Capítulo XVI
BEHEMOTH, LEVIATÁN Y LAS MUCHAS AGUAS
Las perspectivas de reconstrucción fueron reducidas aun más por el surgimiento independiente de formas rivales de evangelismo, es decir, el zwinglianismo y el anabaptismo. Éstos fueron para Lutero como Behemoth y Leviatán. Luego vino la conjunción del fermento religioso con una vasta rebelión social, cuando las aguas fueron desatadas en la Guerra de los Campesinos. El resultado fue a la vez una restricción de la esfera de las operaciones de Lutero y el desvanecimiento de su confianza en la humanidad.
Los nuevos movimientos eran en gran parte independientes, pero no del todo sin relación con los recientes disturbios de Wittemberg. Carlstadt, expulsado de Sajonia, se fue a las ciudades alemanas del Sur. Lutero, poco después, recibió cartas de los ministros de Estrasburgo. «No hemos sido persuadidos todavía por Carlstadt, pero muchos de sus argumentos son de peso. Nos preocupa que hayáis tratado a vuestro antiguo colega con tanta inhumanidad. En Basilea y en Zurich hay muchos que están de acuerdo con él.» «De la Cena del Señor, símbolo del amor, surgen tales odio.» Basilea era la residencia de Erasmo, quien repudiaba e instigaba al mismo tiempo las inferencias extraídas de sus premisas por discípulos impetuosos. No aceptaba que, porque la carne de Cristo en el sacramento no aprovecha para nada, no esté presente en él la carne. Al mismo tiempo, confiaba a un amigo que, si no fuera por la autoridad de la Iglesia, estaría de acuerdo con los innovadores.
Rivales: Zwinglio y los anabaptistas
Zurich era la sede de una nueva variedad de la Reforma que habría de erigirse contra la de Wittemberg, llegando a conocerse roma Reformada. El jefe era Ulrico Zwinglio. Éste había recibido una educación humanista y como sacerdote católico dividía su rectoría en una casa parroquial en la planta baja y una biblioteca de clásicos en el primer piso. Al aparecer el Nuevo Testamento de Erasmo, aprendió las epístolas de memoria en griego, f afirmaba en consecuencia que Lutero no había podido enseñarle nada sobre la comprensión de Pablo. Pero lo que Zwinglio eligió para acentuar en Pablo fue el texto: «La letra mata, el espíritu vivifica», al que unía un versículo de Juan: «La carne nada aprovecha. » El término carne es tomado por Zwinglio en el sentido platónico de cuerpo, mientras que Lutero lo entendía en el sentido hebreo de corazón malo, que puede o no ser físico. De su menosprecio por el cuerpo Zwinglio hizo la deducción característica de que el arte y la música son inadecuados romo auxiliares de la religión, y esto a pesar de que él mismo era un músico y ejecutante cumplido de seis instrumentos. El próximo paso fue fácil: negar la presencia real en el sacramento, el cual fue reducido a un memorial de la muerte de Cristo, así como la Pascua era una conmemoración de la huida de Israel de Egipto. Cuando Lutero apelaba a las palabras: «Este es mi cuerpo», Zwinglio refutaba que en el idioma arameo que hablaba Jesús se omitía el verbo copulativo, de modo que lo que él dijo fue simplemente: «Este – mi cuerpo.» (En la versión griega del Evangelio de Lucas, el versículo compañero dice: «Este cáliz e1 Nuevo Testamento.») Y en esta frase se puede perfectamente poner, no «es», sino «significa». Lutero percibió de inmediato a afinidad del concepto de Zwinglio con el de Carlstadt, del cual no dependía, y con el de Erasmo, de quien estaba impregnado. Hizo también a Zwinglio el reproche familiar contra Erasmo, de que no tomaba la religión en serio. «¿Cómo lo sabe? -replicaba Zwinglio-. ¿Puede acaso leer los secretos de nuestros corazones?»
También impresionó a Lutero una similitud con Müntzer, pues Zwinglio tenía preocupaciones políticas y no era contrario al empleo de la espada aun a favor de la religión. Zwinglio fue siempre un patriota suizo, y al traducir el Salmo XXIII vertió el segundo versículo así: «Me hace yacer en un prado alpino.» Y allí no pudo encontrar aguas tranquilas. La cuestión evangélica amenazaba con romper su amada confederación, pues los católicos se volvían hacia el enemigo tradicional, la casa de Habsburgo. Fernando de Austria tuvo que ver en la convocación de la asamblea de Badén para discutir la teoría de Zwinglio del sacramento. Esta fue su dieta de Worms, y la secuela de ella le convenció de que el Evangelio podía ser salvado en Suiza y la Confederación conservada solamente si la Liga Católica con Austria podía ser contrarrestada por una liga evangélica con los luteranos alemanes, lista para echar mano de la espada si fuera necesario. Pero a Lutero la sola idea de una alianza militar para la defensa del Evangelio le sabía a Tomás Müntzer.
Entonces surgió en el círculo de Zwinglio un partido en el polo opuesto de la cuestión política. Eran los anabaptistas. Su punto de partida era otro aspecto del programa erasmiano, caro también a Zwinglio. Éste era la restauración del cristianismo primitivo, que para ellos significaba la adopción del Sermón de la Montaña como código literal para todos los cristianos, quienes debían renunciar a los juramentos, al uso de la espada ya fuera en la guerra o en el gobierno civil, a las posesiones privadas, a los adornos corporales, a las jaranas y a la ebriedad. El pacifismo, el comunismo religioso, la vida sencilla y la temperancia caracterizaban a sus comunidades. La Iglesia debía consistir solamente de los renacidos, entregados al pacto de la disciplina. Nuevamente encontramos el concepto de los elegidos, discernibles por las dos pruebas de experiencia espiritual y realización moral. La Iglesia debía descansar, no en el bautismo administrado en la infancia, sino en la regeneración, simbolizada por el bautismo en los años maduros. Cada miembro debía ser un sacerdote, un ministro y un misionero preparado para embarcarse en jiras evangélicas. Una Iglesia así, aunque buscara convertir el mundo, nunca podría abrazar a la comunidad no convertida. Y si el Estado comprendía todos los habitantes, entonces la Iglesia y el Estado debían ser separados. En todo caso la religión debía estar libre de toda constricción. Zwinglio se aterró al ver la unidad medieval sacudida y, lleno de pánico, invocó el brazo del Estado. En 1525 los anabaptistas de Zurich fueron condenados a la pena de muerte. Lutero no estaba listo para expedientes tan brutales. Pero también se hallaba aterrada por lo que para él era una regresión al intento monástico de ganar la salvación por una rectitud más elevada. El abandonar las familias para realizar expediciones misioneras era a sus ojos una evidente deserción de las responsabilidades domésticas, y el repudio de la espada lo impulsó a nuevas reivindicaciones de la vocación divina del magistrado y el soldado.
La religión y la inquietud social
Entonces se produjo la fusión de un gran levantamiento social con el fermento de la Reforma, en la que los principios de Lutero Fueron, en su opinión, pervertidos, y el radicalismo de los sectarios contribuyó a un estado de anarquía. Nada hizo tanto como la Guerra de los Campesinos para que Lutero evitara apartarse demasiado radicalmente de los moldes de la Edad Media.
La Guerra de los Campesinos no nació de ninguna conexión inmediata con las cuestiones religiosas del siglo XVI porque la inquietud agraria había estado tomando cuerpo durante todo un siglo. En toda Europa se habían producido levantamientos, pero especialmente en el sur de Alemania, en donde especialmente los campesinos sufrían a causa de transformaciones que en última instancia hubieran servido para su seguridad y prosperidad. La anarquía feudal estaba siendo superada por la consolidación del poder. En España, Inglaterra y Francia esto había tenido lugar en una escala nacional, pero en Alemania sólo sobre una base territorial; y en cada unidad política los príncipes trataban de integrar la administración con la ayuda de una burocracia de cortesanos asalariados. Los gastos se solventaban con tributos sobre la tierra. El campesino pagaba la cuenta. La legislación se iba unificando, desplazando los diversos códigos locales en favor del derecho romano, por lo cual el campesino sufría nuevamente, porque el derecho romano reconocía sólo la propiedad privada y por lo tanto ponía en peligro los comunes: los bosques, ríos y prados compartidos por la comunidad según la antigua tradición germánica. El derecho romano conocía solamente hombres libres, libertos y esclavos, y no tenía una categoría en que calzara el siervo medieval.
Otro cambio asociado con el renacimiento del comercio en las ciudades después de las cruzadas fue la sustitución del intercambio en especies por el intercambio en moneda. La creciente demanda de metales preciosos aumentó su valor, y los campesinos, que al principio se beneficiaron por el pago de una suma fija de dinero en vez de un porcentaje en especies, se encontraron perjudicados por la deflación. Los que no podían pagar los impuestos descendieron de propietarios libres a arrendatarios, y de arrendatarios a siervos. La primera solución que se les ocurría a los campesinos era la de resistir simplemente a los cambios que se operaban en su sociedad y la vuelta a las buenas prácticas de antes. Al principio no pidieron la abolición de la servidumbre sino solamente que se evitara cualquier ulterior extensión del peonaje. Más bien clamaban por bosques, aguas y prados libres como en los días de antaño, por la reducción de los impuestos y el restablecimiento del antiguo derecho germano y los usos locales. Los métodos para lograr estos fines fueron al principio conservadores. En ocasión de algún problema especial reuníanse miles de campesinos, en forma completamente espontánea, y presentaban sus peticiones a los gobernantes solicitando su arbitraje. No era raro que la petición fuera tratada en forma patriarcal y aliviadas las cargas en cierta medida, pero nunca lo suficiente para evitar la repetición.
Por otro lado la clase de los campesinos no era uniformemente pobre, y los que tomaban la iniciativa para solicitar la reparación de las injusticias no eran los pisoteados, sino más bien de los más prósperos y emprendedores, poseedores ellos mismos de tierras y de una competencia respetable. Inevitablemente, sus demandas dejaron de referirse a simples mejoras económicas, para convertirse en programas políticos destinados a asegurarles una influencia proporcional a su importancia económica y aun mayor. Las demandas también cambiaron a medida que el movimiento se extendió hacia el Norte, a la región de alrededor del gran codo del Rin, donde los campesinos eran también gente de ciudad, puesto que los artesanos eran granjeros. En esta región las aspiraciones urbanas se agregaron a las agrarias. Aun más abajo del Rin la lucha se hizo casi completamente urbana y el programa característico exigía una constitución más democrática de los consejos de las ciudades, una entrada menos restringida en los gremios, la sujeción del clero a las cargas civiles, y pleno derecho para que los ciudadanos se entregaran a la elaboración de cerveza.
Muchas de las tendencias se fundieron en un movimiento, iniciado en Alsacia, inmediatamente antes de la Reforma. Este levantamiento usaba el símbolo característico de la Gran Guerra de los Campesinos de 1525, el Bundschuh. El nombre provenía de los borceguíes de cuero de los campesinos. La larga correa con que se los ataba se llamaba Bund. La palabra tenía un doble senado, porque Bund es también una asociación, un pacto. Müntzer había usado esta palabra para su pacto de los elegidos. Antes que él los campesinos habían adoptado el término para una conjura revolucionaria. Los fines de esta Bundschuh no eran tanto económicos como políticos. El hacha debía descargarse sobre la raíz del árbol y ser abolido todo gobierno, menos el del papa y el emperador. Estas eran las dos espadas tradicionales de la cristiandad, los dirigentes unidos de una sociedad universal. Hacia ellos se habían vuelto siempre los hombres pequeños en busca de protección contra los señores, obispos, metropolitanos, caballeros y príncipes. El Bundíchuh proponía completar este proceso barriendo con todos los grados intermedios y dejando solamente dos grandes señores, César y Pedro.
Antes de la Guerra de los Campesinos de 1525, este movimiento había sido a menudo anticlerical pero no anticatólico. Había resentimientos contra los obispos y los abades en su papel de explotadores, pero «¡Abajo el obispo!» no significaba «¡Abajo el papa!» o «¡Abajo la Iglesia!» Los estandartes del Bundschuh a menudo llevaban, además del borceguí, algún símbolo religioso, tal como una imagen de María, un crucifijo o una tiara papal. El grabado en madera de la página anterior muestra el crucifijo descansando sobre un borceguí negro. A la derecha, un grupo de campesinos jura fidelidad. Por encima de ellos otros campesinos cultivan el suelo y Abraham sacrifica a Isaac como signo de lo que debían pagar los miembros del Bund.
Lutero y los campesinos
Un movimiento con una preocupación religiosa así no podía dejar de ser afectado por la Reforma. La concepción de Lutero de la libertad del hombre cristiano era puramente religiosa, pero muy fácilmente podía dársele un carácter social. El sacerdocio de los creyentes no significaba para él igualitarismo, pero Carlstadt lo tomó en ese sentido. Lutero había infamado la usura y en 1524 publicó otro opúsculo sobre el tema, en el que censuraba también severamente las anualidades, subterfugio mediante el cual se prestaba un capital a perpetuidad por un beneficio anual. Su actitud frente al monasticismo sentaba admirablemente a la codicia de los campesinos por la expropiación de los claustros. Los campesinos se sintieron, con razón, fuertemente atraídos hacia Lutero. Un cartel mostraba a Lutero rodeado de campesinos mientras exponía la palabra de Dios a los eclesiásticos, y cuando se produjo el gran levantamiento de 1524-25 un católico replicó retratando a Lutero con armadura, sentado frente a una hoguera y engrasando un Bundschuh. Los príncipes católicos nunca dejaron de sostener que Lutero era responsable del levantamiento, y en tiempos modernos el historiador católico Janssen ha intentado, demostrar que fue Lutero el autor del movimiento que repudió tan vehementemente. Tal explicación no toma en cuenta el siglo de inquietud agraria que había precedido a la Reforma.
Uno de los intangibles factores contribuyentes era completamente extraño al modo de pensar de Lutero: la astrología. Melanchton se mezcló en ella, pero Lutero nunca. La especulación astrológica puede muy bien explicar por qué muchos levantamientos campesinos coincidieron con el final de 1524 y la primavera de 1525. En el año 1524 todos los planetas estaban en la constelación de Piscis. Esto había sido previsto veinte años antes, y grandes perturbaciones se habían anunciado para ese año. A medida que se acercaba el momento, se hacían más intensos los presentimientos. En el año 1523 aparecieron no menos de cincuenta y un opúsculos al respecto. Grabados como el que acompañamos mostraban a Piscis en el cielo y rebeliones en la tierra. Los campesinos con sus estandartes y mayales observan a un lado; el emperador, el papa y los eclesiásticos al otro. En 1524 algunos se aguantaron en la esperanza de que el emperador convocaría a una dieta y repararía muchas injusticias. La dieta no fue convocada y el gran Pez soltó las aguas.
La Reforma no tenía nada que ver con todo esto. Por otro lado es imposible afirmar que la Reforma estuviera enteramente desligada de la Guerra de los Campesinos. El intento de hacer cumplir el edicto de Worms por medio del arresto de los ministros luteranos fue, no pocas veces, la ocasión inmediata para la formación de bandas de campesinos para exigir que fuesen puestos en libertad, y Lutero era considerado como un amigo. Cuando a algunos campesinos se les pedían los nombres de personas que aceptarían como árbitros, el primero de la lista era el de Martín Lutero. Nunca se estableció un tribunal formal, ni se hizo un juicio legal. Pero Lutero pronunció un veredicto sobre las exigencias de los campesinos presentadas en el más popular de los manifiestos de éstos, Los doce artículos. Éstos empezaban con frases que recordaban a Lutero: «Al lector cristiano, paz y la gracia de Dios a través de Cristo… El Evangelio no es una causa de rebelión y perturbación.» Los perturbadores son más bien aquellos que rechazan exigencias tan razonables. «Si la voluntad de Dios es escuchar a los campesinos, ¿quién resistirá a Su Majestad? ¿No escuchó a los hijos de Israel y los liberó de las manos del Faraón?» Los primeros artículos se refieren a la Iglesia. La congregación debe tener el derecho de designar y cambiar al ministro, quien está obligado a «predicar el Santo Evangelio sin agregados humanos», lo cual suena muchísimo a Lutero. Los ministros deben ser sostenidos en modesta escala por congregaciones con el llamado gran diezmo sobre la producción. El sobrante debía ir a aliviar a los pobres y obviar impuestos de emergencia para la guerra. El llamado pequeño diezmo sobre el; ganado debía ser abolido, pues «Dios ha creado el ganado para; el libre uso del hombre». Los principales artículos comprendían el: antiguo programa agrario de campos, bosques y aguas comunes. El granjero debía ser libre de cazar, pescar y proteger sus tierras contra la caza. Bajo supervisión podía tomar leña para el fuego y madera para construcción. El tributo de muerte, que empobrecía a la viuda y al huérfano requisándoles la mejor capa o la mejor vaca, debía ser abolido. Los arrendamientos debían ser revisados de acuerdo con la productividad de la tierra. Las nuevas leyes no debían desplazar a las antiguas ni los prados comunales pasar a manos privadas. El único artículo que sobrepasaba las antiguas demandas era el que exigía la total abolición de la servidumbre. La tierra debía ser ocupada en arrendamiento bajo condiciones estipuladas. Si el señor exigía cualquier trabajo además del convenido, debía pagar un salario. Los doce artículos admitían que toda exigencia que no estuviera de acuerdo con la Palabra de Dios sería nula. Todo el programa era conservador, acorde con la antigua economía feudal. No había ningún ataque al gobierno. El tono evangélico de los artículos agradó a Lutero, pero al dirigirse a los campesinos menospreció la mayoría de sus demandas. En lo referente al derecho de la congregación de elegir su propio ministro, depende de que ella lo pague. Y aunque lo hagan, si los príncipes no lo toleran, deben emigrar antes que rebelarse. La abolición de los diezmos es un asalto y la abrogación de la servidumbre es convertir la libertad cristiana en cosa de la carne. Habiendo criticado así el programa, Lutero atacó los medios empleados para su realización. Bajo circunstancia alguna debe el hombre común empuñar la espada a favor de sí mismo.
Si cada hombre fuera a tomarse justicia por sus propias manos, entonces no habría «ni autoridad, ni gobierno, ni orden ni tierra, sino solamente asesinato y derramamiento de sangre». Pero todo esto no estaba destinado a justificar los indecibles males perpetrados por los gobernantes. Lutero dirigió a los príncipes un llamamiento en el que justificaba muchas más de las demandas de los campesinos que las que había justificado al hablarles a ellos. Debía tenerse en cuenta la voluntad de la congregación en la elección del ministro. La reparación de las injusticias que exigían los campesinos eran honestas y justas. Los príncipes no tenían que agradecer a nadie más que a ellos mismos estos desórdenes, puesto que no habían hecho otra cosa que ostentar su grandeza mientras robaban y desollaban a sus súbditos. La verdadera solución era la antigua forma de arbitraje.
Pero ninguna de las partes estaba dispuesta a tomar este camino y la predicción de Lutero de que sólo resultaría asesinato y derramamiento de sangre tuvo abundante cumplimiento. Lutero había declarado desde hacía tiempo que nunca apoyaría al ciudadano particular alzado en armas, por más justa que fuera la causa, puesto que tales medios inevitablemente traían mal para el inocente. El no podía concebir que se hiciera una revolución ordenadamente. Y es difícil imaginar cómo hubiera podido haber una en el siglo xvi, ya que no había facilidades adecuadas para formar un frente unido ni por la persuasión ni por la fuerza. Una minoría no podía tomar la maquinaria del Estado y mediante un combate tecnológico imponer su voluntad sobre la comunidad, ni se disponía de los modernos medios de propaganda.
La Guerra de los Campesinos careció de la cohesión de la revolución puritana, porque no tenía un programa claramente definido ni una dirección coherente. Algunos grupos deseaban una dictadura de los campesinos, otros una sociedad sin clases, algunos una vuelta al feudalismo y otros más la abolición de todos los gobernantes, excepto el papa y el emperador. Los jefes eran a veces campesinos, a veces sectarios, a veces aun caballeros. No había coordinación entre las distintas bandas. Ni siquiera „ había unidad de religión, porque en ambos lados había católicos y protestantes. En Alsacia, donde el programa exigía la eliminación del papa, la lucha tomó la forma de una guerra religiosa; y el duque y su hermano el cardenal perseguían a los campesinos como «descreídos, indisciplinados luteranos, que saqueaban como hunos y vándalos». No puede haber duda de que las hordas eran indisciplinadas, interesadas principalmente en saquear castillos y claustros, invadir campos de caza y vaciar de peces los estanques.
El grabado de abajo, que muestra el saqueo de un claustro, es típico de la Guerra de los Campesinos. Obsérvese el grupo de arriba, a la izquierda, con una red en el estanque. Algunos están acarreando provisiones. El derramamiento de sangre es insignificante. Un hombre solamente ha perdido una mano. En diversos puntos hay campesinos emborrachándose y vomitando, justificando la crítica de que la lucha no era tanto una guerra de campesinos como una guerra de vino.
Otra ojeada de su conducta la proporciona una carta de una abadesa que dice que su claustro fue saqueado hasta que no quedó ni un huevo ni un trozo de manteca. A través de sus ventanas, las monjas podían ver al populacho desenfrenado y el humo surgiendo de los castillos incendiados. Cuando terminó la guerra habían sido demolidos 70 claustros en Turingia, y en Franconia 270 castillos y 52 claustros. Cuando el Palatinado sucumbió a los campesinos, el desorden fue tan grande, que sus propios dirigentes tuvieron que invitar a las antiguas autoridades para que los ayudaran a restaurar el orden. Pero las autoridades prefirieron esperar hasta que los campesinos hubieran sido vencidos.
¿Acaso hubiera podido ser de otro modo? ¿Había alguna persona que hubiera podido concebir y realizar un plan constructivo para adaptar al campesino al nuevo orden económico y político?; La persona más estratégica hubiera sido un emperador, pero ningún emperador intentaría asumir ese papel. Sólo había otro que era lo bastante conocido y digno de confianza en toda Alemania como para haberlo hecho. Ese hombre era Martín Lutero, y él se rehusó. Para él, como ministro, empuñar la espada y dirigir a los campesinos hubiera sido traicionar su oficio tal como él lo: entendía. No había demolido la teocracia papal para erigir en su lugar una nueva teocracia de santos o campesinos. El magistrado debía mantener la paz. El magistrado no debía empuñar la espada. No era para Lutero el papel de un Ziska a la cabeza de las hordas husitas o de un Cromwell dirigiendo a los ironsides.
Müntzer fomenta la rebelión
Sin embargo, Lutero nunca habría condenado tan brutalmente a los campesinos si no hubiera sido porque alguien más intentó desempeñar el papel que él aborrecía. En Sajonia no hubiera habido Guerra de los Campesinos sin Tomás Müntzer. Desterrado, había ido a Bohemia, luego volvió y se insinuó en una aldea sajona, ganó el dominio del gobierno y por último los campesinos descubrieron el Bund de los elegidos que mataría a los impíos y erigiría el reino de los santos. No se trataba de la reparación de las injusticias económicas, pues en Sajonia no eran agudas debido a que la servidumbre había sido abolida desde hacía mucho tiempo. El interés de Müntzer en las mejoras económicas obedecía solamente a motivos religiosos y él tuvo la lucidez de ver lo que nadie más en su generación observara: que la fe no florece en medio del agotamiento físico. Exclamaba:
Lutero dice que a la gente pobre le basta con su fe. ¿No ve acaso que la usura y los impuestos impiden la recepción de la fe? Pretende que basta la Palabra de Dios. ¿No se da cuenta de que los hombres cuyos menores instantes son consumidos por la tarea de ganarse la vida no tienen tiempo de aprender a leer la Palabra de Dios? Además, ¿cómo podría el hombre del pueblo recibir de buena intención la pura Palabra de Dios si tiene que trabajar tanto para conseguir los bienes de este mundo? Los príncipes sangran al pueblo con la usura y consideran suyos los peces de los ríos, los pájaros del aire y el pasto de los campos, y el doctor Mentiroso dice «Amén». ¿Qué coraje tiene él, el doctor Moscamuerta, el nuevo papa de Wittemberg, el doctor Poltrona, el sicofante que toma el sol? Dice que no debe haber rebelión porque la espada ha sido entregada por Dios al gobernante, pero el poder de la espada pertenece a toda la comunidad. En los buenos tiempos pasados, el pueblo estaba presente cuando se administraba justicia para que el gobernante no la pervirtiera; pero los gobernantes han pervertido la justicia. Serán arrojados de sus sillas. Las aves del cielo se están reuniendo para devorar sus cadáveres.
Con este ánimo vino Müntzer a Mülhausen, y allí fue responsable de fomentar la guerra de los campesinos. Frente al pulpito desplegó un largo estandarte de seda, blasonado con un arco iris y el lema: «La Palabra del Señor permanece para siempre.» «Ahora es el momento – exclamaba-. Si sólo fueseis tres completamente entregados a Dios, no debéis temer a cien mil. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante! ¡No perdonéis! ¡No tengáis piedad de los impíos cuando griten! Recordad la orden de Dios a Moisés de destruir completamente y no mostréis misericordia. Todo el país está en conmoción. ¡Herid! ¡Clang! ¡Clang! ¡Adelante! ¡Adelante!»
El país estaba realmente en conmoción. Los campesinos habían sido completamente soliviantados. Y Federico el Sabio estaba cansado y a punto de morir. Escribía a su hermano Juan: «Quizá se haya dado oportunidad a los campesinos para su levantamiento a través de la obstrucción de la Palabra de Dios. Las pobres gentes han sido agraviadas en muchas formas por los gobernantes y ahora Dios está derramando su ira sobre nosotros. Si esta es su voluntad, el hombre común llegará a gobernar; y si no es su voluntad el fin será pronto distinto. Roguemos pues a Dios que perdone nuestros pecados y entreguemos el caso a Él. Él lo resolverá de acuerdo a su buen placer y gloria.» Su hermano Juan cedió a los campesinos el derecho del gobernante de recolectar los diezmos. Y escribió a Federico: «Como príncipes estamos arruinados.»
Lutero trató de contener el diluvio bajando hasta los campesinos y reconviniéndolos. Lo recibieron con burlas y violencia. Entonces escribió el opúsculo Contra las asesinas y ladronas hordas de campesinos. Para él, el infierno había quedado vacío porque todos los demonios habían entrado en los campesinos, y el rey de los demonios estaba dentro de Tomás Müntzer, «quien no hace otra cosa que fomentar el robo, el asesinato y el derramamiento de sangre». Un gobernante cristiano como Federico el Sabio debía, realmente, sondear en su corazón y orar humildemente pidiendo ayuda contra el demonio, puesto que nuestro «combate no es con carne y sangre sino con malicias espirituales». El príncipe, además, debía sobrepasar su deber ofreciendo condiciones a los locos campesinos. Si ellos rehusaban, entonces rápidamente debía empuñar la espada. Lutero no veía provecho en el plan de Federico el Sabio de quedarse sentado y dejar el resultado en manos del Señor. Más de su gusto era Felipe de Hesse, quien decía: «Si no me hubiera levantado sobre mis pies rápidamente, en cuatro días, todo el movimiento en mi distrito hubiera sido imposible de dominar.» Lutero dijo:
Un hombre rebelde ya está proscrito por Dios y el emperador, pues la rebelión no es simplemente asesinato sino que es como una gran hoguera que incendia y devasta un país. Así, la rebelión trae consigo un país lleno de asesinatos y derramamiento de sangre, hace viudas y huérfanos, y perturba todo como el desastre más grande. Por lo tanto, quien pueda debe aplastar, degollar y matar abierta o secretamente, recordando que nada puede haber más venenoso, dañino o demoníaco que un rebelde, así como debe matarse a golpes a un perro rabioso; si no lo matas, él te matará a ti y a todo el país contigo.
Algunos de los príncipes estaban demasiado dispuestos a matar, asesinar y apuñalear; y Tomás Müntzer estaba demasiado dispuesto a provocarlos. El duque Jorge y el Landgrave Felipe, entre otros, fueron rápidos en ponerse de pie. Müntzer y los campesinos fueron llevados hasta cerca de Frankenhause. Enviaron un mensaje a los príncipes diciendo que no buscaban nada más que la justicia de Dios y deseaban evitar el derramamiento de sangre. Los príncipes replicaron: «Entregad a Tomás Müntzer. El resto será perdonado.» El ofrecimiento era tentador, pero Tomás Müntzer dio rienda suelta a su elocuencia: «No temáis. Gedeón con un puñado derrotó a los Madianitas, y David mató a Goliat.» Precisamente en ese momento apareció en el cielo un arco iris, el símbolo del estandarte de Müntzer. Éste lo señaló como un signo. Los campesinos se reanimaron. Pero los príncipes se aprovecharon de una tregua para rodearlos. Sólo seiscientos fueron tomados prisioneros. Cinco mil fueron cogidos en una carnicería. Müntzer escapó, pero fue atrapado, torturado y decapitado. Luego los príncipes limpiaron el campo.
La derrota y su efecto sobre la Reforma
Otras bandas no lo pasaron mejor. Las fuerzas de la Liga Suabia eran dirigidas por un general que cuando lo sobrepasaban en número recurría a la diplomacia, la estrategia, y por último al combate. Éste se las arregló para aislar las bandas y destruirlas una por vez. Los campesinos fueron engañados y por último se los sobrepasó en número. Se decía que habían sido liquidados cien mil. El día en que el obispo Conrado entró en triunfo a Würzburg, el suceso fue celebrado con la ejecución de 64 ciudadanos y campesinos. Luego el obispo hizo una visita a su diócesis, acompañado por su verdugo, quien se ocupó de 272 personas. Se impusieron multas excesivas, pero los campesinos como clase no fueron exterminados; los nobles no podían permitirse destruir por completo a los cultivadores del suelo. Tampoco fue destruida su prosperidad, pues pudieron pagar sus multas, pero terminaron sus esperanzas de participar en la vida política de Alemania. Durante tres siglos se convirtieron en bueyes descornados.
Desgraciadamente, el enfurecido opúsculo de Lutero se atrasó en la imprenta y apareció justamente en el momento en que se hacía la carnicería de los campesinos. Él trató de contrarrestar el efecto con otro folleto en el que decía todavía que las orejas de los rebeldes debían ser abiertas con balas, pero no tenía la intención de negar misericordia a los cautivos. Todos los demonios, decía, en vez de abandonar a los campesinos y volver al infierno, habían entrado ahora en los vencedores, que simplemente estaban desahogando su venganza.
Pero este opúsculo pasó inadvertido, y esa frase de Lutero «aplastar, degollar y matar» le atrajo un baldón que nunca se olvidaría. Los campesinos le reprochaban ser un traidor a su causa, aunque los príncipes católicos nunca cesaron de acusarlo de ser responsable de toda la conflagración. En consecuencia, los campesinos tendieron a buscar su hogar religioso en el anabaptismo, aunque este punto no debe ser exagerado. La estructura agraria del movimiento anabaptista no es, de ningún modo, resultado enteramente de la Guerra de los Campesinos, sino mucho más de la persecución que pudo limpiar más fácilmente las ciudades que las granjas. Los campesinos tampoco se separaron en masa, y hacia el fin de la vida de Lutero su congregación consistía en gran parte de labradores de los alrededores de Wittemberg. Sin embargo, la posición de Lutero contribuyó al extrañamiento de los campesinos.
Al mismo tiempo, los príncipes católicos acusaban a Lutero de ser responsable de todo el estallido, acusación a la que daba visos de verdad la participación, del lado de los campesinos, de centenares de ministros luteranos, ya fuera voluntariamente u obligados. Los gobernantes de tierras católicas usaron desde entonces la mayor diligencia para excluir a los predicadores evangélicos, y el persistente catolicismo de Baviera y Austria no data tanto de la Contrarreforma como de la Guerra de los Campesinos.
Pero el más perjudicado fue el propio espíritu de Lutero. Tenía miedo, no de Dios, ni del diablo, ni de sí mismo, sino del caos. El miedo lo hacía a veces duro y carente de discernimiento, dispuesto a aprobar la supresión de los inofensivos para que no se escondieran en ellos incipientes Tomás Müntzers.
De modo, pues, que la esfera de actividad de Lutero se veía constantemente disminuida. Los católicos, eclesiásticos o laicos, eran inexorables. Los suizos, las ciudades alemanas protestantes del Sur y los anabaptistas habían desarrollado formas divergentes. Hasta Wittemberg había experimentado movimientos insurgentes y bien podía no estar libre de nuevas infiltraciones de los sectarios. Pero en los sectores que quedaban, Lutero estaba resuelto a construir.