Biografía de Lutero - por Roland Bainton

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Capítulo X

¡AQUÍ ESTOY!

Federico estaba bien aconsejado al volverse al emperador. En Roma el caso estaba decidido y era inevitable un destierro formal. La cuestión era si el estado infligiría una pena adicional. Esa cuestión debía decidirla el estado mismo. Evidentemente, Lutero no podía hacer otra cosa que predicar, enseñar y orar, y esperar que los otros determinaran las disposiciones a tomar en su caso.

Seis meses fueron necesarios para la respuesta. Esto no parece un lapso muy largo en comparación con los cuatro años de dilación de parte de la Iglesia. Sin embargo, podría suponerse que como el emperador estaba imbuido de la ortodoxia de España, no impondría más demoras. Pero el emperador no estaba en condiciones de hacer lo que le pluguiera. La pompa de su coronación no le dispensaba de la necesidad de agregar su firma a la constitución imperial y algunos suponen que dos cláusulas de esta constitución habían sido insertadas por Federico el Sabio para salvaguardar a Lutero. Una de ellas estipulaba que ningún alemán de ningún rango debía ser juzgado fuera de Alemania, y la otra que nadie podía ser proscrito sin causa y sin ser oído. Es extremadamente dudoso que estas provisiones tuvieran realmente como fin proteger a un monje acusado de herejía, y en ningún documento existente recurrieron a ellas ni Federico ni Lutero. Al mismo tiempo, el emperador es un monarca constitucional; y cualesquiera que fueran sus propias convicciones, no hubiera encontrado posible gobernar a Alemania con un fiat arbitrario.

La opinión pública se encontraba dividida. Algunos estaban a favor de Lutero, algunos en contra de él y otros en el medio. Los que estaban a favor eran numerosos, poderosos y se hacían oír. Aleandro, el nuncio papal en Alemania, informaba que las nueve décimas partes de los alemanes gritaban: «¡Lutero!», y la otra décima parte: «¡Muera el papa! Esto era, indiscutiblemente, una exageración. Pero los seguidores de Lutero no eran despreciables. Sus sostenedores eran poderosos. Franz von Sickingen, desde su fortaleza en el Ebernburg, dominaba el valle del Rin y bien podía evitar que el emperador, que había llegado a Alemania sin tropas españolas, iniciara alguna acción. Los sostenedores de Lutero también se hacían oír, y especialmente Ulrich von Hurten, quien, fingiendo sumisión a Roma a fin de evitar la excomunión, fulminaba desde el Ebernburg con invectivas a la curia y encendía la sangre de Aleandro con sucesivos manifiestos. La bula Exsurge fue reimpresa con mordaces anotaciones y en un opúsculo Hutten se describía a sí mismo como el «Matador de Toros». Apelaba al emperador para que se desembarazara de la gentuza de los sacerdotes. Dirigía amenazas de violencia a Alberto de Maguncia. Instaba a Aleandro, el nuncio papal, a considerar los gruñidos del pueblo alemán y acordar un juicio honesto, que no podía negarse ni a un parricida. «¿Suponéis -preguntaba Hutten- que por medio de un edicto arrancado por engaños al emperador podréis separar a Alemania de la libertad, la fe, la religión y la verdad? ¿Creéis que podéis intimidarnos quemando libros? Esta cuestión no se arreglará con la pluma sino con la espada.»

El más influyente de los sostenedores de Lutero era Federico el Sabio, que había llegado hasta a excusar que hubiera sido quemada la bula papal. En la Dieta de Worms permitió que Fritz, su bufón de la corte, imitara a los cardenales. Federico había rehusado ser halagado con la rosa de oro, las indulgencias para la iglesia del castillo en Wittemberg y un beneficio para su hijo natural. La confesión más clara de su apoyo a la causa de Lutero nos llega solamente de tercera mano. Aleandro pretendía haber oído de Joaquín de Brandemburgo que Federico le había dicho: «Nuestra fe ha carecido largo tiempo de esta luz que Martín le ha traído.» La observación debe ser tomada con reservas porque ambos narradores estaban deseosos de atribuir a Federico adhesión a Lutero. El elector mismo insistió repetidamente en que no estaba defendiendo las opiniones del doctor Martín, sino meramente exigiendo un juicio honesto. Si el fraile era debidamente escuchado y condenado, Federico sería el primero en cumplir con su deber contra él como príncipe cristiano. Pero la idea de Federico de un juicio honesto significa que Lutero debía ser convencido con argumentos de las Escrituras. Federico era a menudo oscuro en sus decisiones, pero cuando se mostraba claro era terco.

En el bando opuesto estaban los papistas, hombres como Eck, que seguían las indicaciones de Roma. La curia reiteraba las exigencias de que se arrancara la cizaña, se expulsara a la oveja tiñosa, se amputara el miembro putrefacto y se arrojara por la borda al que sacudía la barca de San Pedro. El representante de Roma en todo el juicio era Aleandro, cuyo objetivo era lograr que el caso fuera decidido arbitrariamente por el emperador sin consultar a los estados alemanes, que era sabido que estaban divididos. Por sobre todo, Lutero no debía lograr una audiencia ante un tribunal secular. Ya había sido condenado por la Iglesia, y los laicos debían simplemente ejecutar la decisión de la Iglesia y no reexaminar los fundamentos de la condenación.

Y por último estaba el partido intermedio, dirigido personalmente por Erasmo, quien, a pesar de su afirmación de que la escisión era irreparable, no desistió en sus esfuerzos de mediación y hasta patrocinó un memorándum proponiendo la designación de un tribunal imparcial por el emperador y los reyes de Inglaterra y Hungría. Los erasmistas como partido sentían menos que su dirigente la profundidad del abismo entre Lutero y la Iglesia, y entre Lutero y ellos mismos.

Con las opiniones así divididas eran inevitables las demoras en las decisiones sobre el caso de Lutero. El partido luterano recurría deliberadamente al filibusterismo. En forma curiosa, algunos de los mayores obstruccionistas estaban en el Vaticano porque el papa había visto realizados sus peores temores en la elección de Carlos como emperador, y ahora estaba dispuesto a contrarrestar su poder apoyando a Francia. Pero toda vez que se hacía una jugada en esa dirección, Carlos, con toda su ortodoxia, intimaba que Lutero podía ser usado como arma. Aun los más activos en la escena eran menos activos de lo que podría haberse esperado. Hutten estaba reprimido por la esperanza, porque creía que la historia se repetiría inevitablemente y que a su debido tiempo cualquier emperador alemán aplastaría las pretensiones temporales del papa. Engañado por estas esperanzas, difería su guerra contra los sacerdotes hasta que un humanista le echó en cara que sólo hacía espuma. Pero al mismo tiempo Aleandro estaba intimidado por las fulminaciones de Hutten, y cuando el papa envió una bula de excomunión contra Lutero y Hutten, Aleandro se abstuvo de publicarla y la devolvió a Roma para que primero fuera borrado el nombre de Hutten. Tales comunicaciones tomaban, de por sí, meses, y así, en razón de la timidez de Aleandro, Lutero llegó a ser proscrito por el imperio, antes de haber sido formalmente excomulgado por la Iglesia.

Una audiencia prometida y revocada

Dónde, cómo y por quién debía ser tratado el caso era el problema con que se enfrentaba Carlos. El 4 de noviembre de 1520 se llegó a una decisión sobre el punto, cuando Carlos, después de su coronación en Aquisgrán, fue a conferenciar con el «tío Federico», inmovilizado por la gota en Colonia. Todos sabían que estaban pendientes importantes decisiones. Los luteranos empapelaron la ciudad con el llamamiento al César. Abogando por los papistas, Aleandro se apresuró a entrevistar a Federico el Sabio y le urgió a que entregara el caso al papa. En vez de ello, Federico llamó a Erasmo, el dirigente de los moderados, y le pidió su juicio. Erasmo apretó los labios. Federico siguió tratando de exprimirle una respuesta ponderada. «Dos crímenes ha cometido Lutero -fue el veredicto-. Ha atacado la corona del papa y los vientres de los monjes.» Federico rió.

Así fortificado, Federico conferenció con el emperador y consiguió la promesa de que Lutero no sería condenado sin ser escuchado. No sabemos sobre qué fundamentos fue convencido Carlos, ni qué clase de audiencia tenía pensada. La Universidad de Wittemberg pronto señaló una audiencia ante la venidera dieta de la nación alemana que pronto se reuniría en la ciudad de Worms. Federico trasmitió la proposición a los consejeros del emperador y recibió de Su Majestad una respuesta de fecha 28 de noviembre y dirigida a su «amado tío Federico: Estamos deseosos de que llevéis al arriba mencionado Lutero a la dieta que se realizará en Worms, para que allí pueda ser cuidadosamente examinado por personas competentes, para que no se haga ninguna injusticia ni nada contrario a la ley». No dice qué ley, ni por quién será conducida la investigación, ni si Lutero estaría en libertad de defender sus puntos de vista. Lutero debía comparecer, eso era todo. La apelación al César había sido escuchada. Esta invitación del 28 de noviembre señalaba un sorprendente cambio de política. El Defensor de la Fe, que había estado quemando los libros, ahora invitaba al autor de esos mismos libros a una especie de audiencia. ¿Había sido ganado el emperador a la política de Erasmo? ¿O algunas inquietantes noticias políticas le predisponían por un momento a hostigar al papa y cultivar a los alemanes? ¿Acaso temía las insurrecciones populares? Sus motivos se nos escapan. Lo único que sabemos es que la invitación fue hecha.

Esto era en noviembre, pero Lutero no compareció realmente ante la dieta hasta abril del año siguiente. En el ínterin, la invitación fue retirada y vuelta a hacer. Toda la lucha de los partidos se centralizaba en este punto: ¿Debía permitirse a Lutero comparecer ante un tribunal secular para ser examinado sobre puntos de fe? «Nunca», era la resolución de Aleandro.

En cuanto a mí, mucho me alegraría enfrentarme con este Satanás, pero la autoridad de la Santa Sede no debe ser perjudicada mediante una sujeción al juicio de los laicos. Quien ha sido condenado por el papa, los cardenales y los prelados, debe ser escuchado a lo sumo en la prisión. Los laicos, incluso el emperador, no están en condiciones de retomar el caso. El único juez competente es el papa. ¿Cómo puede ser llamada la Iglesia la barca de Pedro, si Pedro no se encuentra en el timón? ¿Cómo puede ser ella el arca de Noé, si Noé no es el capitán? Si Lutero desea ser escuchado, se le puede dar un salvoconducto a Roma. O su majestad puede enviarlo a los inquisidores de España. Puede perfectamente retractarse en donde está y luego venir a la dieta a pedir perdón. Exige un lugar seguro. Mas para él todos los lugares son sospechosos, excepto Alemania. ¿Qué jueces aceptaría, si no Hutten y los poetas? ¿Acaso la Iglesia Católica ha estado muerta durante mil años y sólo puede ser revivida por Martín? ¿Todo el mundo ha estado equivocado y sólo Martín tiene ojos para ver?

El emperador se impresionó. El 17 de diciembre rescindió la invitación hecha a Lutero para que concurriese a la dieta. La razón que dio para ello era que los setenta días habían expirado y que en consecuencia, si Lutero iba a Worms, la ciudad se encontraría bajo interdicto. Podemos dudar de que esta fuera la verdadera razón. Los motivos que tuvo el emperador para retirar la invitación se nos escapan tanto como sus motivos para hacerla, pues Lutero no se hallaba todavía formalmente excomulgado; y aun si lo hubiera estado, podía haberse conseguido una dispensa papal. Carlos puede haber sido persuadido por Aleandro, irritado por el acto de Lutero de quemar la bula, deprimido por noticias provenientes de España y deseoso de aplacar a la curia. Cualesquiera hayan sido sus razones, podría haberse ahorrado el trabajo de una revocación pública si hubiera esperado, pues Federico el Sabio declinó la invitación con el pretexto de que el caso parecía prejuzgado por haberse quemado los libros de Lutero, de lo que, estaba seguro, no era responsable el emperador. Federico bien podía tener esta duda porque el mismo día en que los libros fueron quemados en Maguncia el emperador había hecho la invitación a Lutero. Federico estaba decidido a conseguir que Carlos aclarase su posición y asumiera plena responsabilidad.

Por esta razón el elector preguntó a Lutero si estaría dispuesto a venir en caso de ser invitado directamente por el emperador mismo.

Lutero respondió:

Me preguntáis qué haré si soy llamado por el emperador. Iré, aun cuando deba ser llevado allá enfermo. Pues no se debe dudar de que el Señor es quien llama cuando llama el emperador. Si se valen de la fuerza hay que encomendar el asunto al Señor. Aquel que salvara a los tres jóvenes del horno ardiendo de Babilonia, vive y domina. Si no quiere salvarme, mi cabeza tiene poco valor en comparación con Cristo, que fue muerto para pesar de muchos. Ahora no es el momento de pensar en el peligro o la salvación. Ahora sólo importa cuidar de que el Evangelio no se convierta en escarnio de los impíos, por no osar profesar lo que hemos enseñado y tener miedo de derramar nuestra sangre por ello.

Su estado de ánimo se revela más cabalmente en cartas a Staupitz:

Ahora no es el momento de tener miedo sino de clamar en voz alta, cuando Nuestro Señor Jesucristo es condenado, ultrajado y blasfemado. Si me exhortáis a la humildad, yo os exhorto al orgullo. El asunto es serio. Vemos sufrir a Cristo. Si hasta ahora hemos debido callar y humillarnos, os conjuro, ¿no tenemos que luchar ahora por Nuestro Salvador, ahora, cuando Él es convertido en escarnio de todo el mundo? Padre mío, el peligro es mayor de lo que muchos creen. Ahora tienen valor las palabras del Evangelio: «Cualquiera, pues, que rué confesare delante de los hombres, le confesare yo también delante de mi Padre que está en los cielos. Y cualquiera que me negare delante de los hombres lo negaré yo delante de mi Padre que está en los cielos» Os escribo esto con plena franqueza, porque temo mucho que vaciléis entre Cristo y el papa, que por cierto están en posiciones diametralmente opuestas. Reguemos que el Señor Jesucristo destruya al hijo de perdición con el soplo de su boca. Si no queréis seguir, dejadme seguir a mí. Estoy muy triste por vuestra sumisión, que me muestra a otro Staupitz, no a aquel que en otros tiempos me predicaba la gracia y la cruz… Padre mío, ¿recordáis cuando estábamos en Augsburgo y me decíais: «Recordad, hermano, que iniciasteis esto en el nombre del Señor Jesucristo»? Nunca he olvidado esto, y os lo digo ahora a vos. Quemé los libros del papa, primero con miedo y temblores, pero ahora siento el corazón más ligero que nunca en mi vida. Son mucho más abominables de lo que yo suponía.

El emperador asume la responsabilidad

Aleandro, desconocedor de los nuevos acercamientos a Lutero, consideró propicia la ocasión para presentar un edicto que el emperador debía publicar sin consultar a la dieta. El emperador respondió que no podía actuar solo. El arzobispo de Maguncia no había llegado todavía; y cuando llegó se opuso al edicto, aun cuando un mes antes había autorizado a que se quemaran los libros de Lutero. El Elector de Sajonia tampoco había llegado. Su llegada coincidió con la Fiesta de los Reyes Magos, y entró en Worms cabalgando como uno de los tres reyes, llevando regalos para el joven emperador, del que obtuvo otro cambio de política. Carlos prometió asumir la responsabilidad del caso de Lutero. Al ser informado Lutero de ello, replicó a Federico: «Me alegro de todo corazón que Su Majestad tome a su cargo este asunto, que no es mío, sino de toda la cristiandad y toda la nación alemana.»

Pero con su promesa Carlos evidentemente no quería significar que Lutero sería oído en público ante la dieta. En cambio, se designó una comisión para que se ocupara del caso, y se permitió a Aleandro que se dirigiera a ella. Este estropeó su ventaja al principio dedicándose a demostrar que Lutero era un hereje abominable, mientras que lo más indicado hubiera sido que se quejara de que una comisión de laicos no tenía jurisdicción en el caso. En vez de ello quiso demostrar, con manuscritos medievales, que el papado era, por lo menos, tan antiguo como Carlomagno. Todo esto hubiera sido pertinente en el debate de Leipzig, pero ya había pasado el momento para esta discusión. Mientras tanto el papa había hablado, y la dieta había sido invitada, no para ratificar, sino simplemente para cumplir el veredicto papal. La comisión escuchó y dijo que tendrían que esperar.

Las demoras sirvieron para alimentar el clima de violencia popular en la ciudad. Los informes que tenemos de bandos opuestos indican que la guerra religiosa estaba a punto de desencadenarse. Aleandro, con el aire de un mártir, decía:

Martín es representado con un halo y una paloma encima de la cabeza. El pueblo besa esos retratos. Se ha vendido una cantidad tal de ellos, que no he podido obtener ni uno. Ha aparecido un grabado en madera que muestra a Lutero con un libro, acompañado por Hutten, vestido de armadura y espada, y la siguiente leyenda: «Campeones de la libertad cristiana.» Otra lámina presenta a Lutero con Hutten, llevando un cofre con dos cálices y la inscripción: «El arca de la verdadera fe.» En primer plano está Erasmo, tocando el arpa como David. En el fondo se ve a Juan Hus, a quien Lutero ha proclamado recientemente su santo. En otra parte del cuadro, el papa y los cardenales son maniatados por soldados de la guardia. No puedo salir a la calle sin que los alemanes lleven la mano a la espada y rechinen los dientes contra mí. Espero que el papa me conceda una indulgencia plenaria y cuide de mis hermanos y hermanas en caso de que algo me suceda.

Los disturbios son descritos por la otra parte en una carta de un humanista de Worms a Hutten:

Un español arrancó vuestra edición de la bula y la pisoteó en el fango. Un capellán imperial y dos españoles prendieron a un hombre con sesenta ejemplares de La cautividad babilónica. El pueblo lo liberó y los agresores debieron refugiarse en el castillo. Un español persiguió a caballo a uno de nuestros hombres, que apenas pudo escapar por una puerta. El español frenó tan violentamente su caballo, que cayó al suelo y un alemán tuvo que levantarlo. Todos los días, dos o tres españoles atraviesan el mercado al galope de sus muías, y el pueblo debe abrirles paso. Esta es nuestra libertad.

Se incitaba continuamente a la violencia declarada con la difusión de panfletos difamatorios. Aleandro sostenía que no cabrían en un carretón los insolentes opúsculos con que era inundada Worms, como esta parodia del Credo de los Apóstoles:

Creo en el papa, que ata y desata en cielo, tierra e infierno, y en Simonía, su único hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por el derecho canónico, nacido de la Iglesia Romana. Bajo su poder la verdad ha sufrido, fue crucificada, muerta y. sepultada; descendió a los infiernos por la excomunión; resucitó por el Evangelio y Pablo y fue llevada a Carlos; está sentada a su diestra y en el porvenir regirá sobre las cosas religiosas y mundanas. Creo en el derecho canónico, la Iglesia Romana, la destrucción de la fe y la comunión de los santos, en las indulgencias con perdón de la culpa y la pena en el purgatorio, en la resurrección de la carne para una vida epicúrea que nos será regalada por el Santo Padre, el papa. Amén.

E1 emperador estaba irritado. Cuando el 6 de febrero le fue presentada la apelación de Lutero la rasgó y la pisoteó. Pero se apresuró a recobrar su compostura y convocó a una sesión plenaria de la dieta para el 13 de febrero. El plan era presentar una nueva versión del edicto, para sacarlo en nombre del emperador, pero con el consentimiento de la dieta. Se le dio a Aleandro oportunidad de preparar sus espíritus en un discurso de tres horas. Y nuevamente dejó que se le escapara la oportunidad de entre los dedos. Estaba ahora en condiciones de corregir el error que cometiera al dirigirse a la comisión, pues dos días antes había llegado a sus manos la bula papal excomulgando a Lutero. Lo único que tenía que hacer era mostrarla para eliminar la objeción de que se pedía a la dieta que proscribiera a un hombre no excomulgado aún por la Iglesia. Pero fue en ese momento cuando Aleandro retrocedió porque la bula nombraba no sólo a Lutero sino también a Hurten. El documento no fue mostrado. La dieta procedió a examinar un caso de herejía, y Aleandro mismo, más que Lutero, fue el responsable de que una asamblea secular se convirtiera en un concilio eclesiástico.

Indudablemente, Aleandro preparó una acusación muy buena contra Lutero, una acusación mucho mejor que la que hacía la bula, que simplemente incorporaba la primera condenación de la Exsurge Domine sin un nuevo examen de los opúsculos más subversivos del verano de 1520. Aleandro había memorizado secciones enteras de estas obras y se dedicó nuevamente a probar que Lutero era un hereje que trajo a Juan Hus del infierno y endosó, no algunos, sino todos sus artículos. En consecuencia, debe adherir también a la negación de Wyclíff de la presencia real [cosa que no hizo] y a la pretensión de Wycliff de que ningún cristiano puede obligar legalmente a otro. Que Lutero pretende el haber afirmado este punto en su Libertad del cristiano [cosa que no hizo]. Que rechaza los votos monásticos. Que rechaza las ceremonias. Que apela a los concilios y al mismo tiempo rechaza la autoridad de los concilios. Que como todos los herejes apela a las Escrituras y, sin embargo, lo rechaza cuando no lo apoyan. Que rechaza la Epístola de Santiago porque contiene el texto que prueba la extremaunción [lo que, por cierto, no era la razón de Lutero]. Es un hereje, y un hereje obstinado, pide que se le escuche, pero, ¿cómo puede concederse una audiencia a uno que no escucharía ni a un ángel del cielo? Es también un revolucionario. Grita que los alemanes deberían lavarse las manos en la sangre de los papistas.

[Es obvia la referencia al desenfrenado arranque contra Prierias.]

El caso no podía haberse presentado peor contra Lutero ante la dieta, a la que ahora se le pedía que sancionara el edicto imperial proclamando a Lutero un hereje bohemio y un revolucionario que pronto sería formalmente excomulgado por el papa. (La bula, por supuesto, había sido ocultada.) A menos que se le absolviera, debía ser puesto prisionero y sus libros debían ser extirpados. Los que no cooperaran con el edicto serían culpables de lesa majestad. La presentación de este edicto precipitó la tormenta. Los electores de Sajonia y Brandemburgo debieron ser separados en plena sesión de la dieta por el cardenal Lang. El Elector del Palatinado, ordinariamente taciturno, bramaba como un toro. Los estados pidieron tiempo, y respondieron que la enseñanza de Lutero estaba ya tan firmemente arraigada en el pueblo, que su condenación sin una audiencia ocasionaría grave peligro de insurrección. Debía ser llevado a la dieta bajo salvoconducto, y ser examinado por hombres doctos. Debía ser llevado a responder, no a discutir. Si renunciaba a lo que había dicho contra la fe, podían discutirse otros puntos. Si se rehusaba, la dieta apoyaría el edicto.

Renovación de la invitación a Lutero

Así fue como el emperador volvió a su primer acuerdo de que Lutero debía comparecer. Se le limaron los dientes al edicto. Las penalidades por lesa majestad fueron sacadas. El edicto debía salir en nombre de los estados en vez del emperador solo, y Lutero debía ser llevado a la dieta para ser examinado. Entonces el emperador hizo una nueva invitación a Lutero. Lleva fecha del 6, aunque no fue enviada hasta él, porque mientras tanto se hacía otro intento de inducir a Federico a que asumiera la responsabilidad de traer al acusado. Pero éste nuevamente pasó el cargo directamente al emperador, quien, por último, envió la misiva dirigida a «Nuestro noble, querido y estimado Martín Lutero». «¡Voto al chápiro! -exclamó Aleandro cuando la vio-. ¡Esta no es forma de dirigirse a un hereje!» La carta continuaba: «Nosotros y la dieta hemos decidido pediros que vengáis bajo salvoconducto a responder por vuestros libros y enseñanzas. Tendréis veintiún días para llegar.» No hay una afirmación clara de que estaría prohibida la discusión. La invitación no fue confiada a las manos del correo común, sino a las del heraldo imperial Gaspar Sturm.

¿Vendría Lutero? Realmente se dudaba de ello. Escribiendo a Spalatin le dice:

Responderé al emperador que si se me invita simplemente para que me retracte, no iré. Si sólo se trata de retractarse, lo mismo puedo hacerlo aquí. Pero si se me invita para matarme, entonces iré. Sólo desearía que nadie, aparte de los papistas, fuera culpable de mi sangre.

A otro le escribió:

Esta será mi retractación en Worms: «Antes llamé al papa Vicario de Cristo. Me retracto. Ahora digo que el papa es el adversario de Cristo y el apóstol del Demonio.

Evidentemente, Lutero había decidido ir.

En el camino se enteró de un edicto que ordenaba el secuestro de sus libros. Se había demorado su publicación, quizá por temor de que si lo veía infiriera que su caso estaba decidido y no fuera. Pero su comentario fue: «A menos que se me retenga por la fuerza o el César revoque su invitación, entraré en Worms bajo la bandera de Cristo contra las puertas del infierno.’ No se hacía ilusiones acerca del probable resultado. Después de una ovación en Erfurt comentaba: «He tenido mi Domingo de Ramos. Me pregunto si esta pompa es meramente una tentación o si es también el signo de mi inminente pasión.»

Mientras se esperaba su llegada, fue publicado en Worms otro libelo, titulado La letanía de los alemanes.

¡Oh Cristo, escucha a los alemanes! ¡Oh Cristo, escucha a los alemanes! ¡De los malos consejeros libra a Carlos, oh Señor! ¡Del veneno en el camino a Worms libra a Martín Lutero! ¡Preserva a Ulrich von Hutten, oh Señor! No dejéis, Señor, que os crucifiquen de nuevo. ¡Extermina a Aleandro, oh Señor! A los nuncios que trabajan contra Lutero en Worms, arrójalos del cielo. ¡Oh Señor Jesucristo, escucha a los alemanes!

Los católicos moderados, sin embargo, deseaban que el caso pudiera ser decidido fuera del tribunal. El dirigente de este partido era Glapión, el confesor del emperador. Es discutible si era un erasmista sincero o un hijo de la duplicidad, pero lo cierto es que empezó sus negociaciones antes de que pudiera caber la menor sospecha de que estaba tratando de alejar a Lutero de Worms hasta después de la expiración del salvoconducto. Glapión se había acercado antes a Federico el Sabio con un argumento muy comprador. Pretendía que las primeras obras de Lutero habían confortado su corazón. Estaba completamente de acuerdo con el ataque a las indulgencias y veía en La libertad del Cristiano un maravilloso espíritu cristiano. Pero cuando hubo leído La cautividad babilónica quedó simplemente horrorizado. No podía creer que Lutero reconociera como suyo ese libro. No estaba escrito en su estilo habitual. Si lo había escrito, debía de haber sido en un arranque de pasión. En ese caso debería sentirse dispuesto a que se lo interpretara en el sentido de la Iglesia. Si accedía a ello, tendría muchos sostenedores. El asunto debía ser arreglado en privado, pues de lo contrario el demonio incitaría a la disputa, a la guerra y a la insurrección. Ningún bien podía provenir de una controversia pública, y solamente el Demonio se aprovecharía de la aparición de Lutero en Worms.

El llamado era tanto más insinuante por ser tan verdadero. Si Lutero hubiera estado dispuesto a abandonar el ataque a los sacramentos, podría haber reunido a una nación alemana unida para atacar la seducción del poder y la extorsión papales. La dieta podría haber arrancado al papa la clase de concesiones ya acordadas a los fuertes estados nacionales de Francia, España e Inglaterra. Podría haberse impedido el cisma y evitado la guerra religiosa. Para un hombre como Federico esta propuesta debe de haber sido muy atractiva, pero estaba resuelto a no hacer ninguna insinuación que pudiera dar al emperador la oportunidad de eludir su responsabilidad.

Glapión se volvió entonces a otro sector. ¿Por qué no trabajar por intermedio de Hutten y Sickingen? En primer lugar, comprometer a Hutten con una pensión del emperador, y luego hacer que Lutero fuera invitado al castillo de Sickingen en el Ebernburg para una conferencia. Glapión tuvo el coraje de ir en persona y enfrentar a Hutten y Sickingen en su nido de águilas. Fue tan simpático con respecto a Lutero e hizo aparecer al emperador como tan favorable a él, que Hutten aceptó la pensión (que subsiguientemente debía ser declinada) y Sickingen envió a su capellán, Martín Bucero, a interceptar a Lutero en el camino a Worms y extenderle la invitación. Pero Lutero había «afirmado su rostro para subir a Jerusalén» y no se desviaría por nada. Entraría en Worms aunque hubiera tantos demonios como tejas en los techos. Hutten se conmovió. «Está tan claro como la luz del día -escribía a Pirkheimer- que estaba bajo la dirección divina. Despreció todas las consideraciones humanas y literalmente se arrojó sobre Dios.» Y a Lutero: «Aquí hay una diferencia entre nosotros. Yo miro a los hombres. Vos, que sois ya más perfecto, confiáis todo a Dios.»

Lutero ante la dieta

El 16 de abril, Lutero entró en Worms en un carro sajón de dos ruedas, con unos pocos compañeros. El heraldo imperial lo precedía, con el águila sobre la capa. Aunque era la hora de la comida, dos mil personas salieron a conducir a Lucero hasta su alojamiento. Al día siguiente, a las cuatro, esperaban a Lutero el heraldo y el mariscal imperial, quienes lo condujeron furtivamente, para evitar las multitudes, a una reunión con el emperador, los electores y una porción de los estados. El monje compareció ante el monarca, quien exclamó: «Este sujeto no hará nunca de mí un hereje.»

La escena se presta a una descripción dramática. Allí estaba Carlos, heredero de una larga línea de soberanos católicos -de Maximiliano el romántico, de Fernando el católico, de Isabel la ortodoxa-, vástago de la casa de Habsburgo, señor de Austria, Borgoña, los Países Bajos, España y Nápoles; Santo Emperador Romano, que regía un dominio más vasto que ninguno, salvo el de Carlomagno, símbolo de las unidades medievales, encarnación de una gloriosa aunque desvaneciente herencia; y allí, ante él, un simple monje, hijo de un minero, sin nadie que lo sostuviera excepto de su propia fe en la palabra de Dios. Allí se enfrentaban el pasado y el futuro. Alguien habría de ver en este punto el comienzo de los tiempos modernos. El contraste era bastante real. Lutero mismo se daba cuenta de él en cierta medida. Se daba perfecta cuenta de que no había sido criado como hijo de la hija del Faraón, pero lo que lo abrumaba no era tanto el estar en presencia del emperador como tal, sino el hecho de que él y el emperador por igual estaban llamados a responder ante el Dios Todopoderoso.

Lutero fue examinado por un funcionario del arzobispo de Trier, de nombre Eck, pero por supuesto no el Eck del debate de Leipzig. Se le enfrentó con una pila de sus libros y se le preguntó si eran, suyos. La mera pregunta reabría la insinuación de Glapión. Lutero hubiera podido repudiar entonces La cautividad babilónica e invitar a la discusión de las pretensiones financieras y políticas del papado. Esta era su oportunidad para reunir tras sí una Alemania unida. Con una voz apenas audible respondió: «Los libros son todos míos y he escrito más.»

La puerta se había cerrado, pero Eck la volvió a abrir. «¿Los defendéis a todos, o queréis rechazarlos en parte?»

Lutero reflexionó en voz alta: «Esto toca a Dios y su Palabra. Esto afecta a la salvación de las almas. De esto Cristo dijo: ‘Al que me negare delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi padre.’ Decir demasiado o demasiado poco sería peligroso. Os ruego que me deis tiempo para pensarlo.»

El emperador y la dieta deliberaron. Eck trajo la respuesta. Expresó el asombro de que un profesor de teología no estuviera listo para defender de inmediato su posición, particularmente considerando que había venido precisamente con ese fin. No merecía consideración. Sin embargo, el emperador, en su clemencia, le concedería hasta el día siguiente.

Algunos historiadores modernos comparten el asombro de Eck, hasta el punto de adelantar la sugestión de que el pedido de Lutero había sido concertado de antemano como parte de la táctica obstaculizante de Federico el Sabio. Pero cualquiera que recuerde los temores de Lutero en oportunidad de su primera misa, apenas si podrá interpretar en ese sentido esta vacilación. Así como entonces deseaba huir del altar, ahora se hallaba demasiado aterrorizado ante Dios para dar una respuesta al emperador. Al mismo tiempo debemos admitir que el temor de Lutero ante la Divina Majestad sirvió en realidad para llevarlo ante una sesión plenaria de la dieta. Al día siguiente, el 18, se eligió una sala más grande, la cual estaba tan llena que sólo el >emperador pudo sentarse. El terror a lo Sagrado conspiraba para que Lutero compareciera ante la nación alemana.

Había sido citado para las cuatro de la tarde del día siguiente, pero la presión de los asuntos demoró su aparición hasta las seis. Esta vez su voz era vibrante. Eck reiteró su pregunta del día anterior. Lutero respondió: «Serenísimo emperador, ilustrísimos príncipes, clementísimos señores, si no os he dado a alguno de vosotros vuestros debidos títulos, os ruego me perdonéis. No soy un cortesano, sino un monje. Ayer me preguntasteis si los libros eran míos y si quería repudiarlos. Son todos míos, pero en cuanto a la segunda pregunta, no todos ellos son de la misma clase.»

Esta era una jugada hábil. Diferenciando sus obras, Lutero ganó para sí la oportunidad de decir un discurso en vez de responder simplemente sí o no.

Continuó: «Algunos se refieren a la fe y la vida en forma tan simple y evangélica que mis mismos enemigos se ven obligados a considerarlos como dignos de ser leídos por los cristianos. Aun la misma bula no trata a mis libros como si fueran todos de la misma índole. Si yo renunciara a éstos sería el único hombre en la tierra que condenara la verdad confesada por igual por amigos y enemigos. Una segunda clase de mis obras ataca la desolación causada en el mundo cristiano por la mala vida y enseñanza de los papistas. ¿Quién puede negar esto, cuando quejas universales atestiguan que por las leyes de los papas son vejadas las conciencias de los hombres?»

«¡No!», prorrumpió el emperador.

Lutero, sereno, continuó hablando de la «increíble tiranía» por la que era devorada la nación alemana. «Si yo me retractara en este punto abriría una puerta a más tiranía e impiedad, y sería aun peor si pareciera haberlo hecho a instancias del Santo Imperio Romano.» Este era un hábil llamado al nacionalismo alemán, que tenía fuertes seguidores en la dieta. Aun el duque Jorge el católico no se quedaba atrás en la presentación de quejas.

«Una tercera clase -continuó Lutero- contiene ataques a individuos particulares. Confieso que he sido más cáustico de lo que conviene a mi profesión, pero estoy siendo juzgado no en cuanto a mi vida, sino por la enseñanza de Cristo, y no puedo renunciar tampoco a estas obras, sin aumentar la tiranía y la impiedad. Cuando Cristo compareció ante Anas dijo: ‘Mostradme testigos.’ Si Nuestro Señor, que no podía errar, hizo esta exigencia, ¿por qué no puede un gusano como yo pedir que se le convenza del error con testimonios de los profetas y los evangelios? Si se me demuestra mi error, seré el primero en arrojar mis libros al fuego. Se me han recordado las disensiones que mi enseñanza engendra. Sólo puedo responder con las palabras del Señor: ‘No he venido a traer paz, sino espada.’ Si nuestro Dios es tan severo, cuidémonos de no desatar un diluvio de guerras que haga inauspicioso el reino de este noble y joven Carlos. Que os sirvan de advertencia los ejemplos de Faraón, el rey de Babilonia y los reyes de Israel. Dios es quien confunde al prudente. Y debo andar en el temor de Dios. No digo esto para regañaros, sino porque no puedo eludir mi propio deber hacia mis alemanes. Me encomiendo a Vuestra Majestad. No dejéis que mis adversarios os indispongan contra mí sin causa. He dicho.»

Eck replicó: «Martín, no habéis diferenciado suficientemente vuestras obras. Las primeras eran malas y las últimas peores. Vuestro pedido de ser escuchado apoyándoos en las Escrituras es el que siempre hacen los herejes. No hacéis otra cosa que renovar los errores de Wycliff y Hus. ¡Cómo se regocijarán los judíos, cómo se regocijarán los turcos al oír que los cristianos discuten sobre si han estado en el error todos estos años! ¿Cómo podéis suponer, Martín, que sois el único que comprende el sentido de las Escrituras? ¿Ponéis vuestro juicio por encima del de tantos hombres famosos y pretendéis saber más que todos ellos? No tenéis derecho a poner en duda la más santa fe ortodoxa, instituída por Cristo el perfecto legislador, proclamada en todo el mundo por los apóstoles, sellada por la roja sangre de los mártires, confirmada por los sagrados concilios, definida por la Iglesia, en la que todos nuestros padres creyeron hasta la muerte y nos dieron como herencia, y que ahora nos está prohibido discutir por el papa y el emperador, para que el debate no sea interminable. Os pregunto, Martín -y responded sencillamente y sin cuernos-: ¿repudiáis o no vuestros libros y los errores que contienen?» Lutero replicó: «Puesto que Vuestra Majestad y vuestros señores desean una respuesta simple, responderé sin cuernos y sin dientes. A menos que se me convenza con las Escrituras y la mera razón -no acepto la autoridad de papas y concilios pues se han contradicho entre sí-, mi conciencia es cautiva de la Palabra de Dios. No puedo retractarme y no me retractaré de nada, pues ir contra la conciencia no es justo ni seguro. Dios me ayude. Amén.»

La primera versión impresa agrega las palabras:»No retrocederé. No puedo hacer otra cosa.» Las palabras, aunque no registradas en el mismo acto, pueden, sin embargo, ser auténticas, ya que es posible que los oyentes estuvieran demasiado conmovidos en ese momento para escribir.

Lutero había hablado en alemán. Se le pidió que repitiera en latín. Estaba sudando. Un amigo exclamó. «Si no podéis hacerlo, doctor, ya habéis hecho bastante.» Lutero repitió su afirmación en latín, levantó los brazos en un gesto de caballero victorioso y abandonando el salón oscuro, entre los silbidos de los españoles, se fue a su alojamiento. Federico el Sabio también se retiró a su alojamiento y observó: «El doctor Martín habló maravillosamente ante el emperador, los príncipes y los estados en latín y alemán, pero es demasiado arriesgado para mí.» Al día siguiente Aleandro escuchó el informe de que los seis electores estaban dispuestos a declarar hereje a Lutero. Esto incluiría a Federico el Sabio. Spalatin dice que Federico estaba realmente muy preocupado por saber si Lutero había sido convencido o no con las Escrituras.

El edicto de Worms

El emperador llamó a los electores y cierto número de príncipes para pedirles su opinión. Ellos solicitaron tiempo. «Muy bien -dijo el emperador-, os daré mi opinión.» Y les leyó un papel que él mismo había escrito en francés. No se trataba de un discurso redactado por un secretario. Allí el joven Habsburgo confesaba su fe:

Desciendo de una larga línea de emperadores cristianos de esta noble nación alemana, de los Reyes Católicos de España, de archiduques de Austria y de duques de Borgoña. Todos ellos fueron fieles hasta la muerte a la Iglesia de Roma y defendieron la fe católica, las ceremonias sagradas, decretos, decretales y costumbres sagradas en honor de Dios. He resuelto seguir sus pasos. Un solo fraile que se opone a la cristiandad milenaria debe de estar equivocado. Por lo tanto estoy resuelto a arriesgar mis tierras, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma. No sólo yo, sino vosotros, de esta noble nación alemana, os cubriríais para siempre de deshonra si por nuestra negligencia se nos imputara no digo herejía, sino aunque sólo fuera la menor sospecha de herejía. Después de haber escuchado ayer la obstinada defensa de Lutero, lamento haber demorado tan largo tiempo el proceder contra él y su falsa doctrina. No quiero tener nada más que hacer con él. Puede volver bajo salvoconducto, pero sin predicar ni provocar tumultos. Procederé contra él como contra un hereje notorio y os pido que os pronunciéis según me habéis prometido.

Muchos de los oyentes del emperador quedaron del color de la muerte. Al día siguiente los electores se declararon completamente de acuerdo con el emperador, pero de los seis sólo cuatro firmaron. Los que disentían eran Ludwig del Palatinado y Federico de Sajonia. Éste había visto claro.

El emperador se sintió entonces bastante respaldado para proceder con el edicto, pero durante la noche se colocó en la puerta del Ayuntamiento de la ciudad y por todas partes en Worms un cartel con el sello del Bundscbuh. Este era el símbolo de la rebelión de los campesinos, la sandalia del campesino en contraste con la bota alta del noble. Durante un siglo Alemania había sido perturbada por la inquietud campesina. Este cartel implicaba vigorosamente que si Lutero era condenado los campesinos se levantarían. De dónde salieron esos carteles, es algo que sólo puede ser motivo de conjeturas. Hutten supuso que habían sido pegados por los papistas a fin de desacreditar a los luteranos, pero Aleandro también ignoraba su origen. Quienquiera lo hiciera, Alberto de Maguncia estaba aterrado. Al amanecer corrió a los aposentos del emperador, quien se rió de él. Pero Alberto no se iba a dejar poner de lado, y llamó a su hermano Joaquín, el más ardiente opositor de Lutero. A instancias de ambos, los estados pidieron al emperador que permitiera que Lutero fuera examinado de nuevo. El emperador respondió que él no haría nada por sí mismo, pero que disponían de tres días.

Entonces empezó un intento de doblegar a Lutero por intermedio de una comisión. El juicio, aunque menos dramático, fue más crucial que la aparición en público. Al que es capaz de dar un rotundo no ante una asamblea pública, puede resultarle más difícil, si es sensible, resistir a las amables reconvenciones de hombres interesados en impedir la división de Alemania y la desintegración de la Iglesia. La comisión estaba presidida por Ricardo de Greiffenklau, el arzobispo de Trier, el custodio de la túnica sin costuras de Cristo, a quien desde hacía tanto tiempo Federico el Sabio proponía como arbitro. Con ellos estaban algunos amigos de Lutero, y algunos de sus enemigos, entre ellos el duque Jorge.

En una forma ligeramente diferente se renovó el intento de Glapión de lograr una revocación parcial. El ataque de Lutero a los vendedores de indulgencias fue declarado nuevamente justificado, y su denuncia de la corrupción romana era considerada confortante. Había escrito bien acerca de las buenas obras y los Diez Mandamientos, pero La libertad del cristiano empujaría a las masas a rechazar toda autoridad. Podemos observar que en este momento el ataque se centraba, no en la demolición del sistema sacramental que se hacía en La cautividad babilónica, sino en la pretendida amenaza a la tranquilidad pública existente en el opúsculo sobre la libertad cristiana. Lutero replicó que él no intentaba nada de eso, y aconsejaría obediencia aun a los malos magistrados. Trier le imploró que no desgarrara la túnica inconsútil de la cristiandad. Respondió con el consejo de Gamaliel: esperar y ver si sus enseñanzas provenían de Dios o el hombre. Se le recordó a Lutero que, si caía Melanchton sería arrastrado tras él. Ante esto sus ojos se arrasaron en lágrimas; pero cuando se le preguntó qué juez aceptaría, se enderezó y replicó que nombraría a un niño de ocho o nueve años. «El papa -declaró- no es juez en materias tocantes a la Palabra de Dios y la fe; un cristiano debe examinar y juzgar por sí mismo.» La comisión informó de su fracaso al emperador.

El 6 de mayo su majestad presentó a una dieta disminuida el proyecto final del Edicto de Worms, preparado por Aleandro, Se acusaba a Lutero de atacar los siete sacramentos al modo de los condenados bohemios.

Ha mancillado el matrimonio, menospreciado la confesión y negado el cuerpo y la sangre de Nuestro Señor. Hace que los sacramentos dependan de la fe de quien los recibe. Es un pagano en su negación del libre albedrío. Este demonio con hábito de monje ha unido antiguos errores para formar un solo charco pestilente y ha inventado otros nuevos. Niega el poder de las llaves y alienta a los laicos a lavarse las manos en la sangre del clero. Su enseñanza promueve la rebelión, la división, la guerra, el asesinato, el robo, el incendio y el derrumbe de la cristiandad. Vive una vida de bestia. Ha quemado las decretales, desprecia por igual la excomunión y la espada. Hace más daño al poder civil que al eclesiástico. Hemos trabajado con él, pero sólo reconoce la autoridad de las Escrituras, a las que interpreta según su propio sentir. Le hemos dado veintiún días, desde el 15 de abril. Ahora hemos reunido a los estados del imperio. Lutero debe ser considerado como un hereje convicto [aunque la bula de excomunión no había sido publicada aún]. Vencido el plazo nadie debe darle albergue. Sus seguidores también serán condenados. Sus libros serán arrancados de la memoria del hombre.

Aleandro llevó el edicto ante el emperador para que lo firmara. Éste tomó la pluma. «Luego -dice Aleandro-, no tengo la menor idea de por qué, la dejó y dijo que debía someter el edicto a la Dieta.» El emperador sabía por qué. Los miembros se estaban volviendo a sus casas. Federico el Sabio se había ido. Ludwig del Palatinado se había ido. Los que quedaban constituían un grupo dispuesto a condenar a Lutero. Aunque el edicto tenía fecha 6 de mayo, no fue promulgado hasta el veintiséis.

Para entonces la dieta estaba lo suficientemente reducida para consentir. Entonces firmó el emperador. Aleandro dice:

Su majestad firmó el texto latino y el alemán con su propia y bendita mano, y sonriendo dijo: «Estaréis contento ahora.» «Sí -le respondí-, y mayor aun será el contento de Su Santidad y de toda la Cristiandad.» Alabamos a Dios por darnos un emperador tan piadoso. Que Dios lo preserve en todos sus santos caminos a él, que ya ha adquirido perpetua gloria y con Dios eterna recompensa. Estaba por entonar un pean de Ovidio cuando recordé que era una ocasión religiosa. Por lo tanto, bendita sea la Santísima Trinidad por su inmensa misericordia.

El edicto de Worms, sancionado por un tribunal secular encargado de un caso de herejía a instancias de los luteranos y contra la oposición de los papistas, fue después repudiado por los luteranos por haber sido sancionado solamente por unos pocos, y fue patrocinado por los papistas debido a que era una confirmación de la fe católica. La Iglesia de Roma, que tan esforzadamente había tratado de evitar que la dieta de Worms se convirtiera en un concilio eclesiástico, se convirtió, a la luz de los resultados, en la mayor defensora del pronunciamiento de un tribunal secular en un caso de herejía.

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