Capítulo XI
MI ISLA DE PATMOS
Los contemporáneos consideraron el juicio de Lutero en Worms como una repetición de la pasión de Cristo. Alberto Durero, el 17 de mayo, registraba en su diario esta oración: «Oh Señor, que deseaste que antes de venir tú a juzgarnos, tu Hijo Jesucristo tuviera que morir en manos de los sacerdotes y elevarse de la muerte y ascender a los cielos, que del mismo modo tu discípulo Martín Lutero sea sumiso a Él.» Tal comparación nos choca más en el secularizado siglo veinte que en el siglo dieciséis, cuando los hombres caminaban en una perpetua representación de la Pasión. Algún panfletista anónimo no trepidó en narrar los procedimientos de Worms en el mismo lenguaje que los evangelios, identificando a Alberto con Caifas, a Lang con Anas, a Federico con Pedro y a Carlos con Pilatos. El único relato que poseemos de cómo se quemaron los libros de Lutero en Worms proviene de este documento y dice:
Luego el prefecto [Carlos en el papel de Pilatos} les entregó los libros de Lutero para que los quemaran. Los sacerdotes los tomaron, y cuando los príncipes y el pueblo se hubieron ido, la Dieta imperial hizo una gran pira frente al palacio del sumo sacerdote, donde quemaron los libros, colorando en lo alto un retrato de Lutero con esta inscripción «Este es Martín Lutero, el doctor del Evangelio», La inscripción fue leída por muchos romanistas, pues el lugar en que fueron quemados los libros de Lutero no estaba lejos de la corte del obispo. Este título estaba escrito en francés, alemán y latín¼ Entonces los sumos sacerdotes y los romanistas dijeron al prefecto: «No escribáis: ‘Un doctor de la verdad evangélica’, sino que él dijo: ‘Yo soy un doctor de la verdad evangélica.'» Pero el prefecto respondió: «Lo escrito, escrito está.»
Y junto con él fueron quemados otros dos doctores, Hutten y Carlstadt, uno a la derecha y el otro a la izquierda. Pero el retrato de Lutero no se quemó hasta que los soldados lo hubieron enrollado y puesto dentro de un barril con pez, en donde se redujo a cenizas. Como un conde contemplara estas cosas que se habían hecho, se maravilló y dijo: «En verdad, éste es un cristiano.» Y toda la multitud presente, viendo estas cosas que habían sucedido, volvió golpeándose el pecho.
Al día siguiente, los sumos sacerdotes y los fariseos, junto con los romanistas, fueron hasta el prefecto y dijeron: «Recordamos que este seductor dijo que deseaba escribir aún cosas más grandes Por lo tanto, dad una orden por toda la tierra que sus libros no sean vendidos, pues de lo contrario el último error será peor que el primero.» Pero el prefecto dijo: «Tenéis vuestra propia guardia. Id y publicad bulas, como sabéis hacerlo, a través de vuestra falsa excomunión.» Entonces se fueron y dictaron terribles mandatos en nombre del romano pontífice y el emperador, pero hasta el día de hoy no han sido obedecidos.
Esta descripción de Carlos como Pilatos, cediendo vacilantemente a los eclesiásticos, no está, por supuesto, de acuerdo con la realidad. En sus dominios privados la Contrarreforma, ya iniciada, proseguía con celo, Aleandro volvió a los Países Bajos y continuó quemando alegremente los libros. En una oportunidad, un fraile estaba vigilando una hoguera, y un espectador le dijo: «Veríais mejor si las cenizas de los libros de Lutero os entraran en los ojos.» Era un hombre osado el que se atrevía a decir tanto. Erasmo, en Lovaina, empezaba a darse cuenta de que pronto debería elegir entre la pira y el exilio. Y confesando tristemente que no estaba hecho para el martirio, trasladó su residencia a Basilea.
Alberto Durero, en los Países Bajos, recibió la noticia de que la pasión de Lutero había terminado. Y anotó en su diario:
No sé si vive o si ha sido asesinado; pero en todo caso ha sufrido por la verdad cristiana. Si perdemos a este hombre, que ha escrito más claramente que cualquier otro en siglos, que Dios conceda su espíritu a otro. Sus libros deberían ser tenidos en gran honor y no quemados como ordena el emperador, cosa que debiera hacerse más bien con los libros de sus enemigos. ¡Oh Dios! Si Lutero está muerto, ¿quién nos explicará tan claramente el Santo Evangelio de ahora en adelante? ¿Qué no podría haber escrito para nosotros en los próximos diez o veinte años?
En el Wartburgo
Pero Lutero no estaba muerto. Sus amigos empezaron a recibir cartas «Desde el desierto», «Desde la isla de Patmos». Federico el Sabio había decidido esconderlo, y dio instrucciones a funcionarios de la corte para que tomaran las disposiciones necesarias sin divulgar los detalles, ni siquiera comunicárselos a él mismo, para poder sinceramente fingir inocencia. Spalatin, sin embargo, podía saber. Lutero y un compañero fueron enterados del plan. Lutero no se sintió muy feliz con él. Estaba decidido a volver a Wittemberg, sucediera lo que sucediese. Con unos pocos compañeros entraba en un carro en los bosques de las afueras de la aldea de Eisenach, cuando jinetes armados cayeron sobre la partida y con muchas maldiciones y muestras de violencia arrastraron a Lutero al suelo. El compañero, sabedor del engaño, desempeñó también su papel e increpó duramente a los raptores. Pusieron a Lutero sobre un caballo y durante todo el día lo condujeron por caminos llenos de rodeos a través de los bosques, hasta que, al crepúsculo, se recortaron contra el cielo los macizos contornos del castillo de Wartburgo. A las once de la noche la partida se detuvo ante las puertas del castillo.
La antigua fortaleza era ya el símbolo de un día ido, en que la caballería germana estaba en flor y la santidad era incuestionablemente el más elevado fin del hombre. Allí se habían reunido monarcas y trovadores, caballeros y bufones, y allí Santa Isabel había dejado las reliquias de su santidad. Pero Lutero no estaba con ánimo de ensoñaciones históricas. Acostado en la cámara del bastión casi vacío, mientras los búhos y los murciélagos rondaban en la oscuridad, le parecía que el Demonio estaba arrojando nueces contra el cielo raso y haciendo rodar toneles por las escaleras. Más insidiosas que esas travesuras del Príncipe de las Tinieblas era la inquietante pregunta: «¿Eres tú el único sabio? ¿Han estado equivocados tantos siglos? ¿Y si estás en error y arrastra a tantos otros contigo a la condenación eterna?» A la mañana abrió de par en par la ventana y miró hacia las hermosas colinas de Turingia. A la distancia pudo ver una nube de humo que se elevaba de los hornos de los quemadores de carbón. Una ráfaga de viento elevó y disipó la nube. Del mismo modo se disiparon sus dudas y se restauró su fe.
Pero sólo por un momento. Le embargaba el estado de ánimo de Elías en Horeb. Los sacerdotes de Baal estaban realmente muertos, pero Jezabel buscaba la vida del profeta, y éste exclamaba: «¡Basta ya! ¡Ahora, oh Señor, quítame la vida!» Lutero pasaba de una auto recriminación a otra. Si no estaba en error, entonces, ¿había sido lo suficientemente firme en la defensa de la verdad? «Mi conciencia me inquieta porque en Worms cedí a la importunidad de mis amigos y no desempeñé el papel de Elías. Escucharían otras cosas de mí si estuviera nuevamente ante ellos.» Y cuando contemplaba el resultado, no podía sentirse alentado. «¡Qué abominable espectáculo es el reino del Anticristo romano! -escribía Melanchton-. Spalatin me escribe contándome de los más crueles edictos contra mí.»
Sin embargo, todo el peligro externo no es nada en comparación con las luchas internas. «Os puedo decir que en esta desolada soledad se producen mil batallas contra Satanás. Es mucho más fácil luchar contra el Demonio encarnado -esto es, contra los hombres- que contra la maldad espiritual en los lugares celestiales. A menudo caigo y soy levantado nuevamente por la diestra, de Dios.» La soledad y el ocio aumentaban su angustia. Escribía a Spalatin: «Ha llegado el momento de orar con todo nuestro corazón contra Satanás. Está planeando un ataque a Alemania y me temo que Dios lo permitirá a causa de que soy tan indolente en la oración. Estoy profundamente disgustado conmigo mismo, quizá porque estoy solo.» Pero no estaba completamente solo. Estaban el mayordomo y dos muchachos de servicio, pero no eran la clase de personas con las cuales pudiera desahogarse como con el viejo Staupítz. Se le había advertido no buscar compañía afuera y no hacer confidencias, pues de lo contrario se traicionaría. Dejó de lado el hábito de monje, se vistió como un caballero y se dejó crecer una larga barba. El mayordomo hizo todo lo que pudo por proporcionarle diversión e incluyó a Lutero en una partida de caza. Pero esto lo rebeló. «En cierto modo hay razón -reflexionaba- en perseguir osos, lobos, jabalíes y zorros, pero, ¿por qué perseguir a una criatura inofensiva como un conejo?» Uno se le subió por las piernas para escapar a los perros, pero éstos lo mataron mordiendo a través de su capa. «Exactamente como el papa y el demonio nos tratan a nosotros», comentó el teólogo inveterado.
Estaba ocioso, decía. Por lo menos se hallaba apartado del fragor de la lucha. «Yo no quería venir aquí -escribía-. Quería estar en la refriega.» Y otra vez: «Preferiría quemarme sobre las brasas antes que podrirme aquí.»
A la soledad y falta de actividad pública se agregaron males físicos que no eran nuevos pero que fueron grandemente acentuados por las circunstancias. Cuando todavía se hallaba en Worms había sido asaltado por agudos ataques de constipación, debido quizás al agotamiento nervioso después de los días cruciales. El régimen alimentario restringido y la vida sedentaria en el Wartburgo empeoraron el caso. Tuvo la intención de arriesgar la vida escapando de su escondite a fin de procurarse asistencia médica en Erfurt. Las dolencias continuaron desde mayo hasta octubre, cuando Spalatin pudo enviarle laxantes.
Su otra enfermedad era el insomnio. Empezó en 1520 a través de intentos por recuperar atrasos en las horas canónicas. Durante toda su controversia con Roma continuaba siendo un monje obligado a decir maitines, tercias, nonas, vísperas y completas. Pero cuando se convirtió en profesor de la universidad, predicador de la iglesia de la aldea y director de once monasterios, estaba simplemente demasiado ocupado para mantenerse al día. Debía amontonar sus oraciones durante una semana, dos semanas y hasta tres semanas, y luego dedicar todo un domingo o, en una ocasión, tres días enteros sin beber ni comer hasta haberlo «rezado todo». Después de una de esas orgías, en 1520, su cabeza vaciló. Durante cinco días no pudo conciliar el sueño, yaciendo en su cama como muerto hasta que el médico le dio un sedante. Durante la convalecencia el libro de oraciones le daba náuseas y se atrasó en un trimestre. Entonces se dio por vencido. Esta fue una de las etapas de su destete del monasticismo. El residuo permanente de la experiencia fue el insomnio.
Lutero halló en el Wartburgo un remedio para las depresiones: el trabajo. «Para no estar ocioso en mi Patmos -escribió en la dedicatoria de un tratado a Sickingen- he escrito un libro de Revelación.» No sólo escribió uno sino casi una docena. A un amigo de Estrasburgo explicaba:
No sería seguro enviaros mis libros, pero he pedido a Spalatin que se ocupe de ello. He escrito una réplica a Catarino y otra a Latomo, y en alemán un estudio sobre la confesión, comentarios de los salmos LXVII y XXXVI, un comentario sobre el Magníficat y una traducción de la réplica de Melanchton a la Universidad de París. Tengo en prensa un volumen de sermones sobre los pasajes de las epístolas y evangelios. Estoy atacando al cardenal de Maguncia y comentando la parábola de los diez leprosos.
Además de esto, tradujo todo el Nuevo Testamento a su idioma nativo. Esta fue su tarea para el año. Es de preguntarse si sus depresiones eran algo más que el ritmo del trabajo y la fatiga.
La reforma en Wittemberg: el monasticismo
Y no era que realmente hubiera abandonado la lucha. La reforma en Wittemberg se movía con desconcertante velocidad, y él se mantenía al frente de ella en la medida en que las tardías comunicaciones y las condiciones de su escondite lo permitían. Su opinión era continuamente solicitada y sus respuestas afectaban el desarrollo de los acontecimientos, aun cuando no estuviera en condiciones de tomar la iniciativa. La dirección recayó sobre Melanchton, profesor de griego en la Universidad; sobre Carlstadt, profesor y arcediano de la iglesia del castillo, y sobre Gabriel Zwilling, un monje de la propia orden de Lutero, los agustinos. Bajo la dirección de estos hombres la reforma asumió por primera vez una forma claramente reconocible para el hombre común.
Nada de lo que Lutero había hecho hasta entonces significaba una diferencia para las gentes ordinarias, excepto, por supuesto, el ataque a las indulgencias, pero éste no había demostrado todavía ser especialmente eficaz. Mientras se hallaba en el Wartburgo, Lutero supo que el cardenal Alberto de Maguncia continuaba el antiguo tráfico en Halle. El 19 de diciembre de 1521 Lutero informó a Su Gracia que estaba completamente equivocado si creía que él había muerto.
Vuestra Excelencia Electoral acaso crea que estoy fuera de combate, pero debéis saber que haré lo que exige la caridad cristiana, sin tener en cuenta las puertas del infierno, por no hablar de papas, cardenales y obispos ignorantes. Por eso ruego a Vuestra Excelencia Electoral que os mostréis como un obispo y no como un lobo. Ha quedado aclarado que las indulgencias no son más que bribonadas y mentiras. Recuerde Vuestra Excelencia Electoral el principio: qué conflagración tan terrible ha resultado de la pequeña chispa despreciada, cuando todo el mundo estaba tan seguro y creía que este pobre mendigo era demasiado insignificante para el papa y que se proponía cosas imposibles. Dios vive aún, nadie lo duda; también posee el poder de resistir a un cardenal de Maguncia, aunque cuatro emperadores le ayuden. También tiene el poder de tronchar los altos cedros y de humillar a los faraones altaneros y endurecidos. No crea Vuestra Excelencia Electoral que Lutero está muerto. Quiero mostrar a todo el mundo la diferencia entre un obispo y un lobo. Por eso pido y espero la respuesta inmediata de Vuestra Excelencia Electoral dentro de quince días, pues pasados estos quince días publicaré mi opúsculo contra el ídolo de Halle.
El cardenal replicó que los abusos ya habían sido suprimidos. Se confesaba ser un pestilente pecador, dispuesto a recibir corrección.
Eso era algo. Sin embargo, Lutero no podía decir, mientras se hallaba en el Wartburgo, que las indulgencias habían sido suprimidas en su propia parroquia de Wittemberg. Durante su ausencia en 1521 y 1522 una innovación siguió a otra con desconcertante rapidez. Los sacerdotes se casaban, los monjes se casaban, las monjas se casaban. Hasta se casaban entre sí las monjas y los monjes. Los tonsurados dejaban que les creciera el cabello. En la misa se daba el vino a los fieles y se les permitía que tomaran los elementos con sus propias manos. Los sacerdotes celebraban el sacramento sin revestirse, con ropas comunes. Trozos de la misa eran recitados en alemán. Cesaron las misas por los muertos. Cesaron las vigilias, las vísperas fueron alteradas, las imágenes fueron destrozadas. Se comía carne en los días de ayuno. Las fundaciones fueron retiradas por sus donantes. La inscripción en las universidades declinó porque los estudiantes ya no eran sostenidos con estipendios eclesiásticos. Todo esto no podía escapar a los ojos de Hans y Gretel. La doctrina podía pasar por encima de sus cabezas, pero la liturgia era parte de su vida religiosa diaria. Ahora se daban cuenta de que la reforma significaba algo, y esto empezó a preocupar a Lutero. La gloriosa libertad de los hijos de Dios estaba en peligro de convertirse en un asunto de vestidos, régimen alimentario y corte de cabello. Pero al principio aplaudió los cambios.
Primero vino el matrimonio de los sacerdotes. Lutero había dicho en La cautividad babilónica que las leyes de los hombres no pueden anular las órdenes de Dios, y puesto que Dios había ordenado el matrimonio, la unión de un sacerdote y su mujer es una unión verdadera e indisoluble. En el Discurso a la Nobleza había declarado que un sacerdote debe tener un ama de casa y que poner a un hombre y a una mujer juntos en esa situación era como acercar el fuego a la paja y esperar que no sucediera nada. El matrimonio debía ser libre para los sacerdotes, aunque todo el derecho canónico se hiciera pedazos. Que terminara la incasta castidad. El consejo de Lutero estaba siendo puesto en práctica. En 1521 tres sacerdotes se casaron y fueron arrestados por Alberto de Maguncia. Lutero le envió una cálida protesta. Alberto consultó a la Universidad de Wittemberg. Carlstadt respondió con un trabajo sobre el celibato, en el que llegaba hasta afirmar no sólo que un sacerdote puede casarse, sino que debe hacerlo, y que también debiera ser padre de familia. Sustituía el celibato obligatorio por el matrimonio y la paternidad obligatorios. Y él mismo se casó. Se describe a la joven como de noble familia, ni bonita ni rica, al parecer de quince años. Carlstadt envió un anuncio al Elector:
Nobilísimo príncipe. Observo que en las Escrituras ningún estado es tan altamente alabado como el matrimonio. Compruebo también que el matrimonio es permitido al clero, y que por falta de él muchos pobres sacerdotes han sufrido agudamente en las mazmorras del Demonio. Por lo tanto, si Dios Todopoderoso lo permite, contraeré matrimonio con Ana Mochau en la víspera de San Sebastián, y espero que Vuestra Gracia lo apruebe.
Lutero lo aprobó. «Estoy muy complacido con el casamiento de Carlstadt -escribió-. Conozco a la joven.»
Sin embargo, no tenía el propósito de hacer lo mismo él porque no sólo era un sacerdote sino también un monje. Al principio se sintió aturdido cuando Carlstadt atacó también el celibato monástico. «¡Dios mío! -escribía Lutero-. ¿Acaso nuestros wittembergueses dan esposas a los monjes? ¡No me la darán a mí!» Pero bajo la ardiente prédica de Gabriel Zwilling, los monjes agustinos empezaron a abandonar el claustro. El 30 de noviembre salieron quince. El prior informó al Elector:
Se está predicando que ningún monje puede salvarse con su cogulla, que los claustros están en manos del demonio, que habría que expulsar a los monjes y demoler los claustros. Dudo mucho que tal enseñanza esté fundada en el Evangelio.
Pero, ¿se debía obligar a los monjes a volver? Y si no, ¿se les debía permitir que se casaran? Melanchton consultó a Lutero. «Desearía poder conversar de esto con vos», le contestó éste.
El caso del monje me parece diferente del de un sacerdote. El monje ha tomado voluntariamente los votos. Vos argumentáis que un voto monástico no es de rigurosa observancia, porque no se lo puede cumplir. Con esa teoría abrogaríais todos los divinos preceptos. Decís que un voto significa servidumbre. No necesariamente. San Bernardo vivió felizmente bajo sus votos. La verdadera cuestión no es si los votos pueden ser cumplidos o no, sino si han sido impuestos por Dios.
Para hallar la respuesta, Lutero se abocó a escudriñar las Escrituras. No tardó mucho en resolverse, y pronto envió a Wittemberg algunas tesis sobre los votos. Cuando fueron leídas al círculo del clero y profesores de Wittemberg, Bugenhagen, sacerdote de la iglesia del castillo, pronunció el juicio: «Estas proposiciones trastornarán las instituciones públicas como no lo había hecho hasta ahora la doctrina de Lutero.» Las tesis fueron seguidas poco después por un tratado Sobre los votos monásticos. En un prefacio dirigido «A mi queridísimo padre», Lutero confesaba ahora discernir la mano de la Providencia al hacer de él un monje contra la voluntad de sus padres, a fin de que pudiera testificar por experiencia en contra del monasticismo, El voto del monje no está fundado en las Escrituras y se encuentra en conflicto con la caridad y la libertad. «El matrimonio es bueno, la virginidad es mejor, pero la libertad es lo mejor de todo.» Los votos monásticos descansan en la falsa suposición de que existe un llamamiento especial, una vocación con la que son invitados a observar los consejos de perfección los cristianos superiores, mientras que los cristianos comunes cumplen solamente los mandamientos. Pero Lutero declaraba que simplemente no existe ninguna vocación religiosa especial, puesto que el llamado de Dios llega a todos los hombres en las tareas comunes. «Esta es la obra -dice Jonas- que vació los claustros.» La propia orden de Lutero en Wittemberg, los agustinos, en una reunión en enero, en vez de aplicar sanciones disciplinarias a los monjes apóstatas, reglamentó que desde entonces en adelante cualquier miembro quedaba en libertad de quedarse o irse.
La misa
Luego vino la reforma de la liturgia, que tocó más en lo íntimo al hombre común, porque alteraba sus devociones diarias. Se le invitaba a beber el vino en el sacramento, a tomar los elementos con sus propias manos, a comulgar sin previa confesión, a escuchar las palabras de institución en su propio idioma y a participar extensamente en los cánticos sagrados.
Lutero estableció los fundamentos teóricos para los cambios más importantes. Su principio era que la misa no es un sacrificio, sino una acción de gracias a Dios y una comunión con los creyentes. No es un sacrificio en el sentido de aplacar a Dios, porque Dios no necesita ser aplacado, y no es una oblación en el sentido de algo que se ofrece, porque el hombre no puede ofrecer nada a Dios, sino sólo recibir de Él. Entonces, ¿qué debería hacerse con expresiones de la misa tales como «este santo sacrificio», «esta oblación», «estas ofrendas»? En La cautividad babilónica, Lutero las había interpretado figuradamente, pero en el Wartburgo llegó a conclusiones más drásticas: «Las palabras del canon son claras, las palabras de las Escrituras son claras. Que el canon ceda ante el Evangelio.» La liturgia pues, debía ser revisada.
Una forma particular de la misa descansaba exclusivamente en su carácter de sacrificio. Esta era la misa privada en beneficio de las almas de los muertos, por quienes el sacerdote ofrecía un sacrificio; y como éstos no podían de ningún modo estar presentes, comulgaba solo. Esta forma de la misa se llamaba privada porque estaba dotada privadamente. También se la realizaba privadamente. Lutero objetó primero el principio de sacrificio y en segundo lugar la ausencia de la congregación. En La cautividad babilónica había estado dispuesto a tolerar esas misas como devociones privadas de parte del sacerdote, siempre, por supuesto, que fueran realizadas con un espíritu de devoción y no contadas simplemente para completar la cuota del día. En el Wartburgo llegó a una posición más definida. Escribía a Melanchton el 1º de agosto: «Nunca volveré a celebrar una misa privada en toda la eternidad.» Un opúsculo suyo sobre la abolición de las misas privadas concluía con un llamamiento a Federico el Sabio a emular la cruzada de Federico Barbarroja para la liberación del Santo Sepulcro. Le pedía que liberara al Evangelio en Wittemberg, aboliendo todas las misas que había dotado privadamente. Para decir tales misas en la iglesia del castillo, estaban empleados veinticinco sacerdotes.
Sobre la antigua cuestión planteada por los husitas, de si debía darse a los fieles tanto el pan como el vino, Lutero y los wittembergueses concordaban en el deseo de restaurar la práctica apostólica. En cuanto al ayuno y la confesión previos a la comunión, Lutero era indiferente. Había divergencias sobre si el sacerdote debía elevar los elementos. Carlstadt consideraba este acto como la presentación de un sacrificio y como tal lo rechazaba, mientras que Lutero veía solamente una señal de reverencia que debía ser conservada.
El estallido de violencia
E1 acuerdo era, por cierto, suficiente como para justificar la acción, y Melanchton tomó la iniciativa el 29 de setiembre administrando la comunión en ambas formas a unos pocos estudiantes en la iglesia parroquial. En el claustro agustino Zwilling hacía apasionados pedidos a los hermanos para que se rehusaran a celebrar a menos que se reformara la misa. El prior respondió que prefería que no se dijera misa a que se la mutilara. En consecuencia, la misa cesó en el claustro agustino el 23 de octubre. En la iglesia del castillo, en el día de Todos los Santos, el 1° de noviembre, el mismo día destinado a la exhibición de las reliquias y la dispensa de las indulgencias, Justus Jonas vituperó las indulgencias calificándolas de trastos viejos y clamó por la abolición de las vigilias y misas privadas. En el futuro se negaría a celebrar a menos que estuvieran presentes los comulgantes. Empezó la violencia popular. Estudiantes y burgueses intimidaron en tal forma a los antiguos creyentes, que los agustinos fieles temieron por su propia seguridad y por la del claustro. El elector se hallaba preocupado. Como príncipe era responsable de la paz pública. Como cristiano debía interesarse en la verdadera fe. Deseaba ser iluminado sobre el significado de las Escrituras, y designó una comisión para ello. Pero la comisión no podía ponerse de acuerdo. Ningún grupo de Wittemberg podía ponerse de acuerdo, ni siquiera la Universidad, ni los agustinos, ni el capítulo de la iglesia del castillo. «En qué enredo nos hallamos -decía Spalatin- con cada cual haciendo algo distinto.»
El antiguo orden argumentaba que Dios no hubiera sufrido que su iglesia fuera engañada tanto tiempo. Los cambios debían esperar por lo menos hasta que se lograra la unanimidad, y el clero no debía ser molestado. Federico el Sabio señalaba, además, a los innovadores que las misas estaban dotadas, y si cesaban las misas, las dotaciones también cesarían. No veía cómo un sacerdote podía esperar casarse, dejar de decir misa y, sin embargo, seguir cobrando su estipendio. Argumentaba que la alteración de la misa interesaba a toda la cristiandad, y que si en una pequeña ciudad como Wittemberg no podían ponerse de acuerdo, el resto del mundo no se impresionaría. Sobre todo, era necesario que no hubiera división ni tumultos. Los evangélicos replicaban señalando el ejemplo de Cristo y los apóstoles, que, a pesar de no ser sino un puñado de hombres, no se detuvieron ante las reformas por temor a los tumultos. En cuanto a los antepasados que habían dotado las misas, si pudieran volver a la vida y recibir una enseñanza mejor, se alegrarían de que su dinero fuera usado para fomentar la fe de mejor manera. Los antiguos creyentes refutaban: «No debéis pensar que porque seáis un puñado de hombres estáis por ello en la posición de Cristo y los apóstoles.»
Las simpatías de Lutero estaban por el momento con el puñado, y se angustiaba porque los sucesos se producían demasiado lentamente. Había enviado a Spalatin los manuscritos de sus tratados titulados: Sobre el voto monástico, Sobre la abolición de las misas privadas y Una invectiva contra el arzobispo de Maguncia. Ninguno de ellos había sido publicado. Lutero resolvió hacer un viaje de incógnito a Wittemberg para descubrir la razón de esto.