Biografía de Lutero - por Roland Bainton

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Capítulo XX

LA IGLESIA MINISTERIAL

Distinguido por igual en la traducción de la Biblia, la composición del catecismo, la reforma de la liturgia y la creación del himnario, Lutero era igualmente grande en los sermones predicados desde el pulpito, las clases dadas en el aula y las oraciones pronunciadas en el «aposento alto». Su versatilidad es verdaderamente sorprendente. Nadie en su propia generación era capaz de rivalizar con él.

La predicación

La Reforma dio un lugar central al sermón. El pulpito estaba más alto que al altar, pues Lutero sostenía que la salvación se alcanza a través de la Palabra y sin la Palabra los elementos carecen de calidad sacramental; pero la Palabra es estéril si no se la pronuncia. Todo esto no es decir que la Reforma inventó la predicación. En el siglo anterior a Lutero, para su sola provincia de Westfalia se habían impreso diez mil sermones, y aunque existen solamente en latín, se los predicaba en alemán. Pero la Reforma exaltó realmente el sermón. Todos los planes educativos descritos en el capítulo anterior encontraron su más alta aplicación en el pulpito. Los reformadores de Wittemberg emprendieron una extensa campaña de instrucción religiosa por medio del sermón. Los domingos había tres servicios públicos: de cinco a seis de la mañana sobre las Epístolas de Pablo; de nueve a diez sobre los Evangelios, y por la tarde, a una hora variable, una continuación del tema de la mañana o sobre el catecismo. La iglesia no se cerraba durante la semana, sino que los lunes y martes había sermones sobre el catecismo, los miércoles sobre el Evangelio de Mateo, los jueves y viernes sobre las Epístolas apostólicas y las tardes del sábado sobre el Evangelio de San Juan. No era un solo hombre el que cargaba con toda esta tarea. Había un cuerpo de clérigos, pero la participación de Lutero era prodigiosa. Incluyendo las devociones familiares, a menudo hablaba cuatro veces los domingos, y trimestralmente emprendía una serie de clases de dos semanas, cuatro veces por semana, sobre el catecismo. La suma de sus sermones existentes es de 2.300. La mayor cantidad corresponde al año 1528, en que pronunció 195 sermones distribuidos en 145 días.

Su preeminencia en el pulpito deriva en parte de la seriedad con que miraba el oficio de predicador. La tarea del ministro es exponer la Palabra en la cual solamente se halla cura para las heridas de la vida y el bálsamo de la eterna beatitud. El predicador debe morir diariamente por la preocupación de no descarriar a su rebaño. A veces desde el pulpito Lutero confesaba que alegremente, como el sacerdote y el Levita de la parábola, pasaría por otro lado. Pero se repetía a sí mismo constantemente el consejo que habría dado un predicador desalentado, que se quejaba de que la predicación era una carga, que sus sermones eran siempre cortos y que hubiera sido mejor permanecer en su anterior profesión. Lutero le dijo:

Si Pedro y Pablo estuvieran aquí, os reprenderían porque queréis ser de golpe tan perfecto como ellos. Arrastrarse es algo, aun cuando uno no pueda caminar. Que cada uno haga lo mejor que pueda. Si no podéis predicar una hora, entonces predicad media hora o un cuarto de hora. No tratéis de imitar a otras personas. Haceos cargo simplemente de lo que importa, y dejad el resto a Dios. Mirad solamente su honra y no busquéis el aplauso de los hombres. Rogad a Dios que ponga sabiduría en nuestra boca y dé oídos a vuestros oyentes. Podéis creerme que la predicación no es obra humana. Yo que soy viejo [tenía cuarenta y ocho años] y experimentado, me asusto cada vez que tengo que predicar. Con toda seguridad experimentaréis tres cosas: si tenéis un borrador especialmente bueno, se hará agua. En segundo lugar: si desesperáis por completo del borrador Dios hará que prediquéis excelentemente lo que gusta a los oyentes; pero vos mismo no quedaréis satisfecho. Y en tercer lugar, cuando de antemano hayáis sido incapaz de preparar nada, predicaréis aceptablemente para vuestros oyentes y para vos mismo. Entonces rogad a Dios y dejad todo lo demás en sus manos.

Los sermones de Lutero seguían el curso prescrito por el año cristiano y las lecciones asignadas por la larga costumbre a cada domingo. En este campo no hizo innovaciones. Como comúnmente solía hablar en el servicio de las nueve, sus sermones se refieren en su mayor parte a los Evangelios más que a sus Epístolas favoritas de Pablo. Pero el texto nunca le importaba demasiado. Si no tenía ante sí las palabras de Pablo: «El justo vivirá por la fe», podía fácilmente extraer el mismo punto del ejemplo del paralítico del Evangelio, cuyos pecados fueron perdonados antes de ser curada su enfermedad. Año tras año predicaba sobre los mismos pasajes y sobre los mismos grandes hechos: Adviento, Navidad, Epifanía, Cuaresma, Pascua, Pentecostés. Si ahora leemos sus sermones a través de treinta años sobre un mismo tema, resulta sorprendente la frescura con que cada año iluminaba algún aspecto nuevo. Cuando se tiene la impresión de que esta vez no hay nada asombroso, viene un relámpago. Está narrando la traición a Jesús. Judas devuelve las treinta monedas de plata con las palabras: «He traicionado la sangre inocente», y el sacerdote responde: «¿Qué nos importa eso a nosotros?» Lutero comenta que no hay soledad cómo la soledad del traidor porque aun sus confederados no le tienen simpatía. Los sermones abarcan todos los temas, desde la sublimidad de Dios hasta la gula de una cerda. Las conclusiones eran a menudo bruscas porque el sermón era seguido por los anuncios, frecuentemente tan largos como el sermón porque todos los sucesos de la semana siguiente eran explicados con exhortaciones apropiadas o inapropiadas, y castigos. Unas pocas muestras de los sermones y anuncios bastarán.

El primer ejemplo muestra cómo pasaba directamente del sermón a los anuncios. Las dificultades financieras a que se refiere no habían sido solucionadas con la intervención del príncipe y, por lo tanto, cada miembro de la congregación debía dar cuatro peniques. Lutero señala que él, personalmente, no ha sido afectado porque, como profesor universitario, recibe su estipendio del príncipe. Los siguientes extractos están, por supuesto, muy condensados:

El sermón del 8 de noviembre de 1528 fue sobre el señor que perdonó a su criado. Este señor, dijo Lutero, simboliza el Reino de Dios. El criado no fue perdonado por haber perdonado antes a su compañero. Al contrario, recibió el perdón antes de haber hecho nada acerca de su compañero. Quien quiera ser cristiano debe tener dos clases de perdón: el primero es el que recibimos de Dios; el segundo es el que nosotros ejercemos no guardando ningún mal sentimiento hacia nadie en la tierra. Pero no debemos pasar por alto que hay dos órdenes: el mundano y el espiritual. El príncipe no puede ni debe perdonar porque tiene una administración diferente de la de Cristo, que reina sobre corazones quebrantados y rotos. El emperador gobierna sobre truhanes que no reconocen sus pecados y se burlan y llevan altas sus cabezas. Por esto el emperador lleva una espada, símbolo de sangre y no de paz. Pero el reino de Cristo es para las conciencias angustiadas; ahí se dice: «Sé libre; no te pido una sola moneda, solamente esto: ve y haz lo mismo por tu prójimo.» El señor de la parábola no dice al criado: ve y funda un monasterio, sino simplemente que tenga compasión de sus compañeros.

Pero ahora, ¿qué os diré, wittemburgueses? Sería mejor que os predicara ahora el Sacbsenspiegel [espejo de Sajonia, antiguo código sajón]. Queréis ser cristianos y al mismo tiempo practicar la usura, el robo y el hurto. ¿Cómo esperáis recibir perdón vosotros, que estáis tan sumergidos en los pecados? En este caso se aplica la espada del emperador, pero mi sermón es para los corazones quebrantados que sienten sus pecados y no tienen paz. Basta de este Evangelio.

Esta es la semana de la colecta para la iglesia. Estoy enterado de que no deseáis dar nada. Vosotros, gentes desagradecidas, deberíais avergonzaros. Vosotros, wittemburgueses, habéis sido aliviados de las escuelas y hospitales, que han sido tomadas por el tesoro común, y ahora queréis saber por qué se os pide que deis cuatro peniques. Son para los ministros, maestros de escuela y sacristanes. Los primeros trabajan para vuestra salvación, os predican el precioso tesoro del Evangelio, administran los sacramentos y os visitan con gran riesgo personal en las pestes. Los segundos enseñan a la juventud, pues la colectividad precisa concejales, jueces y pastores. Los terceros cuidan de los pobres. Hasta ahora el tesoro común cuidó de ellos, y ahora que se os pide dar cuatro miserables peniques alzáis los brazos al cielo. ¿Qué quiere decir esto, sino que preferís que no se os predique el Evangelio, que no se enseñe a los niños, que no se ayude a los pobres? No lo digo por mí mismo. Yo no recibo nada de vosotros. Yo soy el pordiosero de mi gracioso señor el príncipe. No poseo ni un palmo de tierra y no dejaré a mi mujer y mis hijos ni un solo penique. Pero gozanre con mayor alegría de mi pobreza que vosotros de vuestra riqueza y abundancia. Casi me arrepiento de haberos liberado de los tiranos y los papistas. Sois bestias ingratas, no sois dignos del tesoro del Evangelio. Si no mejoráis, dejaré de predicar, pues es como echar perlas a los cerdos.

Y otra cosa: los novios que vienen para la bendición nupcial deben venir temprano. Hay horas establecidas: en verano, por la mañana a las ocho y por la tarde a las tres; en invierno por la mañana a las nueve y por la tarde a las dos. En cuanto a los que lleguen más tarde me reservo el derecho de bendecirlos yo mismo; pero no me lo agradecerán. Y los invitados deberán prepararse con tiempo para la boda y no hacer que el joven Ganso espere a la señora Pata.

El 10 de enero de 1529 la lección era sobre las bodas de Cana de Galilea. Este pasaje, decía Lutero, está escrito en honor del matrimonio. Hay tres estados: matrimonio, virginidad y viudez. Todos son buenos. Ninguno debe ser despreciado. La virgen no debe ser estimada por encima de la viuda ni la viuda por encima de la esposa, así como el sastre no debe ser estimado por encima del carnicero. Pero no hay ningún estado al que el demonio se oponga tanto como al del matrimonio. Los clérigos no han querido molestarse con el trabajo y las preocupaciones que implica. Tienen miedo de una mujer regañona, de hijos desobedientes, de la servidumbre díscola; de que muera aquí una vaca, allá un cerdo. Sin duda es mejor estar libre de sinsabores y dormir hasta que el sol brille sobre la cama. Nuestros antepasados sabían esto y decían: «Querido hijo, hazte cura o monje y pásalo bien.» He oído a personas casadas decir a los monjes: «Vosotros lo tenéis todo fácil, pero nosotros, cuando nos levantamos, no sabemos dónde encontrar nuestro pan.» El matrimonio es una pesada cruz porque son muchísimos los cónyuges que se pelean. Es una gracia de Dios cuando están de acuerdo. Por eso las Sagradas Escrituras enumeran como maravillas: la concordia entre los hermanos, el amor entre los prójimos, y marido y mujer bien unidos entre sí.» (Eclesiástico 25: 1 y sigs.) Cuando veo una pareja así me alegro como si estuviera en un jardín de rosas. Es un caso raro.

Sermón sobre la Navidad

Lutero está en sus mejores momentos y en su forma más característica en sus sermones de Navidad. El relato parece completamente simple, pero a modo de preparación se ha adentrado en las interpretaciones del relato que hicieron Agustín, Bernardo, Taulero y Ludovico de Sajonia, autor de una vida de Cristo. En todo lo que le había antecedido infundía Lutero las profundidades de su teología y lo vitalizaba con su gráfica imaginación. He aquí un ejemplo:

El Evangelio es tan claro que no necesita muchas interpretaciones. Sólo requiere que lo miremos y contemplemos y que lo dejemos penetrar hasta lo más hondo de nuestro corazón. Sólo aprovecha a los que, aquietando su corazón, se olvidan de todas las cosas y sólo ponen la atención en sus páginas. Es como el sol sobre las aguas quietas: vemos sus reflejos y nos calienta. Mas el sol, sobre las aguas agitadas, no se ve, y tampoco nos calienta. Si queréis, pues, iluminación y calor, la gracia divina y sus milagros; si queréis tener el corazón ardiente, alumbrado, devoto y alegre, id allí donde encontráis quietud y las imágenes penetran en vuestro corazón, y hallaréis milagro sobre milagro.

¡Cuan sencilla y simplemente tienen lugar en la tierra los sucesos que tan ensalzados son en el cielo! En la tierra sucedió de esta guisa: Había una pobre y joven esposa, María de Nazareth, entre los moradores más pobres de la aldea, tan poco estimada que nadie se dio cuenta de la gran maravilla que ella llevaba. Era callada, no se vanagloriaba, sino que servía a su marido, José, pues no tenían ni sirvienta ni mozo. Ellos simplemente abandonaron su casa. Quizá tenían un asno para que María cabalgara, aunque los evangelios no dicen nada acerca de él, y bien podemos suponer que fuera a pie. El viaje era, por cierto, de más de un día desde Nazareth de Galilea hasta Belén, en el país judío que se halla al otro lado de Jerusalén. José había pensado: «Cuando lleguemos a Belén estaremos entre parientes y podremos pedir prestado todo.» ¡Buena idea! Ya era bastante malo que una joven desposada, casada hacía solamente un año, no pudiera tener su hijo en Nazareth en su propia casa y tuviera que hacer todo ese viaje de tres días estando encinta. ¡Cuánto peor aun el que cuando llegara no hubiera lugar para ella! La posada estaba llena. Nadie quiso ceder su habitación a una mujer embarazada. Tuvo que ir a un establo y allí dar a luz al Hacedor de todas las criaturas a quien nadie quería hacer lugar. ¡Qué vergüenza, malvado Belén, habría que haber pegado fuego a esa posada! Pues aun cuando la virgen María hubiera sido una pordiosera o no hubiera estado casada, todos en ese momento deberían haberse alegrado de poder prestarle ayuda. Hay muchos de vosotros en esta congregación que pensáis: «¡Si yo hubiera estado allí! ¡Cuan pronto hubiera estado para ayudar al Niño! Le hubiera lavado los pañales. ¡Ojalá yo hubiese tenido la suerte, como los pastores, de ver al Señor yaciendo en el pesebre!» Sí, ahora lo haríais, porque conocéis la grandeza de Cristo, pero en aquel entonces no os hubierais comportado mejor que la gente de Belén. ¡Qué pueriles y tontos pensamientos son ésos! ¿Por qué no lo hacéis ahora? Tenéis a Cristo en vuestro prójimo. Debéis servirlo, pues lo que hacéis en favor de vuestro prójimo necesitado lo hacéis al Señor Jesucristo mismo. El nacimiento fue aun más lastimoso. Nadie se compadeció de esa joven esposa que daba a luz a su primogénito; nadie la atendió; nadie reparó en su vientre grávido; nadie se dio cuenta de que en ese extraño lugar no tenía la menor cosa necesaria para un parto. Allí estaba sin nada preparado: sin luz, sin fuego, en plena noche, sola en la oscuridad. Nadie le prestó la ayuda habitual. Todos están beodos y alegres en la posada, un pulular de huéspedes de todas partes, de modo que nadie se ocupa de esa mujer. También creo que ella misma no se había percatado que su alumbramiento estaba tan próximo; si no, se hubiera quedado en Nazareth. Y podéis imaginar qué clase de paños pueden haber sido aquellos en que lo envolvió. Quizás su velo, pero no por cierto los pantalones de José, que ahora se exhiben en Aquisgrán.

Pensad, mujeres, que allí no había nadie para bañar al Niño. Nada de agua caliente, ni siquiera fría. Ningún fuego, ninguna luz. La madre tuvo que ser ella misma comadrona y criada. El frío pesebre fue cama y baño. ¿Quién enseñó a la pobre muchacha lo que debía hacer? Nunca antes había tenido un hijo. Me maravilla que el pequeñuelo no muriera de frío. No hagáis de María una piedra. Pues cuanto más altas están las gentes en el favor de Dios, tanto más frágiles son.

Cuando meditamos, pues, sobre el Evangelio del Nacimiento, hay que imaginar que todo sucedió del mismo modo que con nuestros hijos. Contemplad a Cristo yaciendo en el regazo de su joven madre. ¿Qué cosa puede ser más dulce que el Niño, qué más encantador que su Madre? ¿Qué cosa más hermosa que su juventud? ¿Qué cosa más tierna que su virginidad? Mirad al Niño, ¡cuan inocente es! Sin embargo, todo lo que existe le pertenece, para que vuestra conciencia no le tema sino que busque consuelo en él. No dudéis. Para mí no hay mayor consuelo dado a la humanidad que éste, que Cristo se convirtiera en hombre, en un niño, un infante que jugaba en el regazo y en el pecho de su graciosísima Madre. ¿A quién no reconforta esta visión? Ahora ya está vencido el poder del pecado, de la muerte, del infierno, de la conciencia, y de la culpa, si os acercáis a este Niño que juguetea y creéis que ha venido no para juzgaros sino para salvaros.

Exposición de Jonás

Así como los sermones de Lutero eran a menudo didácticos, también sus clases eran comúnmente predicaciones. Siempre estaba enseñando, ya fuera en el aula o en el pulpito; y siempre estaba predicando, ya fuera en el pulpito o en el aula. Sus clases sobre Jonás tienen más de sermón que muchos de los predicados en la iglesia del Castillo. Lutero trató a Jonás, como a todos los otros personajes bíblicos, como un espejo de sus propias experiencias. He aquí un resumen de la exposición:

Jonás fue enviado a reprender al poderoso rey de Asiría. Esto exigía mucho valor. Si hubiéramos estado allí, nos hubiera parecido necio que un hombre solo atacara a un imperio como ése. ¿Cómo sería, si a ti o a mí nos mandaran al emperador turco con tal misión? Así muchas veces debió parecer ridículo que un hombre solo se levantara contra el papa. Pero la acción de Dios siempre parece necedad.

«Y Jonás halló un navío que partía para Tarsis.» Los impíos piensan que pueden huir de Dios yendo a una ciudad donde no los reconocen. ¿Por qué se negó Jonás a ir? En primer lugar, porque la tarea era muy grande. Ningún profeta había sido elegido nunca para ir a los paganos y le pareció cruel y extraño que Dios le ordenara tal cosa justamente a él. Otra razón era que sentía enemistad por Nínive. Pensaba que Dios era solamente Dios de los judíos y prefería morir antes que proclamar la gracia de Dios a los paganos .

Entonces Dios envió un gran viento. ¿Por qué envolver a los demás pasajeros en el castigo de Jonás? Nosotros no somos nadie para establecer reglas para Dios, y por otro lado las otras personas que estaban en el barco no eran inocentes. ¿Quién está sin pecado ante Dios? La tempestad debe de haber sido muy repentina, porque la gente se dio cuenta de que debía de haber una causa inusitada. La razón natural enseñó a los marineros que Dios es Dios era algo grande, por sobre todas las cosas. La luz de la razón es una gran luz, pero falla en que está pronta para creer que Dios es Dios, pero no para creer que Dios es Dios para nosotros. Estas gentes invocaron a Dios. Esto prueba que creyeron que era Dios, es decir, para los demás, pero no creyeron realmente que los ayudaría a ellos, pues de lo contrario no hubieran arrojado los útiles y la mercadería por la borda. Hicieron lo imposible por salvar el navío, como los papistas que tratan de salvarse por las obras.

Jonás dormía profundamente en la bodega. Así ocurre siempre con los pecadores. No sienten arrepentimiento. Si Dios hubiera olvidado su pecado, Jonás nunca le hubiera concedido un pensamiento. Pero cuando lo despiertan y advierte el estado del barco reconoce que Dios lo persigue con el castigo. Su conciencia despierta y el pecado cobra vida. Siente el aguijón de la muerte y la ira de Dios. Entonces, no sólo el navío, sino el mundo entero le parece demasiado estrecho. Reconoce su falta y considera inocentes a todos los demás. Esto es lo que hace la contrición. Hace inocente a todo el mundo y un pecador de nosotros mismos. Mas Jonás no estaba dispuesto todavía a confesar su pecado. Dejó que los marineros lucharan hasta que Dios le hizo ver claramente que todos perecerían con él. Nadie quería confesar de quién era la culpa, así que decidieron hallar el culpable echando suertes. Las heridas no pueden ser curadas hasta que uno las descubre y los pecados no pueden ser perdonados hasta que son confesados. Algunos dicen que ellos pecaron al echar suertes, pero no sé que el echar suertes esté prohibido en las Sagradas Escrituras.

Entonces Jonás dice: «Hebreo soy y temo a Jehová, Dios de los cielos que hizo la mar y la tierra.» La confesión hace patente el pecado y empieza la lucha con la muerte. Empero había ocurrido la cosa más sublime, pues el corazón se deshizo en parte de la pesada carga del pecado y la conciencia quedó algo aliviada por la confesión. La fe empieza a arder aunque muy débilmente, cuando la ira de Dios viene sobre nosotros. Hay ahí dos cosas: el pecado y el temor. Los corazones imprudentes dejan a un lado el pecado y miran el temor. Siempre actúa así la razón cuando la gracia y el espíritu no la ayudan. Mas no sirve. Al confesar Jonás que era hebreo y servidor del verdadero Dios, hizo aun más grande e injustificable su pecado y deshonra. Y Jonás dijo: «Arrojadme al mar.» Los marineros pensaron que la confesión era suficiente y se sentaron nuevamente a remar. Pero Jonás hubo de colmar la vergüenza, aun mil veces mayor porque era vergüenza ante Dios mismo. Pues ante Él no hay rincón donde esconderse, ni siquiera en el infierno. Jonás no podía prever su liberación. Dios aleja de la vista todo honor y todo consuelo y sólo deja la vergüenza.

Luego sigue la muerte, pues el aguijón de la muerte es el pecado. Jonás pronunció su propia sentencia: «Echadme a la mar». Siempre debemos recordar que Jonás no podía prever el final. Sólo veía la muerte, la muerte y la muerte. Mas lo peor de todo era que su muerte se debía a la ira de Dios. No hubiera sido tan malo si hubiese muerto como mártir, pero cuando la muerte es un castigo, es realmente horrible. ¿Quién no tiembla ante la muerte, aun cuando no sienta ni conozca la ira de Dios como los paganos? Pero si hay también pecado y remordimiento de conciencia, ¿quién puede soportar la vergüenza ante Dios y el mundo? ¡Qué lucha debe de haber tenido lugar en el corazón de Jonás! Debe de haber sudado sangre. Tenía que luchar al mismo tiempo contra el pecado, contra su propia conciencia, contra los sentimientos de su corazón, contra la muerte y la ira de Dios.

Como si el mar no fuera suficiente, Dios preparó un gran pez. Para el pobre Jonás, perdido y moribundo, ¡que horrible imagen del terror la del pez con la gran boca abierta y los afilados dientes como columnas puntiagudas, y una garganta tan ancha que llegaba hasta el interior del vientre! Del mismo modo se agosta la conciencia ante la ira de Dios, la muerte, el infierno y la condenación. «Y estuvo Jonás en el vientre del pez tres días y tres noches.» Estos fueron los tres días y tres noches más largos que hubo bajo el sol. ¡Cómo debieron de palpitarle los pulmones y el hígado! Apenas si habrá mirado a su alrededor para ver su morada. Pensaba: «¿Cuándo, cuándo, cuándo terminará esto?»

¿Cómo puede nadie imaginar que un hombre pueda estar tres días y tres noches tan solitario en el vientre de un pez sin luz, sin alimento, absolutamente solo, y salir vivo? ¿Quién no tomaría esto por una leyenda si no estuviera en las Escrituras? Pero Dios está también en el infierno. «Y oró Jonás desde el vientre del pez a Jehová su Dios.» Lo que sigue no creo que lo haya expresado exactamente con las mismas palabras mientras estaba allí abajo, pero muestra lo que estaba pensando. No esperaba su salvación. Pensaba que debía morir, y sin embargo, oraba: «Clamé de mi tribulación a Jehová.» Esto demuestra que ante todo debemos recurrir a Dios. Si podéis clamar, vuestra agonía ha pasado. El infierno mismo, cuando desde allí se invocara a Dios y clamara por él, dejaría de ser el infierno. Pero nadie puede creer lo difícil que es esto. Es fácil llorar y lamentarse, temblar y dudar. Mas invocar a Dios es algo que no podemos hacer. Pues nos agobia la conciencia, el pecado y la ira de Dios están alrededor de nuestro cuello. La sola naturaleza o un impío no pueden clamar. Cuando Jonás llegó al punto en que pudo clamar, había vencido. Clamad al Señor en vuestra angustia y ella será atenuada. Clamad y nada más. Él no os pregunta acerca de vuestros méritos. La razón no comprende esto y siempre trata de presentar algo para aplacar a Dios. Pero no hay nada que presentar. La razón no cree ni sabe que basta invocar para aplacar la ira de Dios, como nos enseña Jonás aquí.

«Todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí.» Observemos que Jonás las llama tus olas. Si una hoja arrastrada por el viento puede asustar a un ejército, ¿qué no le habrá hecho el mar a Jonás? ¿Y qué no hará la majestad de Dios en el día del juicio a todos los ángeles y todas las criaturas? «Cuando mi alma desfallecía en mí, acordéme de Jehová.» Esto es volverse del Dios juez al Dios Padre. Pero esto no está en manos del hombre. «Yo empero con voz de alabanza te sacrificaré; pagaré lo que prometí. La salvación pertenece a Jehová. Y mandó Jehová al pez, y vomitó a Jonás en la tierra.» Lo que antes sirve para la muerte, ahora debe servir para la vida.

La oración

Lutero era, por sobre todo, un hombre de oración, y sin embargo tenemos menos de sus oraciones que de sus sermones y conversaciones porque logró mantener a sus alumnos fuera de la cámara secreta. Tenemos las colectas que compuso para la liturgia, la oración para la sacristía y una oración que se dice fue oída casualmente por su compañero de cuarto en Worms. En el siguiente extracto de su exposición del Padrenuestro pisamos un terreno más seguro:

Lutero enseña a sus lectores: Puesto de hinojos, o de pie, con las manos cruzadas y los ojos dirigidos hacia el cielo, di o piensa con la mayor concisión: «¡Oh Padre Celestial, Dios amado! Soy un pobre e indigno pecador, no soy digno de elevar mis ojos ni mis manos hacia ti en oración, pero puesto que nos has mandado orar y nos has enseñado cómo hacerlo, por intermedio de Nuestro Señor Jesucristo, digo: ‘El pan nuestro de cada día dánosle hoy’.» Oh amado Señor Padre, danos tu bendición en esta vida terrenal. Danos benévolamente tu paz y líbranos de la guerra. Concede a nuestro emperador sabiduría y comprensión para que pueda gobernar su reino terrenal en paz y beatitud. Da a todos los reyes, príncipes y señores buen consejo para que puedan dirigir sus tierras en tranquilidad y justicia, y especialmente guarda al gobernante de nuestra tierra. Protégelo de las lenguas malignas e infunde en sus súbditos gracia para servirle con fidelidad y obediencia. Concede nos buen tiempo y los frutos de la tierra. Te encomendamos casa, tierra, esposa e hijos. Ayúdanos para que podamos gobernar, nutrir y educar. Aparta al Corruptor y a los ángeles malos que impiden estas cosas. Amén.

«Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» Amado Señor y Padre, no nos juzgues, puesto que ante ti ningún hombre está justificado. No tengas en cuenta nuestras transgresiones ni que somos tan ingratos con todas tus inefables mercedes del espíritu y el cuerpo, y que diariamente caemos más de lo que sabemos o nos damos cuenta. No señales cuan buenos o malos somos, sino que concédenos la inmerecida gracia por intermedio de Jesucristo tu amado Hijo. Perdona también a nuestros enemigos y a todos los que nos han herido y hecho mal, y nosotros también los perdonamos desde nuestro corazón, pues se hacen a ellos mismos el mayor mal al enardecerte contra ellos. Pero nosotros no nos beneficiamos con su perdición y preferiríamos mucho más que fueran bendecidos. Amén. (Y si alguno siente aquí que no puede perdonar, que niegue solicitando gracia para poder hacerlo. Pero esto es un punto que pertenece a la predicación.).

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