirituales que concederían las indulgencias. No hada ninguna referencia a la devolución de su deuda a los Fugger. Las instrucciones declaraban que Su Santidad el papa León X había proclamado una indulgencia plenaria para solventar los gastos que exigía el remediar el triste estado de los santos apóstoles Pedro y Pablo y los innumerables mártires y santos cuyos huesos yacían convirtiéndose en polvo, sometidos a una constante profanación por la lluvia y el granizo. Los compradores gozarían de una plenaria y perfecta remisión de todos los pecados. Serían devueltos al estado de inocencia de que gozaran en el bautismo y aliviados de todas las penas del purgatorio, incluso aquellas en que incurrieran por una ofensa a la Divina Majestad. Los que buscaran indulgencias a favor de los muertos que ya estaban en el purgatorio no necesitaban estar contritos y confesar sus pecados.

Por lo tanto -continuaban diciendo las instrucciones-, que la cruz de Cristo y las armas del papa sean plantadas en los puntos de predicación para que todos puedan contribuir de acuerdo a su capacidad. Reyes y reinas, arzobispos y obispos y otros grandes príncipes debían dar veinticinco florines de oro. Los abades, los prelados de catedrales, los condes, barones y otros grandes nobles y sus esposas eran tasados en veinte. Otros prelados y nobles de menor escala debían dar seis. La tarifa para burgueses y comerciantes era de tres. Para los de menores recursos, de uno.

Y como no estamos menos inquietos por la salvación de las almas que por la construcción de este edificio, nadie se irá con las manos vacías. El hombre muy pobre puede contribuir con oraciones y ayunos, pues el Reino de los Cielos pertenece no sólo al rico sino también al pobre.

La proclamación de esta indulgencia fue confiada al dominico Tetzel, vendedor experimentado. Cuando se acercaba a una ciudad, era recibido por los dignatarios, quienes luego entraban con él en solemne procesión. Una cruz con las armas papales le precedía, y la bula de indulgencia del papa era llevada en alto sobre un almohadón de terciopelo bordado en oro. La cruz era plantada solemnemente en el mercado, y empezaba el sermón:

Escuchad: Dios y San Pedro os llaman. Pensad en la salvación de vuestras almas y las de vuestros queridos difuntos. Vos sacerdote, vos noble, vos mercader, vos doncella, vos matrona, vos joven, vos anciano, entrad ahora en vuestra iglesia, que es la Iglesia de San Pedro. Visitad la santísima cruz erigida ante vos y que siempre os implora. ¿Habéis considerado que estáis azotados por una furiosa tempestad en medio de las tentaciones y peligros del mundo, y que no sabéis si podréis alcanzar el puerto, no para vuestro cuerpo mortal, sino para vuestra alma inmortal? Considerad que todos los que se hayan arrepentido y se hayan confesado y hayan pagado su óbolo recibirán completa remisión de todos sus pecados. Escuchad las voces de vuestros amados parientes y amigos muertos, que os imploran y dicen: «¡Tened piedad de nosotros! ¡Tened piedad de nosotros! Estamos en un terrible momento del cual podéis liberarnos con una dádiva diminuta.» ¿No deseáis hacerlo? Abrid vuestros oídos. Escuchad al padre diciendo a su hijo, a la madre diciendo a su hija: «Te hemos dado el ser, alimentado, educado; te hemos dejado nuestra fortuna, y tú eres tan cruel y duro de corazón que no estás dispuesto a hacer tan poco para liberarnos. ¿Vas a dejarnos aquí entre las llamas? ¿Vas  a retardar nuestra gloria prometida?» Recordad que podéis liberarlos, pues en cuanto suena la moneda en el cofre el alma salta del purgatorio.
¿No queréis, entonces, por un cuarto de florín, recibir esta bula de indulgencia por intermedio de la cual podéis llevar a un alma divina e inmortal a la patria del paraíso?

Estas arengas no se escuchaban en Wittemberg debido a la prohibición de Federico el Sabio, pero Tetzel estaba inmediatamente al otro lado de la frontera, no tan lejos que los feligreses de Lutero no pudieran hacer el viaje y volver con los perdones. Hasta decían que Tetzel afirmaba que las indulgencias papales podían absolver a un hombre que hubiera violado a la Madre de Dios, y que la cruz blasonada con las armas papales erigida por los vendedores de indulgencias era igual a la cruz de Cristo. Un grabado publicado algo más tarde por uno de los seguidores de Lutero mostraba a la cruz vacía de todo, salvo los agujeros de los clavos y la corona de espinas. Más prominentes, a su lado, se levantaban las almas papales con los globos de los Media, mientras que en el primer plano el vendedor pregonaba sus mercancías.

Las noventa y cinco tesis

Esto era demasiado. Nuevamente, en la víspera de Todos los Santos, cuando Federico el Sabio ofrecería sus indulgencias, Lutero habló, pero esta vez por escrito, colocando en la puerta de la iglesia del castillo, según la práctica corriente, un cartel impreso en latín conteniendo noventa y cinco tesis para debate. Es probable que en ese momento Lutero no conociera todos los sórdidos detalles de la transacción de Alberto. Debe de haber sabido que Alberto obtendría la mitad de las ganancias, pero dirigió su ataque solamente contra el famoso sermón de Tetzel y las instrucciones impresas de Alberto, que evidenciaban el summum del desenfreno en las pretensiones en cuanto a la eficacia de las indulgencias. Sixto IV, en 1476, había prometido inmediata liberación de las almas del purgatorio, de modo que el versito de Tetzel descansaba en la autoridad papal. Y León X en 1513 había prometido a los cruzados la remisión plenaria de todos los pecados y reconciliación con el Altísimo. Alberto reunió las anteriores pretensiones y además dispensó explícitamente de la contrición a aquellos que compraran para los muertos en el purgatorio.

Las Tesis de Lutero diferían de las proposiciones comunes para debate porque habían sido forjadas con ira. Las noventa y cinco afirmaciones son vigorosas, atrevidas, absolutas. En la discusión subsiguiente explicó su significado más plenamente. El resumen siguiente está sacado de las Tests y también de las subsiguientes explicaciones. Había tres puntos principales: una obje- ción al destino confesado del dinero, una negación de los poderes del papa sobre el purgatorio, y una consideración de la salud del pecador.

El ataque se concentraba primero en el intento ostensible de gastar el dinero en cobijar los huesos de San Pedro debajo de un santuario universal de la cristiandad, Lutero replicaba:

Los recursos de toda la cristiandad son devorados por esta insaciable basílica. Los alemanes se ríen de que se llame a propiedad común de la cristiandad. Pronto todas las iglesia palacios, murallas y puentes de Roma se construirán con nuestro dinero. Primero debemos mantener templos vivientes, luego las iglesias parroquiales, y por último de todo la basílica de San Pedro, que resulta inútil para nosotros. Nosotros, los alemanes, no podemos asistir a San Pedro. Mejor sería que nunca se la construyera y que no se desmoronaran nuestras iglesias parroquiales. El papa haría mejor en designar un buen párroco, así fuera para una sola iglesia, que conferir indulgencias a todas ellas. ¿Por qué no construye el papa la basílica de San Pedro de su propio peculio? Es más rico que Creso. Mejor haría en vender la basílica de San Pedro y dar el dinero a las pobres gentes que han sido esquilmadas por los traficantes de indulgencias. Si el papa conociera las exacciones de estos traficantes, preferiría que la basílica se redujera a cenizas antes que fuera construida con la sangre y la piel de sus ovejas.

La polémica despertaría un profundo Ja wohl entre los alemanes, quienes por un tiempo habían estado sufriendo de un sentimiento de agravio contra la venalidad de la curia italiana y a menudo pasaban completamente por alto la venalidad de los confederados alemanes. Lutero mismo fue llevado a esta tergiversación aceptando el cuadro presentado por Alberto de que todo el dinero iba a Roma en vez de a los cofres de los Fugger. Sin embargo, en cierto sentido la descripción de Alberto era correcta. A él solamente le sería reembolsado el dinero que ya había ido a Roma. En todo caso, sin embargo, el aspecto financiero era el de menor importancia a los ojos de Lutero. Estaba dispuesto a cortar con toda la práctica aun cuando ni un florín saliera de Wittemberg.

El segundo punto negaba el poder del papa sobre el purgatorio para la remisión ya sea del pecado o de la pena. La absolución del pecado es dada al contrito en el sacramento de la penitencia.

Las indulgencias papales no quitan la culpa. Desconfía de aquellos que dicen que las indulgencias traen la reconciliación con Dios. El poder de las llaves no puede convertir la atrición en contrición. El que está arrepentido tiene plena remisión de la culpa y la pena sin indulgencias. El papa puede condonar solamente las penas que él mismo haya impuesto en la tierra, pues Cristo no dijo: «Lo que yo ate en el cielo podrás desatarlo en la tierra.»

El papa no puede reducir las penas del purgatorio porque han sido impuestas por Dios, y el papa no tiene a su disposición un tesoro de créditos disponible para una transferencia.

Los santos no tienen méritos sobrantes. Cada santo está obligado a amar a Dios de todo corazón. Entonces no existe supererogación. Si hubiera algún mérito sobrante, no podría ser almacenado para uso ulterior. El Espíritu Santo los hubiera usado por completo hace mucho tiempo. Cristo tenía por cierto méritos, pero hasta que se me convenza con mejores pruebas niego que ellos sean indulgencias. Sus méritos son libremente alcanzables sin las llaves del papa.

Por tanto sostengo que el papa no tiene poder sobre el purgatorio. Estoy dispuesto a rectificar este juicio si la Iglesia así lo decide. Si el papa tiene realmente el poder de liberar a cualquiera del purgatorio, ¿por qué, en nombre del amor, no suprime el purgatorio liberándolos a todos? Si por vil dinero ha liberado a incontables almas, ¿por qué, en nombre del más santo amor, no vacía todo el lugar? Un papa anterior dijo que la pretensión de poder liberar las almas del purgatorio es una temeridad. Decir que son liberadas en cuanto la moneda resuena en el cofre es incitar a la codicia. El papa haría mejor en regalar todo sin pago. El único poder que tiene el papa sobre el purgatorio es el de orar por las almas, y este poder es ejercicio por cualquier sacerdote o cura en su parroquia.

Hasta aquí el ataque de Lutero no podría ser considerado, en ningún sentido, como herético u original. Aun cuando las instrucciones de Alberto se apoyaban en bulas papales, no se había producido todavía un pronunciamiento definitivo, y muchos teólogos habrían respaldado las exigencias de Lutero.

Pero todavía quedaba algo más devastador que decir:

Las indulgencias son verdaderamente perjudiciales para el que las recibe porque impiden su salvación apartándolo de la caridad y despertando un falso sentimiento de seguridad. A los cristianos se les debe enseñar que aquel que da limosna al pobre es mejor que el que recibe una indulgencia. El que gasta su dinero en indulgencias en vez de aliviar la miseria no recibe la indulgencia del papa, sino la ira de Dios. Se nos dice que el dinero debe ser dado de preferencia al pobre solamente en caso de extrema necesidad. Eso suena como si no debiéramos vestir al desnudo ni visitar al enfermo. ¿Qué es extrema necesidad? ¿Por qué, me pregunto, la caridad natural tiene tal bondad que da espontáneamente y no discute la necesidad, sino que más bien trata de que no se produzca tal necesidad? Y el amor de Dios, que es incomparablemente más bondadoso, ¿no hará nada semejante? ¿Acaso dijo Cristo: «Que el que tenga una capa la venda y compre una indulgencia»? El amor cubre multitud de pecados y es mejor que todas las indulgencias de Jerusalén y Roma.

Las indulgencias son sumamente perniciosas porque inducen a la arrogancia y con ello ponen en peligro la salvación. Están condenadas las personas que creen que las bulas de indulgencia pueden asegurarles la salvación. Dios obra por medio de contrastes, de modo que un hombre se siente perdido precisamente en el momento en que es salvado. Si Dios quiere justificar a un hombre, lo condena. Si quiere vivificar, debe matar antes. La gracia de Dios se muestra en forma de ira, de modo que parece estar más lejos cuando está al alcance de la mano. El hombre debe exclamar primero que no hay nada bueno en él. Debe ser consumido por el terror. Estas son las penas del purgatorio. Yo no sé dónde se encuentra, pero sí sé que puede ser experimentado en esta vida. Conozco a un hombre que ha sufrido tales tormentos, que si hubieran durado un décimo de una hora lo hubieran reducido a cenizas. En esta angustia empieza la redención. Cuando un hombre se cree completamente perdido, se hace la luz. La paz viene en la palabra de Cristo a través de la fe. El que no la tiene está perdido, aunque sea absuelto un millón de veces por el papa, y el que la tiene no desea ser liberado del purgatorio, pues la verdadera contrición busca y ama la pena. A los cristianos debe alentárselos a llevar la cruz. El que ha sido bautizado en Cristo debe ser como una oveja para el sacrificio. Los méritos de Cristo son infinitamente más poderosos cuando traen la cruz que cuando llevan remisiones.

Las Noventa y cinco tesis de Lutero van desde las quejas de los agraviados alemanes a los gritos de un luchador en las vigilias nocturnas. Una parte exigía alivio financiero, la otra exigía la crucifixión del yo. Las masas podían aprehender lo primero. Solamente unos pocos espíritus elegidos comprenderían la plena importancia de lo segundo, y sin embargo en ello reside el poder para crear una revolución popular. Durante más de un siglo había habido clamores contra la extorsión económica, sin resultados visibles. Los hombres fueron impulsados a la acción solamente por alguien que consideraba a las indulgencias no meramente como venales, sino como una blasfemia contra la santidad y la misericordia de Dios.

Lutero no tomó ninguna medida para difundir sus tesis entre el pueblo. Meramente invitaba a los eruditos a disputar y a los dignatarios a definir, pero hubo quienes tradujeron subrepticiamente estas tesis al alemán y las dieron a la imprenta. Al poco tiempo se convirtieron en la comidilla de Alemania. Lo que Karl Barth dijo de su propio surgimiento inesperado como reformador, podría decirse igualmente de Lutero: que era como un hombre trepando en la oscuridad una escalera de caracol en la torre de una antigua catedral. En las tinieblas logró enderezarse y su mano asió una cuerda: su asombro fue enorme al escuchar el tañido de una campana.

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