Biografía de Lutero - por Roland Bainton

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Capítulo XIV

RECONSTRUYENDO LOS MUROS

La reconstrucción de los muros de Jerusalén por Esdras y Nehemías está curiosamente ilustrada en la Biblia alemana de Lutero por un grabado en el que el tema es del Antiguo Testamento y la decoración de Sajonia. Los constructores de los muros son los judíos que volvieron de Babilonia. Las piedras, el mortero, las vigas, las sierras, las carretillas y cabrias son precisamente los empleados para reparar los muros de Wittemberg. Muy similar era la aplicación por Lutero de los principios cristianos a la reconstrucción de la sociedad. La preeminencia de la religión, la sola suficiencia del cristianismo, la obligación del cristiano de ser Cristo para el prójimo, eran sus principios fundamentales. Las aplicaciones eran conservadoras. Lutero no vino a destruir, sino a construir, y contra todas las malas interpretaciones de su enseñanza trató de dejar bien claro que la tradicional ética cristiana quedaba intacta. El Sermón sobre las buenas obras no está estructurado en torno a las Bienaventuranzas, sino alrededor de los Diez Mandamientos, el núcleo de la ley de Moisés equiparado a la ley de la naturaleza. Como los anteriores a él, Lutero extendió el mandamiento de honrar al padre y a la madre para que incluyera la reverencia por todos los que poseen autoridad, tales como obispos, maestros y magistrados. Su ética doméstica era paulina y patriarcal; la ética económica, tomista y principalmente agraria; la ética política, agustiniana y de pueblo.

Las vocaciones

En un sentido Lutero era más conservador que el catolicismo, puesto que abolió el monasticismo y eliminó así un sector seleccionado para la práctica de la piedad superior. En consecuencia, la predicación del Evangelio podía ser contada entre las vocaciones seculares, sólo que Lutero se negaba a llamarlas seculares. Así como había extendido el sacerdocio a todos los creyentes, extendió también el concepto del llamado divino, la vocación, a todas las ocupaciones dignas.

Nuestra expresión «guía vocacional» proviene directamente de Lutero. Dios ha llamado al hombre a trabajar porque Él mismo trabaja. Trabaja en ocupaciones comunes. Dios es un sastre que le hace a un venado un manto que durará mil años. Es un zapatero que le proporciona botas a las que el venado no sobrevivirá. Dios es el mejor cocinero, porque el calor del sol proporciona todo el calor que existe para cocinar. Dios es un repostero que prepara un festín para los gorriones y gasta en ellos anualmente más de las rentas totales del rey de Francia. Cristo trabajó como carpintero. «Puedo imaginarme -decía Lutero desde el pulpito- a la gente de Nazareth en el día del juicio. Comparecerán ante el Maestro y dirán: «Señor, ¿no construiste tú mi casa? ¿Cómo llegaste a este honor?» La virgen María también trabajaba, y el más sorprendente ejemplo de su humildad es que después de haber recibido la asombrosa noticia de que iba a ser la madre del Redentor, no se envaneció, sino que siguió ordeñando las vacas, fregando las ollas y barriendo la casa como cualquier sirvienta. Pedro trabajaba como pescador y estaba orgulloso de su habilidad, aunque no tan orgulloso que no aceptara la sugestión del Maestro cuando éste le dijo que echara las redes hacia el otro lado. Lutero comentaba:

Yo hubiera dicho seguramente: «Querido, no me enseñes. Predicar y pescar son dos cosas diferentes; tú sabes lo primero, yo lo segundo; yo no pretendo enseñarte a predicar, ¡no me enseñes tú tampoco a pescar!» Pero Pedro era más humilde y por eso el Señor lo hizo pescador de hombres.

Los pastores trabajaban. Era un trabajo penoso vigilar sus rebaños por la noche, pero después de ver al Niño volvieron a él.

Seguramente esto debe de estar equivocado. Deberíamos corregir el pasaje y leer: «Fueron y tonsuraron sus cabezas, ayunaron, rezaron sus rosarios y se pusieron hábitos.» En cambio, leemos: «Los pastores volvieron.» ¿Adonde? A sus ovejas. Las ovejas habrían estado muy tristes si ellos no lo hubieran hecho así.

Como Dios, Cristo, la virgen, el príncipe de los apóstoles y los pastores trabajaban, así debemos trabajar nosotros en nuestras vocaciones. Dios no tiene manos ni pies propios. Debe continuar sus trabajos a través de instrumentos humanos. Cuanto más baja la tarea, tanto mejor. La lechera y el que acarrea estiércol ejecutan un trabajo más agradable a Dios que el canto de un salmo por un cartujo. Lutero nunca se cansó de defender las vocaciones que por una u otra razón eras despreciadas. La madre era considerada más baja que la virgen. Lutero replicaba que la madre muestra el modelo del amor de Dios, que se eleva sobre los pecados de los hombres, como el amor de la madre se eleva por sobre los pañales sucios.

Seguramente opinan algunos que el oficio de copista es un oficio fácil e insignificante, y que en cambio cabalgar vestido de armadura, sufrir calor, frío, polvo, sed y otras molestias es realmente un trabajo. Pero a mí me gustaría ver al jinete que pudiera quedarse quieto sentado todo el día, mirando un libro, aunque no tuviera que preocuparse, versificar, pensar ni leer. Colgar dos piernas sobre un caballo es algo que pronto se aprende; pero el arte no se aprende tan rápidamente y no se ejerce ni se practica tan fácilmente. Los que desprecian la pluma se la ponen, no obstante, en lo alto, en su sombrero, mientras que ciñen su espada, que es su herramienta, en las caderas. La pluma de escribir es liviana, es verdad; pero los que trabajan con el puño, el pie, o cualquier otro miembro, pueden a la vez cantar con alegría o chancear libremente, cosa que no puede hacer, por cierto, un copista. Lo hacen con tres dedos (se dice de los copistas), pero todo el cuerpo y toda el alma colaboran. Preguntad a un maestro qué clase de trabajo es enseñar y educar a muchachos: es algo que nadie debiera hacer por más de diez años.

Lutero prefería centrar su pensamiento social alrededor de las vocaciones y tratar con los hombres en las posiciones en que se hallaban, pero no podía tratar bien todas las ocupaciones en forma puramente personal sin tomar en cuenta ambientes más amplios. Él clasificaba las relaciones humanas -todas ellas buenas, por haber sido instituidas por Dios en la creación, antes de la caída del hombre- en tres amplios sectores. Estos tres sectores son el eclesiástico, el político y el doméstico, inclusive el económico, que Lutero concebía principalmente en términos de la formación de una familia. Entre éstos, solamente el eclesiástico ocupó su pensamiento teórico en detalle. El estado era, para él, por lo general, simplemente el magistrado, aunque encaraba el estado, como una asociación para beneficio mutuo y, en vista de la caída del hombre, como la institución peculiarmente investida con el ejercicio del poder coercitivo. En el campo de la economía consideraba menos las leyes abstractas de la oferta y la demanda que las relaciones personales entre comprador y vendedor, deudor y creedor. Sus puntos de vista con respecto al matrimonio y la familia serán considerados más adelante.

La economía

En la esfera económica Lutero era un conservador en el mismo sentido que en la esfera teológica. En ambas acusaba a la Iglesia de su época de haber innovado e instaba a sus contemporáneos a volver al Nuevo Testamento y a la primera Edad Media, La nueva Europa después de la invasión de los bárbaros había sido agraria, y la Iglesia había dispensado la más alta estima a la agricultura, luego a los oficios manuales y por último al comercio. Esta era también la escala de valores de Lutero. No veía con buenos ojos los cambios introducidos por las Cruzadas, que recobraron el Mediterráneo para el tráfico cristiano, dando así un inmenso estímulo al comercio. La distinta situación afectó grandemente la cuestión de los préstamos a interés. Cuando el préstamo era de comestibles en una época de hambre, en los primeros tiempos de la Edad Media, toda devolución en exceso de los bienes consumidos parecía una extorsión. Pero en una aventura comercial en busca de utilidades el caso era diferente. Santo Tomás vio esto y sancionó la participación en las ganancias de parte del prestamista, siempre que hubiera también una participación en las pérdidas. Un contrato de riesgo mutuo era aceptable, pero no un contrato de devolución fija que diera a Shylock sus ducados aun cuando los barcos de Antonio fueran a parar a las rocas. En la época del Renacimiento, sin embargo, los aventureros preferían un riesgo mayor y los banqueros una ganancia más segura aunque menor. La Iglesia estaba dispuesta a complacer a ambos, puesto que ella misma estaba tan íntimamente envuelta en todo el proceso del surgimiento del capitalismo, con la banca, teneduría de libros, créditos y préstamos. Los Fugger no escatimaron la paga de los servicios del teólogo Juan Eck para que defendiera todos los artificios casuísticos para evadir las restricciones medievales y tomistas sobre los intereses.

Lutero, en cambio, se convirtió en el campeón de la economía precapitalista. En un grabado de la carátula de su opúsculo sobre la usura, en el cual se ve a un campesino en el momento de devolver no sólo el ganso que había pedido prestado, sino también los huevos, se muestra vividamente hasta qué punto era agrario su pensamiento. Basaba su posición en la prohibición bíblica de la usura (en el Deuteronomio) y en la teoría aristotélica de la esterilidad del dinero. Un florín, decía Lutero, no puede engendrar otro florín. La única manera de hacer dinero es trabajando. La holgazanería monástica es una peste. Si Adán no hubiera caído, hubiese seguido trabajando en el cultivo de la tierra y la caza. La mendicidad debería ser abolida. Los que no pueden valerse a sí mismos deberían ser mantenidos por la comunidad y el resto trabajar. Sólo hay una excepción: las personas de edad que dispongan de fondos pueden prestar a un interés no mayor del cinco por ciento o menos, según el éxito de la empresa. Es decir que Lutero conservaba el contrato de mutuo riesgo. De lo contrario, los préstamos se convertirían para él en caridad; y, a pesar de su desprecio por el voto franciscano de pobreza, él mismo era un franciscano en la prodigalidad de sus donaciones.

Evidentemente, Lutero era contrario al espíritu del capitalismo, e ingenuamente atribuía la elevación de los precios a la rapacidad de los capitalistas. Al mismo tiempo contribuía, inconscientemente, al desarrollo de las cosas que deploraba. La abolición del monasticismo y la expropiación de los bienes eclesiásticos, la calificación de la pobreza como pecado, o por lo menos una desventura, si no una desgracia, y la exaltación del trabajo como la imitación de Dio, estimulaban claramente el espíritu de empresa económica.

La política

Con respecto al estado debemos recordar que Lutero no se interesaba principalmente en la política, pero en su posición no podía evitarla. Situaciones concretas presionaban sobre él, y él ofrecía comentarios inmediatos. El emperador Carlos prohibió su Nuevo Testamento. ¡Intolerable! El elector Federico protegía su causa y su persona. ¡Admisible! El papado destituía a gobernantes heréticos. ¡Usurpación! La Iglesia fomentaba las cruzadas. ¡Abominación! Los sectarios rechazaban todo gobierno. ¡El mismo Demonio! Cuando Lutero tuvo que elaborar una teoría del gobierno se basó, como en la teología, en Pablo y Agustín.

El punto de partida para todo pensamiento político cristiano ha sido el capítulo XIII de la Epístola a los Romanos, donde se ordena obediencia a las autoridades superiores porque están ordenadas por Dios y no portan la espada en vano, sino para que, como ministros de Dios, puedan descargar la ira sobre los malhechores. Lutero era perfectamente claro con respecto a que la coerción no puede ser nunca eliminada porque la sociedad no puede nunca ser cristianizada.

El mundo y las masas no son y nunca serán cristianos, aunque estén bautizados y sean nominalmente cristianos. Por lo tanto, quien intentara gobernar a toda una comunidad o al mundo con el evangelio sería como un pastor que quisiera encerrar lobos, leones, águilas y ovejas, juntos en un redil. Las ovejas se mantendrían en paz, pero no durarían mucho. Es imposible regir al mundo con un rosario.

La espada a que se refería Lutero significaba para él el ejercicio de la coerción para preservar la paz tanto dentro como fuera del estado. El poder policial de sus días no se diferenciaba de la guerra, y el soldado tenía una doble función.

En el uso de la espada el gobernante y sus hombres actúan como instrumentos de Dios. «Los que desempeñan la función de magistrados ocupan el lugar de Dios y su juicio es como si Dios juzgara desde el cielo.» «Si el emperador me llama -decía Lutero cuando lo invitaron a Worms-, me llama Dios.» Al parecer, con esto queda resuelta la cuestión de si un cristiano puede servir como magistrado, pero no necesariamente, porque Dios puede emplear a los peores pecadores como instrumentos suyos, así como empleó a los asirlos como vara de su ira. En todo caso, el cristianismo no es necesario para una sana administración política, porque la política pertenece a la esfera de la naturaleza. Lutero combinaba la negación de la perfectibilidad del hombre con una sobria fe en la bondad esencial del hombre. Es perfectamente cierto que los hombres, si se los deja librados a sí mismos, se devorarán entre sí como peces, pero es igualmente cierto que todos los hombres reconocen a la luz de la razón que el asesinato, el robo y el adulterio son malos. También le parecía igualmente obvio que hay distintos rangos en la sociedad. «No necesito que el Espíritu Santo me diga que el arzobispo de Maguncia está por encima del obispo de Brandemburgo.» La razón, en su propia esfera, es completamente suficiente y adecuada para enseñar al hombre a cuidar las vacas, construir casas y gobernar estados. Hasta «se dice que no existe gobierno mejor en la tierra que el de los turcos, que no tienen ley civil ni ley canónica, sino solamente el Corán». Se puede confiar en que el hombre natural reconozca y administre justicia siempre que actúe dentro del marco de la ley y el gobierno, y no busque la venganza personal. En este caso no se puede confiar en él. «Si el magistrado permite que entre en él cualquier sentimiento privado, entonces es el mismo demonio. Tiene derecho a buscar una reparación en forma correcta, pero no a vengarse él mismo usando las llaves de tu oficio.»

Pero si bajo tales condiciones los no cristianos pueden administrar perfectamente bien el estado, ¿qué necesidad de que un cristiano sea estadista? Y si el estado fue ordenado a causa del pecado, ¿por qué no dejar a los pecadores que se encarguen de él, mientras los santos todos juntos adoptan el código de los monjes y renuncian a todo ejercicio de la espada? A estas preguntas replicaba Lutero que si se trata sólo de sí mismo, el cristiano debiera soportar el despojo, pero no tiene derecho a hacer la misma renunciación por su prójimo. Esto suena como si Lutero dijera que el código ético de la comunidad cristiana debiera ser establecido por los miembros más débiles. El cristiano, que debe renunciar a la protección para sí mismo, debe asegurar la justicia para los demás. Si el cristiano se abstiene, el gobierno puede no ser lo suficientemente fuerte como para proporcionar la necesaria protección. No por sí mismo, sino por amor al prójimo, el cristiano acepta y mantiene el oficio de la espada.

¿No se ve envuelto entonces en una doble ética? Se ha hecho a Lutero el cargo de haber relegado la ética cristiana a la vida privada, entregando el estado al demonio. Esta es una gran incomprensión de su posición. Él no distinguía entre lo privado y lo público, sino entre lo individual y lo corporativo. El quid era que un hombre no puede actuar tan despreocupadamente cuando es responsable de una mujer, hijos, alumnos, fieles y súbditos, como cuando se trata de sí misino. No se tiene derecho a renunciar a derechos si ellos son los derechos de otras personas. No era una distinción entre el estado y todas las demás instituciones, pues Lutero colocaba a la familia al lado del estado y clasificaba al padre junto con el magistrado como igualmente obligado a ejercer severidad, por más que los métodos fueran distintos. Se puede decir que Lutero limitaba la observancia literal del Sermón de la Montaña a las relaciones individuales. No quería que el hombre privado se defendiera a sí mismo. Quizá por un milagro alguien pudiera hacerlo con espíritu desinteresado, pero ese camino es muy peligroso. Además, debe reconocerse que la distinción entre lo individual y lo social no agota las categorías de Lutero. El ministro tampoco puede usar la espada, ni para sí ni para nadie, pues se trata de un oficio diferente. El magistrado usa la espada, el padre usa el puño, el ministro la lengua. En otras palabras, existen diversos códigos de conducta, según las vocaciones. Lutero sacaba todo esto, simplificándolo, de San Agustín, quien en su ética de la guerra había dispuesto cuatro categorías: la del magistrado, que determina la justicia de la causa y declara las hostilidades; la del ciudadano privado, que empuña la espada solamente cuando lo manda el magistrado; la del ministro, que se abstiene de la espada por su servicio en el altar, y la del monje, que se abstiene porque está dedicado a los consejos de perfección. Lutero aceptaba estas categorías, omitiendo la del monje.

Pero para todos los códigos hay una sola disposición. El factor uniformador es la actitud de amor cristiano. En este sentido el Sermón de la Montaña se aplica a todas las relaciones, aun a la guerra, porque el matar el cuerpo no era, ante los ojos de Agustín y de Lutero, incompatible con el amor. El matar y robar en la guerra deben ser comparados con la amputación de un miembro para salvar una vida. Puesto que el ejercicio de la espada es necesario para el mantenimiento de la paz, la guerra debe ser considerada como una pequeña desgracia destinada a evitar una mayor. Pero entonces Lutero traslada el problema del hombre a Dios.

Cuando un magistrado condena a muerte al hombre que jamás le ha hecho daño, ni es tampoco su enemigo, lo hace por mandato de Dios, cuyo oficio desempeña, porque el malhechor ha caído bajo el juicio y la pena de Dios. No debe haber cólera ni amargura en el corazón del hombre, sino solamente la ira y la espada de Dios. Lo mismo ocurre en la guerra, donde hay que defenderse y sin miedo repartir golpes, dar estocadas e incendiar; se procede con cólera y venganza, mas no deben provenir del corazón del hombre, sino del juicio y mandato de Dios.

El problema de Lutero era, pues, en última instancia, teológico. Creía que Dios había ahogado a toda la raza humana en un diluvio, había barrido a Sodoma con fuego y extinguido tierras, pueblos e imperios. El comportamiento de Dios nos obliga a concluir que es todopoderoso y terrible. Pero este es el Dios escondido, y la fe sostiene que al final sus severidades aparecerán como gracias. «Por lo tanto la espada civil, por gran misericordia, debe ser implacable, y por pura bondad debe ejercer ira y severidad.» El dualismo no reside en ninguna esfera externa, sino en el corazón de Dios y el hombre. Por lo tanto, el oficio del magistrado debe estar cargado de tristeza. «El juez piadoso se angustia ante la condenación de los culpables y siente verdaderamente la muerte que la justicia decreta para ellos.» El verdugo dirá: «Dios amado, mato a un hombre sin desearlo, pues ante ti no soy más piadoso que él.»

La Iglesia y el Estado

Con respecto a las relaciones de la Iglesia y el Estado, el asunto se complica, porque Lutero introdujo otras dos entidades que no deben ser equiparadas a ninguna de las primeras. Las llamaba el Reino de Cristo y el Reino del Mundo. Ninguno de los dos existe realmente en la tierra. Son más bien principios contrarios, como la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena de Agustín. El Reino de Cristo es la forma en que se comportan los hombres cuando son movidos por el espíritu de Cristo, en cuyo caso no necesitan leyes ni espada. Pero una sociedad tal no se ve en ninguna parte, ni en la Iglesia misma, que contiene la cizaña juntamente con el trigo. Y el Reino del Mundo es la forma en que se comportan los hombres cuando no están refrenados por la ley y el gobierno. Pero en realidad lo están. La Iglesia y el Estado, pues, no deben ser identificados con el Reino de Cristo y el Reino del Mundo, sino que la Iglesia y el Estado están ambos despedazados por la lucha de lo demoníaco y lo divino.

La demarcación de las esferas de la Iglesia y el Estado corresponde en forma basta a los dualismos de la naturaleza de Dios y del hombre. Dios es ira y misericordia. El Estado es el instrumento de su ira, la Iglesia el de su misericordia. El hombre está dividido en interno y externo. El crimen es externo y pertenece al Estado. El pecado es interno y pertenece a la Iglesia. Los bienes son externos y corresponden al Estado. La fe es interna y corresponde a la Iglesia, porque

la fe es una obra libre a la cual nadie puede ser forzado. La herejía es un asunto espiritual y no puede ser evitado mediante represión. La fuerza puede servir ya para fortalecer igualmente la fe y la herejía, ya para quebrantar la integridad y convertir a un hereje en un hipócrita que confiesa con los labios lo que no cree en su corazón. Es mejor dejar a los hombres que yerren que incitarlos a mentir.

La distinción más importante para el pensamiento político Lutero era la que hacía entre las capacidades más bajas y las más altas del hombre, correspondientes a la naturaleza y la razón un lado y a la gracia y la revelación por el otro. El hombre natural, cuando no se trata de sí mismo, tiene suficiente integridad y visión para administrar el Estado de acuerdo a la justicia, equidad y aun la magnanimidad. Estas son los virtudes civiles. Pero la Iglesia inculca humildad, paciencia, tolerancia y caridad: las virtudes cristianas, alcanzables aun aproximadamente sólo por aquellos dotados de la gracia, y que por lo tanto no deben esperarse de las masas. Por esto la sociedad no puede ser regida por el Evangelio. Y por esto la teocracia queda fuera de la cuestión. También aquí hay distintos niveles. El Dios del Estado es el Dios del Magníficat, que exalta a los humildes y humilla a los soberbios. El Dios de la Iglesia es el Dios del Getsemaní, que sufrió a manos de los hombres sin vengarse o injuriarles y rechazó el uso de la espada en su favor.

Todas estas distinciones señalan en dirección de la separación de la Iglesia y el Estado. Pero, por otro lado, Lutero no dividía a Dios ni dividía al hombre. Y si bien no contemplaba la posibilidad de una sociedad cristianizada, no se resignaba a una cultura secularizada. La Iglesia debe correr el riesgo de la disolución antes que abandonar al Estado a la fría luz de la razón, sin el calor de la ternura. Por supuesto, si el magistrado no fuera un cristiano, la separación sería el recurso obvio; pero siendo él un miembro convencido de la Iglesia, ésta no debe desdeñar su ayuda para hacer accesibles los beneficios de la religión a todo el pueblo. El magistrado debe ser un padre que alimente a la Iglesia. Tal paralelismo recuerda el sueño del Dante, nunca realizado verdaderamente en la práctica porque, cuando la Iglesia y el Estado son aliados, siempre domina uno y el resultado es o la teocracia o el césaropapismo. Lutero se rehusaba a separar la Iglesia del Estado, repudiaba la teocracia, y con ello dejaba abierta la puerta al césaropapismo, por más remoto que esto estuviera de sus intenciones.

Se le ha acusado de fomentar el absolutismo político, de dejar al ciudadano sin recursos ante la tiranía, de someter la conciencia al Estado y de hacer que la Iglesia sea servil ante los poderes establecidos. Estas acusaciones descansan en una porción de la verdad, porque Lutero inculcaba reverencia por el gobierno y desaprobaba la rebelión. Era tanto más enfático cuanto que era acusado por los papistas de ser subversivo contra el gobierno. Contestaba con su característica exageración, que lo dejaba expuesto por el otro lado al cargo de servilismo, «La magistratura – decía- nunca ha sido tan ensalzada desde los días de los apóstoles como yo la he ensalzado», con lo que quería decir que nadie había resistido tan resueltamente la intromisión eclesiástica. Cristo mismo, afirmaba Lutero, renunció a toda intención teocrática permitiéndose nacer cuando salía un decreto del César Augusto. Lutero repudiaba la rebelión en los términos más duros, porque si la multitud se desata, en vez de un tirano habrá ciento. En este sentido se adhería al punto de vista de Santo Tomás, de que debe terminarse con la tiranía mediante la insurrección, solamente si la violencia hará presumiblemente menos daño que el mal que trata de corregir.

Pero todo esto no quiere decir que Lutero dejara sin recursos a los oprimidos. Tenían la oración, que Lutero no estimaba ligeramente, y tenían el derecho de apelación. La sociedad feudal era una jerarquía, y cada señor tenía su superior. Si el hombre común era tratado injustamente, podía quejarse del señor ante su superior jerárquico, y ascender así hasta el emperador. Cuando, por ejemplo, el duque Ulrich de Württemberg asesinó a un Hutten y tomó su esposa, el clan de los Hutten apeló al imperio y se expulsó al duque. El emperador, a su vez, estaba sometido a la fiscalización de los electores. Si nos preguntamos por la actitud de Lutero ante la democracia, debemos recordar que la democracia es un concepto complejo. En su época no se aceptaba un derecho político ampliamente extendido, salvo en Suiza, pero quizá la responsabilidad del gobierno ante la voluntad y el bienestar del pueblo haya sido cumplida mejor por el íntimo patriarcalismo de su sociedad feudal que por las díscolas democracias modernas.

Tampoco la conciencia estaba sometida al Estado. La ilegitimidad de la rebelión no excluía la desobediencia civil. Ésta no era un derecho sino un deber, bajo dos aspeaos. «En caso de que el magistrado trasgrediera los tres primeros de los Diez Mandamientos con respecto a la religión, decidle: ‘Amado Señor: os debo obediencia con vida y bienes. Ordenadme dentro de los límites de vuestro poder en la tierra y os obedeceré. Pero no puedo obedeceros cuando me mandáis arrojar de mí los libros [refiriéndose al Nuevo Testamento de Lutero], porque al hacerlo os convertís en tirano,'» En segundo lugar, el príncipe no debe ser obedecido si exige servicio en una guerra manifiestamente injusta, como cuando Joaquín de Brandemburgo reclutó soldados, ostensiblemente para luchar contra los turcos, pero en realidad para ir contra los luteranos. Los desertores contaron con la cálida aprobación de Lutero. «Puesto que Dios quiere que por él abandonemos padre y madre, por cierto ha de querer que abandonemos u los señores por él.»

La obsecuencia de la Iglesia con respecto al magistrado repugnaba a Lutero. Es misión del ministro ser el mentor del magistrado.

Debemos fregarles bien el pellejo. Debemos abrir la boca y decir francamente lo que no les gusta oír, sin cuidarnos de su cólera o sus espadas desenvainadas. Pues el Evangelio no debe eximir a nadie, sino condenar la injusticia de todos. Cristo le dijo a Pilatos: «Es verdad lo que dices: tienes poder. Pero, no lo tienes de ti mismo, sino que te fue dado de arriba.» Con lo cual castigó a Pilatos en su arrogancia y terquedad. Del mismo modo debemos proceder también nosotros. Reconocemos la autoridad, pero debemos castigar sin miedo la maldad y porfía de nuestro Pilatos. Entonces dirán: «Ultrajáis y blasfemáis la majestad de las autoridades superiores.» A lo cual respondemos: «Soportaremos todo lo que nos hagáis; mas aprobar sus injusticias y decir ‘Su Señoría hace bien’, es lo que no queremos hacer. Queremos morir por la verdad. Mas callarnos y darles la razón cuando cometen injusticias es lo que no podemos ni debemos hacer. Pues hay que confesar la verdad y condenar la injusticia. El cristiano debe dar testimonio de la verdad y morir por la verdad. Y si ha de morir por la verdad, debe confesarla en voz alta y condenar la mentira. Así Cristo da testimonio de que el poder que ejerce Pilatos proviene de Dios, pero lo condena cuando comete injusticias.

Aquí Lutero está volviendo al tema de la vocación. El magistrado tiene su vocación; el ministro tiene su vocación. Cada uno debe servir a Dios de acuerdo con su oficio. Una vocación no es mejor que otra. Una no es más fácil que otra. Existen tentaciones peculiares a cada una. El marido es tentado por la lujuria, el mercader por la codicia, el magistrado por la arrogancia. Y si el deber es fielmente cumplido, tantas más serán las cruces.

Si el burgomaestre cumple con su deber, apenas habrá cuatro que lo quieran. Si el padre disciplina a su hijo, el muchacho se resiente. Esto es cierto en todas partes. El príncipe no gana nada con sus esfuerzos. Se está tentado de decir: «Que el Diablo sea burgomaestre. Que Lucifer predique. Yo me iré al desierto y serviré a Dios allí.» No es tarea fácil amar al prójimo como a sí mismo. Cuanto más vivo, más vejaciones sufro. Pero no me quejaré. Mientras tenga mi trabajo diré: «Yo no lo empecé por mí mismo y no lo terminaré. Es por Dios y por los que desean escuchar el Evangelio, y no me apartaré.»

Pero el espíritu del trabajo no debe ser sombrío. Los pájaros nos enseñan una lección:

Si decís: «¡Eh, tú, pajarillo!, ¿por qué estás tan alegre? No tienes cocinero ni bodega», él os responderá: «No siembro, no cosecho, no guardo en graneros. Pero tengo un cocinero y su nombre es ‘Padre Celestial’. Necio, avergüénzate. Tú no cantas. Trabajas todo el día y no puedes dormir de preocupación. Yo canto como si tuviera mil gargantas .»

La suma de todo esto es que en ciertos puntos las actitudes de Lutero sobre problemas económicos y políticos podían ser predichas de antemano. No toleraría la desenfrenada perturbación de las antiguas costumbres. La rebelión le era intolerable; pero como entre todas las cosas que conciernen al hombre ninguna es superior a la religión, las formas externas de vida son indiferentes y pueden quedar libradas a lo que determinan las circunstancias.

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