Biografía de Lutero - por Roland Bainton

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Capítulo XIII

NO HAY OTRO FUNDAMENTO

Desde el punto de vista externo, Lutero había alcanzado el punto crucial de su carrera. El dirigente de la oposición estaba llamado a ser la cabeza del gobierno, aunque en un área restringida. El demoledor fue llamado a construir. El cambio de curso no era absoluto porque, por un lado, había sido constructivo todo el tiempo, y por otro, hasta el fin no cesó de desollar al papado. Había, sin embargo, una gran diferencia entre vituperar contra «la execrable bula del Anticristo» y proveer un nuevo modelo de Iglesia, estado y sociedad, una nueva constitución para la Iglesia, una nueva liturgia y una nueva Biblia en lenguaje vernáculo.

En el cumplimiento de esta tarea debía tener en cuenta dos consideraciones. La primera estaba relacionada con los principios que Lutero trataba de realizar en concreto, y la segunda con el pueblo que constituía el campo en que esas ideas debían realizarse. Los puntos de vista de Lutero estaban en su mayor parte ya maduros para la época de su vuelta a Wittemberg. La controversia agudizaría las partes más importantes. La experiencia práctica dictaba las líneas de avance o retroceso, mientras que largos años en el pulpito y en el aula le proporcionaban ocasión para una copiosa ilustración.

Los principios de Lutero en religión y ética deben ser constantemente tenidos en cuenta, pues de lo contrario a veces parece ininteligible y hasta caprichoso. Para él la principal consideración era la preeminencia de la religión. En una sociedad donde la casta menor se entregaba al juego, las fanfarronadas y las mozas -la dieta de Worms fue llamada un verdadero «pueblo de Venus»-, en un momento en que la clase más elegida se gloriaba de las realizaciones del hombre, se adelantaba Lutero, transportado por los cantos de los ángeles, pasmado ante la ira de Dios, atónito ante la maravilla de la creación, cantando a la divina misericordia, un hombre inflamado por Dios. Para una persona así no había ninguna cuestión que importara mucho, salvo ésta: ¿Cómo estoy ante Dios? Lutero nunca eludiría una tarea mundana tal como exhortar al elector a que reparase los muros de la ciudad para evitar que los cerdos de los campesinos destrozaran los jardines de los vecinos, pero nunca se interesaba mucho por cercos, jardines, muros, ciudades, príncipes ni ninguna de todas las bendiciones y fastidios de esta vida mortal. El problema último era siempre Dios y las relaciones que tiene el hombre con Dios. Por esta razón, las formas políticas y sociales eran para él asuntos relativamente indiferentes. Todo lo que fomentara la comprensión, difusión y práctica de la Palabra de Dios debía ser alentado, y todo lo que se opusiera a ello debía ser atacado. Por eso es fútil preguntarse si Lutero era demócrata, aristócrata, autócrata o cualquier otra cosa. La religión era para él el principal fin del hombre, y todo lo demás era periférico.

Y la religión que tenía en mente era, por supuesto, la religión cristiana. Todos en su época hubieran dicho esto, aunque más no fuera por orgullo nacional o europeo. Pero Lutero hablaba así porque había experimentado un completo impasse en todo otro acercamiento a Dios que no fuera su propio auto-conocimiento en Jesucristo. «No hay otro fundamento que el que ha sido puesto, el cual es Jesucristo.»

Naturaleza, historia y filosofía

La naturaleza no puede revelar a Dios. La naturaleza es realmente maravillosa y cada partícula de la creación revela la obra de Dios, si se tiene ojos para verlo. Pero en ello está precisamente la dificultad. Si ya se cree en la bondad de Dios, sobrecoge de asombro y maravilla el temblor de la aurora cuando la noche no es todavía día y el día no es noche sino que la luz dispersa imperceptiblemente las tinieblas. ¡Qué maravillosas son las nubes sostenidas sin pilares y el firmamento que no se apoya en columnas! ¡Cuan hermosos son los pájaros del cielo y los lirios del campo! «Si pudiéramos comprender un solo grano de trigo, moriríamos de asombro.» Dios está en todo esto. Está en toda criatura, interna y externamente, a través de ella, por encima y por debajo, por delante y por detrás, de modo que nada puede ser más interior y escondido en toda criatura que Dios. «En Él vivimos, y nos movemos y tenemos nuestro ser.» Sin Él es la nada. Dios llena todo el mundo, pero Él no es contenido por el mundo. «¿Adonde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos allí estás tú, y si en abismo hiciese mi estrado, he aquí que allí tú estás.» Pero, ¿quién ve todo esto? Sólo la fe y el espíritu. Lo único de Erasmo era que no quedaba estupefacto de admiración ante el niño en el seno materno. No contemplaba el matrimonio con reverente sorpresa, ni alababa ni agradecía a Dios por la maravilla de una flor o ante un carozo de durazno que se abre por la fuerza de la semilla hinchada. Contempla estas maravillas como una vaca que mirase una puerta nueva. La deficiencia de la fe se hace evidente en esta falta de asombro, pues la naturaleza es una revelación solamente para aquellos a quienes Dios ya ha sido revelado.

No sucede algo mejor con la historia, que tampoco puede revelar a Dios, porque el conjunto de la historia parece a primera vista nada más que un comentario al texto. «Quitó a los poderosos de los tronos y levantó a los humildes.» Dios permite que los poderosos imperios se pavoneen en el escenario durante un tiempo: Asiría, Babilonia, Persia, Grecia y Roma. Luego, cuando se vuelven demasiado arrogantes, coloca la espada en la mano de otro y lo deja derribar al matón, solamente para rebajarlo a la vez después de su fanfarronada. Aquí nos encontramos nuevamente con un tema agustiniano, salvo que la historia de Agustín es una ilustración de la ambición de dominio del hombre y de la justiciera acción de Dios al abatir al arrogante. Pero Lutero se pregunta si Dios no se estará divirtiendo con una representación de títeres.

Aun más desconcertante es el reconocimiento de que demasiado a menudo Dios no abate al poderoso ni exalta a los humildes, sino que los deja en su inmundicia sin pagarles con la misma moneda y sin vengarlos. En toda la historia los santos son los despreciados y rechazados, maltratados, abusados y pisoteados bajo los pies del hombre. José, por ejemplo, sin ninguna razón fue tomado por sus hermanos, arrojado al pozo, vendido a los ismaelitas y llevado como esclavo a Egipto. Allí, precisamente por ser honrado, fue mancillado con la acusación de adulterio y arrojado en la cárcel. Y la virgen María, después de ser informada por el ángel Gabriel de que sería la madre del Altísimo, tuvo que sufrir la sospecha de su propio marido. La situación de José es comprensible, pues aún no habían estado juntos y ella había permanecido tres meses ausente con su prima Isabel. Él no pudo aceptar cumplidamente su situación hasta que el ángel lo instruyó en sueños. Pero, ¿por qué esperó Dios, para sacarlo del error, a que María fuera avergonzada?

Algunas de las aflicciones que caen sobre los justos eran, en opinión de Lutero, obra del Demonio, y en este punto sigue el familiar dualismo agustiniano del eterno conflicto entre la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena a través de la cual opera Satanás. Lutero podía en esta forma encontrar consuelo en el tumulto porque el Demonio no puede dejar de atacar la fe, y el tumulto es prueba de que la fe está presente y sometida a un ataque. Pero no siempre es responsable el Demonio. Dios es un Dios que actúa por medio de contradicciones. La virgen tuvo que ser avergonzada antes de entrar a la gloria. José tuvo que ser humillado por una falsa acusación antes de poder convertirse en el primer ministro y salvador de Egipto. En tales momentos, Dios parece escondido. José debe de haber sostenido una terrible lucha.

Habrá dicho: «¡Oh, si solamente pudiera volver a mi padre!» Y luego debe de haberse recobrado y dicho: «¡Detente! Si solo pudiera encontrar el camino de salida de este calabozo… Detente. ¿Y si muero en desgracia en esta prisión? ¡Detente!» Tales pasos de la angustia al consuelo lo asaltaron hasta que pudo discernir la mano de Dios.

No hay escape a los horrores de las tinieblas, porque Dios es un Dios tal «que antes de poder ser Dios debe aparecer primero como si fuera el Demonio. No podemos alcanzar el cielo si no descendemos primero al infierno. No podemos ser los hijos de Dios a menos que primero seamos los hijos del diablo, Y también antes de poder ver que el mundo es una mentira, debe parecer primero que es la verdad».

Debe parecer así. Sin embargo, Dios no nos ha abandonado realmente, sino que está oculto y no podemos descubrirlo mediante una búsqueda directa. No sabemos por qué Dios desea esconderse de nosotros; pero lo que sí sabemos es que nuestra naturaleza no puede alcanzar su majestad. David no habló con el Dios absoluto, a quien debemos temer si no queremos perecer, porque la naturaleza humana y el Dios absoluto son enemigos implacables. Y no puede ser de otro modo, sino que la naturaleza humana sea oprimida por tal majestad. Por lo tanto, David no habla con el Dios absoluto sino con Dios revestido y escondido en la Palabra.

Tampoco la filosofía puede revelar a Dios. Al hacer esta aserción Lutero en parte se hacía eco del lenguaje de los últimos escolásticos, en cuyas obras había sido educado. Los discípulos de Occam habían, destrozado la síntesis de Tomás de Aquino en la que la naturaleza y la razón llevan a través de una serie de etapas a la gracia y la revelación. En cambio, estas teologías introdujeron un gran hiato entre la naturaleza y la gracia, entre la razón y la revelación. Tanto, que en realidad la filosofía y la teología ir vieron obligadas a recurrir a dos clases diferentes de lógica y muí a dos variedades de aritmética. La ilustración clásica era la doctrina de la Trinidad, que afirma que tres personas son un solo Dios. De acuerdo con la aritmética humana, esto es absurdo, y sin embargo, de acuerdo con la aritmética divina esto debe ser creído. Lutero en este punto sobrepasó a sus maestros y afirmó que mientras por la norma de la razón humana dos más cinco es igual a siete, sin embargo, si Dios declara que son ocho hay que creer contra la razón y contra los sentimientos. Todo esto podría decir Lutero con sus maestros, pero tales acertijos le preocupaban muy poco.

La insuficiencia de la filosofía era para él más aparente y más deprimente en los puntos en que su maestro, San Agustín, había acentuado la división entre el hombre natural y el hombre redimido, y con ello había agrandado al mismo tiempo la brecha entre la religión natural y la religión revelada. Agustín concedía libremente que en algunos respectos el hombre aún se parece a Dios, a cuya imagen fuera creado. La caída de Adán no borró todos los vestigios, pero su significado es ininteligible al que no está familiarizado con el modelo original. Los últimos escolásticos realzaban el punto de que cuando una vaca pasta en un prado es una vaca solamente para el que ha visto previamente una vaca; del mismo modo, la estructura trinitaria del hombre, con intelecto, memoria y voluntad, señala la estructura trinitaria de Dios solamente para aquel a quien la doctrina ya le ha sido revelada. Lutero tomó toda esta manera de pensar y la aplicó en una forma más drástica y penetrante, porque para él el problema no era tanto metafísico como religioso. El punto crucial no era la estructura de Dios, sino el carácter de Dios. Su estructura sigue siendo un misterio insoluble en el cual sería más prudente no intentar penetrar, pero debemos preguntarnos: ¿Dios es bueno? ¿Es justo? ¿Es bueno conmigo? El corazón de Agustín ya no tuvo inquietud después de recibir el yugo que es fácil. Pero Lutero no cesó nunca de revolver esas viejas preguntas atormentadoras.

Cristo es el único revelador

Para hallar la respuesta tuvo que buscar a Dios donde Él ha escogido darse a conocer, a saber, en la carne de Jesucristo Nuestro Señor, que es el único revelador de Dios.

El profeta Isaías dijo: «El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz.» ¿No creéis que esta sea una luz inefable que nos permite ver el corazón de Dios y la profundidad de la Divinidad? ídem, que también vemos los pensamientos del diablo, qué es el pecado y cómo debemos salvarnos de él; qué es la muerte y cómo liberarnos de ella. Qué es el mundo, y el ser humano y cómo preservarnos de ellos. Antes nadie sabía lo que es Dios, ni si había o no demonios, qué es la muerte y el pecado, y tampoco cómo salvarse de ellos. Todo esto es obra de Cristo, y en este pasaje es llamado Poderoso, y Maravilloso.

El es el único Redentor del hombre de la esclavitud del pecado y los caminos de la muerte. Él es la única esperanza de una sociedad duradera en la tierra. Donde los hombres no conocen al Niño de Belén desvarían, se encolerizan y luchan. Los ángeles proclamaron la paz en la tierra, y así será para aquellos que conozcan y reciban a este Niño. ¿Qué es el mundo sino un perfecto infierno sin otra cosa que mentira, engaño, glotonería, ebriedad, lujuria, fanfarronadas y asesinatos? Es decir, el mismo diablo maldito. No hay amor ni fidelidad. Nadie está seguro de otro. Hay que guardarse tanto de los amigos como de los enemigos, y a veces más. Este es el reino del mundo, donde el Demonio reina y domina. Pero los ángeles muestran en su cántico que los que conocen y aceptan al Niño Jesús no sólo honran a Dios sino que tratan a sus hermanos como si fueran dioses, es decir, gente buena y amante de la paz, que a todos con gusto ayudan y aconsejan, que impedirán reyertas y discordias para que todo se haga bella y tranquilamente y en toda amabilidad entre los cristianos, que exista un régimen bello y pacífico, un trato amable, donde cada uno haga alegremente lo mejor que pueda por los demás.

Entonces todo parecería ser simple. «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo», pero la fe en Cristo está lejos de ser simple y fácil porque Él es un rey sorprendente que, en vez de defender a su pueblo, lo abandona. Al que va a salvar lo hace primero un pecador desesperado. Al que quiere hacer sabio lo convierte primero en un necio. Al que quiere hacer vivir debe primero matar. Al que quiere honrar debe primero deshonrar. Es un extraño rey que está más cerca cuanto más lejos está y más lejos cuanto más cerca está.

El intento de Erasmo de hacer al cristianismo simple y fácil era para Lutero completamente vano porque Cristo hiere tan profundamente. La corrupción del hombre debe ser atacada antes que puedan ser abiertos sus ojos. Uno de los alumnos de Lutero registraba lo siguiente:

En la Nochebuena (1538) el doctor Martín estaba muy alegre. Todas sus palabras y cánticos y pensamientos eran sobre la Encarnación de Cristo Nuestro Salvador. Luego, con un suspiro, dijo: «¡Ay de nosotros, los pobres hombres que nos mostramos tan fríos e indiferentes ante la gran alegría que nos ha sido dada, ante ese gran don, que excede tanto, tanto, a todo lo que Dios ha creado. Nuestra fe es tan débil, a pesar de que nos es cantado y predicado por los ángeles, que son los teólogos celestiales. Su cántico es hermoso y resume toda la religión cristiana, pues ‘gloria a Dios en las Alturas’ es el mejor servicio divino. Esto es lo que ellos desean para nosotros y nos llevan en esta Navidad. Pues el mundo, desde la caída de Adán, no conoce a Dios ni a sus criaturas. Vive del todo fuera de la gloria de Dios. ¡Oh! ¡Qué hermosos, delicados y felices pensamientos tendría el hombre si no hubiera caído! ¡Cómo hubiera meditado sobre Dios ante todas las criaturas viendo en la más pequeña e insignificante flor la omnipotente sabiduría y bondad de Dios! En verdad os digo que es difícil imaginar cómo Dios crea del suelo seco flores tan distintas, colores tan hermosos, de perfume tan agradable, que ningún pintor podría hacerlo igual. Dios puede producir colores verdes, amarillos, rojos, azules y pardos de la tierra. Todo esto demuestra que Dios Nuestro Señor es un gran artista y maestro al que nadie puede imitar. Adán y sus hijos se hubieran gloriado en todo esto, pero ahora, desde la desgraciada caída, el Creador es deshonrado y envilecido. Por eso los queridos ángeles llaman una vez más, en nombre de Cristo, a los hombres caídos, a la fe y el amor para que den gloria solo a Dios y puedan vivir en esta vida en paz con Dios y con los demás.»

La razón por la cual la fe es tan difícil y la razón tan inadecuada es un problema mucho más profundo que lógico. Lutero a menudo hablaba mal de la razón y en consecuencia ha sido descrito como un completo irracionalista en religión. Esto es entender completamente mal el sentido de lo que él quería decir. Él empleaba la razón, en el sentido de lógica, hasta sus últimos límites. En Worms y a menudo en otras partes pidió que se le refutara con las Escrituras y la razón. En este sentido la razón significa deducción lógica de premisas conocidas, y cuando Lutero despotricaba contra la razón meretricia quería decir algo distinto. Sentido común es quizás una traducción mejor. Al decir esto pensaba en la forma en que el hombre se comporta, siente y piensa comúnmente. No quiere decir que lo que Dios dice esté en un idioma extranjero, sino que lo que Dios hace es completamente incomprensible.

Cuando se me dice que Dios se hizo hombre, puedo seguir la idea, pero no entiendo lo que significa. Pues, ¿qué hombre, abandonado a sus inclinaciones naturales, si fuera Dios, se humillaría hasta yacer en el pesebre de un asno o colgar de una cruz? Dios echó sobre Cristo las iniquidades de todos nosotros.

Es esta inefable e infinita misericordia de Dios lo que la frágil capacidad del hombre no puede comprender y mucho menos expresar, esa insondable profundidad y ardiente celo del amor de Dios hacia nosotros. Y realmente, la magnitud de la misericordia de Dios engendra en nosotros no sólo una dificultad para creer sino también una incredulidad completa. Pues oigo no solamente que el Dios omnipotente, el Creador y Hacedor de todas las cosas, es bueno y misericordioso, sino también que esa Suprema Majestad se preocupó tanto por mí, pecador perdido, hijo de la ira y la muerte eterna, que no sólo no escatimó a su propio hijo, sino que lo entregó a la más ignominiosa muerte para que, colgando entre dos ladrones, fuera convertido en maldición y pecado por mí, un maldito pecador, para que yo pueda ser hecho justo, bendito e hijo y heredero de Dios. ¿Quién puede proclamar lo bastante esta bondad enormemente grande de Dios? Ni siquiera todos los ángeles. Por lo tanto, las Sagradas Escrituras hablan de cosas muy distintas que asuntos filosóficos y políticos, como ser los inefables y totalmente divinos dones, que sobrepasan toda comprensión de hombres y ángeles.

Sólo en Dios puede encontrar paz el hombre. Dios puede ser conocido solamente a través de Cristo, pero, ¿cómo confiar en Cristo cuando sus caminos son tan increíbles? La respuesta es guiarse no por la vista sino por la fe, que camina alegremente en la oscuridad. Pero nuevamente, ¿cómo llegar a esta fe? Es un don de Dios. No puede ser inducida por ningún acto de voluntad.

La Palabra y los Sacramentos

No, pero el hombre no ha quedado enteramente sin recursos. Puede recurrir a los canales de autorrevelación que Dios ha ordenado. Todos son llamados en la Palabra. Esta no debe ser equiparada a las Escrituras ni a los Sacramentos, sino que opera a través de ellos y no fuera de ellos. La Palabra no es la Biblia, como libro escrito, pues «el Evangelio no es realmente lo que está contenido en libros y compuesto en letras, sino más bien una predicación oral y una palabra viva, una voz que resuena a través de todo el mundo y es públicamente proclamada». Esta Palabra debe ser escuchada. Esta Palabra debe ser ponderada. «La fe en Cristo no nace en nosotros a través del pensamiento, la sabiduría y la voluntad, sino a través de una incomprensible y oculta operación del Espíritu, que es dado por la fe en Cristo solamente al escuchar la Palabra y sin ninguna obra nuestra.» También es necesario algo más que la simple lectura. «Nadie es instruido por intermedio de mucha lectura y reflexión. Existe una escuela mucho más alta donde se aprende la Palabra de Dios. Hay que irse al desierto, entonces Cristo viene y el hombre se hace capaz de juzgar el mundo.»

Asimismo, la fe es dada a aquellos que aprovechan de los ritos externos que Dios ha ordenado como órganos de revelación, los Sacramentos.

Pues aunque Él está en todas partes y en todas las criaturas y puedo encontrarlo en las piedras, el fuego, el agua o una cuerda, como con toda certeza Él está ahí, no desea, sin embargo, que yo lo busque fuera de la Palabra, ni que me arroje en el fuego, o el agua, o me cuelgue con una soga. Él está en todas partes, pero no desea que lo busquéis en todas partes sino solamente donde está la Palabra. Allí, si lo buscáis, lo encontraréis realmente, es decir, en la Palabra. Es lo que la gente no sabe ni ve bien, y dice que es absurdo que Cristo esté en el pan y el vino. Ciertamente si Cristo no estuviera conmigo en la prisión, el martirio y la muerte, ¿dónde quedaría yo? Él está verdaderamente presente en donde está la Palabra, pero no en el mismo sentido que en el sacramento, porque ha adherido su cuerpo y sangre a la Palabra y en el pan y el vino debe ser recibido corporalmente.

Estos eran los principios religiosos de Lutero: que la religión es lo más importante, que el cristianismo es la única religión verdadera y que debe ser aprehendida por la fe encaminada a través de las Sagradas Escrituras, la predicación y los Sacramentos.

Las deducciones prácticas de tal concepción son obvias. Todas las instituciones deben acordar a la religión el derecho de supremacía. El estudio de las Escrituras debe ser cultivado en la iglesia y la escuela. En la iglesia, el pulpito y el altar deben sostenerse mutuamente.

También están implícitas otras consecuencias aun, aunque menos tangibles. Si la religión es tan central, entonces todas las relaciones humanas deben estar condicionadas por ella. Las alianzas, amistades y casamientos serán seguros solamente si están basados en la fe común. Los contemporáneos a veces se espantaban de que Lutero rompiera relaciones humanas o unidades eclesiásticas por una mera cuestión de doctrina. A lo cual él replicaba que lo mismo podrían decirle que era irrazonable cortar una amistad por el mero hecho de que el amigo estrangulara a su mujer o hijo. Negar a Dios en un punto es atacar a Dios en todos. También la exclusividad que Lutero asignaba al cristianismo significaba necesariamente el rechazo de otras religiones, tales como el judaísmo. Podría o no ser caritativo con los adoradores de falsos dioses, pero nunca podía condonar su error. Tampoco podía sentirse benévolamente dispuesto hacia aquellos que menospreciaban las Escrituras y los Sacramentos o los interpretaban torcidamente en sus juicios.

La amenaza a la moral

En el campo de la moral muchos sentían que su preocupación por la religión era peligrosa. Se consideraba particularmente que su insistencia en que la buena conducta no constituye ningún derecho sobre Dios era destructora del motivo más poderoso de la buena conducta. Se le hacía a Lutero la misma objeción que a Pablo: si somos salvados, no por los méritos, sino por la misericordia de Dios, «pequemos, para que la gracia abunde». Tanto Pablo como Lutero respondieron: «Dios no lo permita.» Y cualquiera que haya seguido de cerca a Lutero sabrá que estaba muy lejos de ser indiferente en lo moral. Sin embargo, el cargo no era del todo errado. Lutero a veces decía cosas que enfáticamente sonaban subversivas en lo moral. El ejemplo clásico es el notorio pecca fortiter: «Pecad todo lo que podáis. Dios puede perdonar solamente a un vigoroso pecador.» Hacer de esto el resumen de la ética de Lutero es una burda injusticia porque se trata de un exabrupto, una chanza al anémico Melanchton, que se hallaba en un aprieto por escrúpulos de conciencia. El consejo de Lutero era esencialmente el mismo que le diera a él Staupitz, quien le dijo que antes de acudir tan frecuentemente al confesonario debía ir y cometer un verdadero pecado, por ejemplo un parricidio. Staupitz por cierto que no estaba aconsejando a Lutero que asesinara a su padre, y Lutero sabía bien que su chanza no induciría al impecable Melanchton a tirar por la borda los Diez Mandamientos. Lutero decía simplemente que quizá pudiera hacerle bien echar a perder, por una vez, sus antecedentes.

Este es un punto que a veces exponía Lutero: que se necesitaba un pecado como medicina para curar otro. Una foja sin mácula engendra el peor de los pecados: el orgullo. Por lo tanto, una caída de vez en cuando conduce a la humildad. Pero los únicos pecados que Lutero recomendaba realmente para manchar una foja eran comer, beber y dormir en demasía. Esos excesos dominados podrían ser utilizados como un antídoto para la arrogancia.

Sin embargo, a veces realmente decía cosas que tenían un tono poco ético, como ser que las buenas obras sin fe son «pecados ociosos y condenables». Erasmo se horrorizaba de ver así estigmatizadas la integridad y la decencia. Pero Lutero nunca quiso decir que desde el punto de vista social la decencia no sea mejor que la indecencia. Lo que quería decir era que la decencia del hombre que se comporta bien simplemente por temor de dañar su reputación, es a los ojos de Dios un pecado condenable y ocioso, mucho peor que la indecencia del pecador contrito. La afirmación de Lutero no es más que una versión característicamente paradójica de la parábola del publicano penitente.

Pero quizá la amenaza más profunda de Lutero a la moral esté en su rescate de la moral. No aceptaba ninguna atenuación de las terribles exigencias del Nuevo Testamento. Cristo dijo: «Dad vuestra capa; no os preocupéis por el mañana; cuando os golpeen presentad la otra mejilla; vended todo y dad a los pobres; abandona padre y madre, esposa e hijos.» La Iglesia Católica de la Edad Media tenía varios modos de atenuar lo inexorable. Una de ellas era distinguir entre cristianos y cristianos, y asignar solamente a las almas heroicas los preceptos más arduos del Evangelio. Los consejos de perfección eran consignados al monasticismo. Lutero cerró esta puerta aboliendo el monasticismo. Otra distinción era entre lo continuo y lo acostumbrado. Los cristianos esforzados debían amar a Dios y al prójimo ininterrumpidamente, pero los cristianos ordinarios sólo ordinariamente. Lutero se burlaba de toda esta casuística; y cuando se le recordaba que sin ella los preceptos del Evangelio son imposibles, replicaba: «Por supuesto que lo son, Dios ordena lo imposible.» Pero entonces surge nuevamente el antiguo problema: Si el objetivo no puede ser alcanzado, ¿a qué hacer el esfuerzo?

En este punto es necesario entender claramente qué alcance tenía la afirmación de Lutero de que la meta es inalcanzable. Lo que quería decir muy claramente es que la más noble realización humana queda corta a los ojos de Dios. Todos los hombres son pecadores. Pero no por esta razón son todos unos canallas. Un cierto nivel de moralidad no está fuera de nuestro alcance. Aun los judíos, los turcos y los paganos son capaces de mantener la ley natural comprendida en los Diez Mandamientos.

«¡No hurtarás!» Debería estar escrito en el saco del molinero, en el pan del panadero, en la horma del zapatero, en las telas del sastre, en el hacha del carpintero. Las tentaciones no pueden ser evitadas; pero si no podemos evitar que los pájaros vuelen sobre nuestras cabezas no por ello tenemos que dejarlos anidar en nuestros cabellos.

Existe, pues, una amplia base para una conducta genuinamente moral aun fuera del cristianismo.

Pero una vez más surge el peligro para la ética porque todo esto no es suficiente, Dios exige no solamente actos sino actitudes. Es como la madre que pide a la hija que cocine u ordeñe la vaca. La hija puede cumplir alegremente o a regañadientes. Dios no sólo nos pide que nos abstengamos del adulterio, sino que exige también pureza de pensamiento y restricción dentro del matrimonio. Estas son las normas que no podemos alcanzar. «Un caballo puede ser dominado con un freno de oro, pero, ¿quién puede dominarse en los puntos en que es tocado vitalmente?» Aun nuestra misma búsqueda de Dios es una manera disimulada de buscarnos a nosotros mismos. La búsqueda de la perfección es tanto más desesperada cuanto que el objetivo va retrocediendo. Cada acto de bondad abre la puerta para otro; y si no entramos por ella, hemos fracasado. Por lo tanto, toda rectitud del momento es pecado con respecto a lo que debe ser agregado en el instante siguiente. Aun más desconcertante es el descubrimiento de que somos culpables de pecados de los que no nos damos cuenta. Lutero había aprendido en el confesonario la dificultad de recordar o reconocer sus faltas. El reconocimiento mismo de que somos pecadores es un acto de fe. «Solamente por la fe debe creerse que somos pecadores, y en realidad lo más común es que parezca que no sabemos nada contra nosotros mismos. Por lo tanto, debemos confiar en el juicio de Dios y creer a su palabra cuando nos llama inicuos.»

El fundamento de la bondad

Una vez más se levantan los críticos de Lutero para preguntar por qué, si el hombre al final no tiene méritos delante de Dios, debe hacer el esfuerzo por ser bueno. La respuesta de Lutero es que la moralidad debe basarse en alguna otra cosa que el beneficio propio y la búsqueda de una recompensa. La paradoja es que Dios debe destruir en nosotros todas las ilusiones de rectitud antes de poder hacernos rectos. Primero debemos deponer toda pretensión de bondad. El camino para eliminar el sentimiento de culpa es admitir la culpa. Entonces hay alguna esperanza para nosotros. «Somos pecadores y al mismo tiempo justos.» Lo que quiere decir que por más malos que seamos actúa en nosotros un poder que puede hacer algo de nosotros, y lo hará.

Es una nueva maravillosa creer que la salvación está fuera de nosotros. Estoy justificado y soy aceptable ante Dios, aun que en mí haya pecado, maldad y horror a la muerte. Sin embargo, debo mirar a otra parte y no ver pecado. Es prodigioso no ver lo que veo, no sentir lo que siento. Ante mis ojos veo un florín, o una espada o un fuego, y debo decir: «No hay ningún florín, ninguna espada, ningún fuego.» El perdón de los pecados es parecido a este.

Y el resultado de todo esto es que el pecador humilde, perdonado, tiene muchas más posibilidades que el santo orgulloso.

La justicia del pecador no es una ficción. Debe producir y producirá buenas obras, pero nunca podrán éstas ser buenas si las hace por ellas mismas. Deben nacer de la fuente del hombre nuevo. «Las buenas obras no hacen bueno al hombre, sino que el hombre bueno hace buenas obras.» Lutero describió en diversas formas el fundamento de la bondad. A veces dice que toda moralidad es gratitud. Es la expresión irreprimible de la gratitud por el alimento y el vestido, por la tierra y el cielo y el inestimable don de la redención. Otra vez la moralidad es el fruto del espíritu que habita en el corazón del cristiano. O la moral es la conducta constituida en la naturaleza misma del hombre unido con Cristo, como la esposa con el esposo. Así como no hay necesidad de decir a los amantes lo que deben hacer o decir, así no hay necesidad de reglas para los que están enamorados de Cristo. La única palabra que abarca todo eso es fe. Ella quita todas las inhibiciones que nacen de las preocupaciones y coloca al hombre en una relación tal con respecto a Dios y Cristo, que todo lo demás viene solo.

En ninguna otra parte expresa Lutero sus ideas en palabras más vigorosas y resplandecientes que en el cántico La libertad del cristiano.

El alma que con una fe firme penetra en las promesas de Dios está unida a ellas, absorbida por ellas, penetrada, saturada, embriagada por su poder. Si el contacto de Cristo curaba, ¡cuánto más lo hará este tiernísimo contacto en el espíritu, esta absorción en la Palabra que da al alma todas las cualidades de la Palabra, de modo que se convierte en digna, apacible, libre, llena de toda bondad, un verdadero hijo de Dios! Por eso vemos muy fácilmente por qué la fe puede hacer tanto y por qué ninguna buena obra puede ser tal, pues ninguna buena obra proviene de la Palabra de Dios como la fe. Ninguna buena obra puede estar dentro del alma, mas la Palabra y la fe reinan allí. Lo que la Palabra es, es el alma, como el hierro se pone al rojo al unirse con la llama. Simplemente, pues, la fe es suficiente para el hombre cristiano. No necesita de las obras para hacerse justo. Entonces está libre de ley.

Pero no por ello debe ser perezoso o disoluto. Las buenas obras no hacen bueno a un hombre, pero un hombre bueno hace buenas obras. Un obispo no es un tal porque consagre una iglesia, sino que consagra una iglesia porque es obispo. A menos que un hombre sea un creyente y un cristiano, sus obras no tienen ningún valor. Son pecados necios, ociosos y condenables, porque cuando las buenas obras son presentadas como base para la justificación, ya no son buenas. Comprended que no rechazo las buenas obras, sino que las alabo grandemente. El apóstol Pablo dijo: «Haya, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual siendo igual a Dios se anonadó a sí mismo tomando forma de siervo, obediente hasta la muerte y muerte de cruz.» Pablo quiere decir que cuando Cristo estaba plenamente en la forma de Dios, abundante en todas las cosas, de modo que no tenía necesidad de ningún trabajo o sufrimiento para ser salvado, no se envaneció, no se arrogó poder, sino que mediante el sufrimiento, el trabajo, las penas y la muerte se hizo como otro hombre, como si necesitara todas las cosas y no estuviera en la forma de Dios. Todo esto lo hizo para servirnos. Cuando Dios, en su inmensa bondad y misericordia y sin ningún mérito de mi parte, me ha dado tan inexpresables riquezas, ¿cómo no voy yo a hacer todo lo que sé que a Él le agrada, libremente, alegremente, de todo corazón y sin vacilar? Me daré como una especie de Cristo a mi prójimo, como Cristo se dio por mí, y no haré nada en esta vida que no crea bueno, necesario y provechoso para mí prójimo.

Esta es la palabra que debiera ser colocada como epítome de la ética luterana: que el cristiano debe ser un Cristo para su prójimo. Lutero continúa explicando lo que esto implica:

Yo mismo debo depositar ante Dios mi fe y mi justicia para encubrir los pecados de mi prójimo, debo cargar con ellos y de tal modo afanarme y servirlo como si fueran los míos propios, pues así lo hizo Cristo por nosotros.

Por eso concluimos que un cristiano no vive para sí mismo, sino en Cristo y su prójimo; de lo contrario no es cristiano. En Cristo por la fe, en el prójimo por el amor. Por la fe se eleva por sobre sí hasta Dios; por el amor desciende nuevamente hacia el prójimo y permanece, no obstante, en Dios y su amor.

¿Dónde podremos encontrar una restauración más noble de la ética y dónde encontraremos nada más devastador para la ética? El cristiano debe identificarse de tal modo con su prójimo como para tomar sobre sí pecados que no ha cometido personalmente. Los padres asumen los pecados de sus hijos, los ciudadanos los pecados del estado. Lutero no soportaba que se hiciera, del mantener limpia la foja, el fin principal del hombre. Los cristianos, como Cristo, deben en cierto sentido convertirse en pecadores con y para el pecador, y, como Cristo, compartir el extrañamiento de aquellos que por el pecado estén separados de Dios.

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