Capítulo XVIII
LA IGLESIA TERRITORIAL
Por más restringida que estuviera la actividad de Lutero por las deserciones, logró fundar una Iglesia. Una febril actividad misionera habría de ganar gran parte del Norte de Alemania para la Reforma en una década. Este éxito se logró a través de una ola de propaganda inigualada hasta ese momento y jamás repetida precisamente en la misma forma. Las principales armas fueron el opúsculo y los grabados. El número de panfletos aparecidos en Alemania en los cuatro años que van de 1521 a 1524 excede en cantidad a cualesquiera otros cuatro años de la historia alemana hasta el presente. Esto no quiere decir, por supuesto, que hubiera más material de lectura que después de la introducción de diarios y periódicos, sino que los opúsculos eran más numerosos. En todo esto tomó la dirección Lutero, quien escribió él mismo centenares de panfletos en lengua vernácula; pero una vasta cohorte le ayudaba y los impresores que publicaron este material tan discutido eran una intrépida progenie que arriesgaba su posición y su vida. La cohesión y la destreza de este movimiento subterráneo se demuestra claramente en el caso de una imprenta que publicó, sin pie de imprenta, un ataque contra el obispo de Constanza por tolerar e imponer tributos a los bastardos de los sacerdotes. A esta imprenta pueden ser atribuidos, por el papel y el tipo, otros doscientos trabajos, cuya identidad, sin embargo, no ha podido ser descubierta nunca. Los católicos, por supuesto, se vengaban con la misma moneda, pero de ningún modo en igual volumen.
Difusión de la Reforma
Un breve vistazo al contenido de los panfletos revela al mismo tiempo los métodos y la elección de los temas para difusión popular. Todos los abusos externos de la Iglesia Romana eran fáciles de satirizar. El tema familiar del contraste entre Cristo y el papa era explotado al máximo. En un pasquín se le hace decir a Cristo: «No tengo dónde apoyar mi cabeza.» El papa comenta: «Sicilia es mía. Córcega es mía. Asís es mía. Perugia es mía.» Cristo:»El que cree y es bautizado se salvará.» El papa: «El que contribuye y recibe indulgencias será absuelto.» Y las bien conocidas palabras de Jesús a Pedro: «Apacienta mis ovejas.» El papa: «Yo esquilo a las mías.» Cristo: «Mete tu espada en la vaina.» El papa: «El papa Julio mató a seiscientos en un día.» En un cartel el papa, con armadura y montado en un caballo de guerra, acompañado por un demonio, deja caer su lanza al ver a Cristo en un asno llevando una gran cruz.
El monasticismo, las imágenes y la magia eran motivo de muchas burlas. «Tres pinzones en una pajarera alaban a Dios más gozosamente que cien monjes en un claustro.» Un panfletista describe una imagen de la virgen con la cabeza hueca y agujeros de aguja en los ojos, a través de los cuales podía hacerse salir agua para que pareciera que lloraba. Una madre católica de Suabia había enviado a su hijo, que estudiaba en Wittemberg, un pequeño cordero de cera con las palabras Agnus Dei para que lo usara como amuleto. La respuesta a su madre fue publicada en 1523:
Querida madre:
No os preocupéis por mí, por el doctor Lutero ni por los de Wittemberg. Espero en Dios estar más seguro aquí que en Suabia en estos tiempos. Me habéis enviado una figurita de cera, anunciándome su poder para preservarme de tiros, estocadas, golpes, caídas y toda suerte de males semejantes. Os agradezco sinceramente; veo en ello vuestro corazón maternal y vuestro gran amor hacia mí. Pero me será de poca utilidad pues no puedo creer ni creeré que esta figura de cera sea más noble o mejor que otra cera. Creo que me ayudará poco y no arriesgaré mi fe, pues procedería mal y obraría contra la Sagrada Palabra de Dios que me enseña a poner mi confianza y esperanza sólo en Cristo. Él me protegerá contra todo peligro, no sólo contra el que venga de los seres humanos, sino también en contra del diablo. Os devuelvo adjunta, pues, la figurita de cera, porque no sé usarla. Pero la probaré en esta carta, pues la sellaré con ella.
Los opúsculos no olvidaban ensalzar a Lutero. En uno de los panfletos, un campesino, al encontrarse con una figura resplandeciente, pregunta si es Dios. «No -es la respuesta-. Soy un pescador de hombres llamado Pedro, y acabo de llegar de Wittemberg donde ha placido a Dios levantar a mi compañero de apostolado, Martín Lutero, para decir al pueblo la verdad de que nunca fui obispo de Roma, ni fui nunca un chupasangre del pobre, porque no tuve plata ni oro.»
Se invoca al diablo en apoyo de ambos bandos. Una caricatura católica lo muestra murmurando al oído de su confidente, Martín Lutero. Por otro lado un grabado de la Reforma presenta a Lutero en su pupitre mientras el diablo entra con una carta que dice:
Nos, Lucifer, señor y dueño de las tinieblas eternas, poderoso gobernante y soberano de todo el mundo, os trasmitimos a vos, Martín Lutero, nuestra ira y desagrado. Nuestros queridos fieles, los legados de nuestro lugarteniente en Roma, Lorenzo Campeggio y Matías Lang de Salzburgo, ambos cardenales, nos han hecho saber cuan vehementemente escribís y predicáis en perjuicio de ellos y en oposición a nosotros. Sacáis la Biblia que por nuestro mandato y orden ha sido poco usada durante siglos. Incitáis a frailes y monjas a escaparse de los monasterios, donde hasta ahora nos habían honrado con sus pecados. Por eso os anunciamos a vos y a vuestros partidarios discordia, enemistad, reto y repudio, en nombre nuestro, de nuestro papa, nuestros cardenales, obispos y los demás servidores y secretarios. También hemos de proceder por eso cruelmente contra vos y vuestra gente y vuestro séquito con incendios, decapitación, ahogo, robo de vidas y bienes vuestros y de vuestros hijos de cualquier modo que podamos o se nos antoje hacerlo. Habernos guardado con ello nuestro honor satánico de la mejor manera posible, y de acuerdo con las reglas del arte de la guerra.
Dado en nuestra Ciudad de la Eterna Perdición el último día del mes de setiembre de 1524.
El drama reforzó el opúsculo. Una obra de teatro presentaba una conspiración para derrocar el reino de Cristo a través de la erección del papado, con tal éxito, que Satanás invitaba al papa y sus satélites a un banquete. Cuando estaban saciados de príncipes asados y salsas hechas con la sangre de los pobres, entraba un mensajero con la noticia de que en Wittemberg se estaba predicando la justificación por la fe. El infierno se sumía en la confusión y Cristo vencía.
Estos ejemplos ilustran los ataques a los abusos de Roma. La enseñanza positiva de Lutero era menos gráfica y más difícil de popularizar; pero Hans Sachs, el zapatero poeta de Nuremberg, compuso unas coplas no del todo malas sobre Lutero, «El Ruiseñor de Wittemberg»:
Enseña Lutero que nosotros todos
Estamos envueltos en la caída de Adán.
Si el hombre se contempla por dentro
Siente la herida y azote del pecado.
Cuando el temor, la desesperación y el terror lo invaden
Contrito cae sobre sus rodillas.
Entonces rompe para él la luz del día,
Entonces el Evangelio puede obrar.
Entonces ve a Cristo, de Dios el Hijo,
Quien todas las cosas por nosotros hizo.
Cumplida la ley, la deuda está paga,
La muerte vencida, el castigo mitigado,
El infierno destruido, el demonio atado,
De Dios la gracia para nosotros adquirida
Tal como San Juan nos lo enseñara:
Cristo el cordero es de Dios
Que por fe en él quita del mundo el pecado.
Mediante resúmenes tan simples, la enseñanza de Lutero era llevada al hombre común en todas las esferas de la vida. Cuando le reprochaba a Lutero por apelar a los laicos, uno de los panfletistas replicaba:
Estudiantes locos, desatinados, ¡escuchad! Os digo que hay ahora en Nuremberg, en Augsburgo, en Ulm, en Suiza, a las orillas del Rin y en Sajonia mujeres, doncellas, estudiantes, peones, artesanos, sastres, zapateros, panaderos, toneleros, jinetes, caballeros, nobles y príncipes como los duques de Sajonia, que saben más acerca de la Biblia que todas las universidades, aun las de París y Colonia, y todos los papistas del mundo.
Problemas prácticos de la Iglesia
Pero esta misma difusión del Evangelio planteó muchos problemas prácticos acerca de la organización de la Iglesia. Las ideas de Lutero sobre este asunto nunca habían sido aclaradas. La verdadera Iglesia era para él siempre la Iglesia de los redimidos, conocida solamente por Dios, manifiesta aquí y allá en la tierra, pequeña, perseguida y a menudo escondida, siempre diseminada y unida solamente por los lazos del espíritu. Tal idea apenas si podía dar como resultado otra cosa que una hermandad mística carente de toda forma concreta. Esto es lo que Lutero quería significar con el reino de Cristo. No pretendía que pudiera ser convertida en realidad, pero no estaba preparado para desentenderse de la Iglesia organizada. La otra posibilidad era reunir a todas las almas ardientes que pudieran reunirse en una localidad particular, y Lutero estuvo cerca de formar una asociación así, en 1522, cuando indicó a aquellos que desearan la comunión en ambas formas que la recibieran aparte del resto. Después que esta comunión se convirtió en la práctica común, todavía deseaba reunir a los verdaderos creyentes en una hermandad íntima, pero no al precio de abandonar la iglesia que comprendía a toda la comunidad. Más bien quería formar una célula dentro de la estructura de un cuerpo más amplio. Pero las dificultades prácticas eran, a su juicio, insuperables, y hacia 1526 declaraba que su sueño era imposible. En este punto se equivocaba, pues los anabaptistas lograron éxito, aunque para lograrlo tuvieron que romper abiertamente con la iglesia territorial. El dilema de Lutero era que quería a la vez una iglesia confesional basada en la fe y experiencia personal y una iglesia territorial que comprendiera a todos los de una localidad dada. Si se le hubiera forzado a elegir, se hubiera decidido por las masas, y en esta dirección se movió.
El hacer esto requería algunos esfuerzos en el sentido de la organización. Hacia 1527 todo el electorado de Sajonia podía ser considerado como evangélico. En muchos puntos el abandono de las antiguas costumbres había producido confusión. Especialmente en lo referente a las propiedades y finanzas eclesiásticas. Los claustros habían sido abandonados. ¿Qué sería, entonces, de sus rentas y entradas? Los donantes en algunos casos habían muerto hacía siglos y sus herederos escapaban a toda identificación. Las tierras corrían peligro de ser expropiadas por vecinos poderosos, y las rentas eran siempre negadas porque los campesinos no estaban dispuestos a entregar el producto una vez que su objeto había sido alterado. En segundo lugar, las reformas litúrgicas habían engendrado el caos, porque Lutero era contrario a la uniformidad. Cada aldea, y aun cada iglesia, tenía su propia variedad. Pronto dentro de la misma ciudad las diversas iglesias mostraron diversidad, y hasta una misma iglesia podía variar en su práctica. Para aquellos cuyo sentido de seguridad religiosa dependía del uso consagrado, tal variedad e imprevisibilidad eran verdaderamente perturbadoras. Lutero empezó a sentir que debía establecerse alguna uniformidad, por lo menos dentro de los límites de cada ciudad.
Pero lo peor era que las diferencias doctrinarias ponían en peligro la paz pública. Quedaban restos de catolicismo y se estaban infiltrando el zwinglianismo y el anabaptismo. El estado de ánimo público era tal que se producían rivalidades positivas. Para Lutero no veía otra solución que establecer que en una localidad dada fuera observada públicamente una sola religión. Pero no veía clara la manera de hacer que esto sucediera, porque estaba movido por principios contradictorios. Consideraba la misa como idolatría y blasfemia, pero no quería obligar a nadie a creer. Se sentía llevado a reconocer los derechos de las confesiones rivales. El resultado fue la iglesia territorial, en la que la confesión era de la mayoría en una localidad dada, y la minoría era libre de emigrar a un territorio más favorable. Otro problema era el de este principio se aplicaría solamente a los católicos o también los sectarios.
Pero, ¿quién tomaría la iniciativa para terminar con la confusión? Hasta ahora Lutero se había inclinado por el congregacionalismo y objetado vigorosamente la destitución de Zwilling en Altenburg, hecha por un señor contra los deseos del pueblo, ero las congregaciones locales independientes no estaban en condiciones de solucionar problemas que afectaban a varios sectores. Estos debían ser tratados por los obispos, pero los obispos no habían abrazado la Reforma; y aun si lo hubieran hecho, Lutero les hubiese concedido sus antiguas funciones porque había |legado a convencerse de que en el Nuevo Testamento todo pastor era un obispo. Por lo tanto, cuando se refería a sus colegas orno «el obispo de Lochau o el obispo de Torgau», no lo hacía el todo en broma. Debía inventarse un sustituto para el obispo, solución era crear el cargo de superintendente, pero, ¿cómo y quién lo elegiría? Si lo hacían las iglesias, ¿quién podía convocarlas?
El príncipe piadoso
A todos estos problemas Lutero no le veía otra solución, por el momento, que apelar al príncipe. Éste no debía actuar como magistrado, sino como un hermano cristiano en posición ventajosa para servir de obispo de emergencia. Todas las propiedades de la iglesia debían serle entregadas, por lo menos temporalmente, para que volviera a dirigir las rentas para el sostenimiento de los ministros, los maestros y los pobres. En cuanto a la uniformidad de la liturgia y la fe, si había de tomarse como decisiva la voluntad de la mayoría, primero había que hacer una investigación, empezando por Sajonia. Anteriormente las visitas habían sido realizadas por los obispos. Ahora, el elector podía designar una comisión con este fin. Se hizo esto, y se designaron visitadores, incluyendo a teólogos con Lutero a la cabeza, y juristas para tratar los asuntos financieros. Melanchton redactó los artículos de las visitas que debían ser presentados impresos a cada clérigo. El prefacio de Lutero subrayaba la naturaleza provisional de todo el plan, pero el elector se refería a los comisionados como a «mis Visitadores», y las instrucciones de Melanchton más que un cuestionario eran un programa de acción. Lutero había iniciado involuntariamente el camino que debía llevar a la formación de la Iglesia territorial bajo la autoridad del príncipe.
Los visitadores investigaron treinta y ocho parroquias en dos meses, inquiriendo acerca de las finanzas, la conducta, las formas de culto y la fe. En asuntos de finanzas encontraron una gran confusión y descuido. Las rectorías se hallaban en un estado deplorable. Un ministro se quejaba de que una gotera le había arruinado libros por valor de cuatro florines de oro. Los visitadores decidieron que los fieles de la parroquia eran responsables de las reparaciones. La moral no era demasiado ofensiva. La liturgia necesitaba ser uniformada dentro de ciertos límites. Con respecto a la fe, el punto decisivo era la complexión evangélica de toda Sajonia. La implantación de la Reforma, por lo tanto, podía ser considerada como la imposición de la fe sobre una mayoría de los ciudadanos. Pero había quienes disentían de ella, en interés de la paz pública no podía permitirse que coexistieran dos religiones. Por esta razón debían desaparecer los restos catolicismo. Los sacerdotes que se rehusaban a aceptar la Reforma eran destituidos. Si eran jóvenes, se les dejaba que se las arreglaran por sí solos. Si eran viejos, se les acordaba una pensión. Un ministro, a la llegada de los visitadores, se casó con su cocinera. Cuando se le preguntó por qué no lo había hecho antes, replicó que esperaba que ella muriera pronto, para entonces casarse con una mujer más joven. Se decidió que era papista y fue depuesto. Se descubrió un caso en que un ministro servía en dos parroquias, una en territorio católico y otra en territorio evangélico, y celebraba en ambas de acuerdo a sus respectivos ritos. Se condenó como inaceptable este arreglo.
Se mantenía una estricta vigilancia sobre los sectarios, ya fueran zwinglianos o anabaptistas. Pero Lutero no se sentía todavía dispuesto a tratar a los anabaptistas como ya lo habían hecho los zwinglianos, sometiéndolos a la pena de muerte. Todavía en 1528 Lutero contestó a una pregunta en la siguiente forma:
Preguntáis si el magistrado puede matar a los falsos profetas. Sólo con lentitud me resuelvo por una sentencia de muerte, aun cuando sea ampliamente merecida. En este asunto me aterroriza el ejemplo de los papistas y los judíos ante Cristo. En un principio se decretó que se matase a los falsos profetas y los herejes; pero andando el tiempo llegó un momento en que en virtud de esta ley solamente eran muertos los más santos e inocentes… No puedo admitir que los falsos maestros sean condenados a muerte. Es suficiente desterrarlos.
Pero aun el destierro exigía cierto ajuste de la teoría. Lutero aun se aferraba vigorosamente a su objeción a toda compulsión u la fe. Las manifestaciones exteriores de la religión, sostenía, deben estar sujetas a reglamentaciones en interés del orden y la tranquilidad. Pero con todo esto Lutero nunca soñó que estaba subordinando la Iglesia al Estado. El sistema introducido más tarde en Inglaterra y que hacía del rey la cabeza de la Iglesia no era de su agrado. Pero, en su opinión, los príncipes cristianos eran, por cierto, responsables de fomentar la verdadera religión. La preocupación de Lutero era siempre que la fe no sufriera trabas. Cualquiera podía ayudar; nadie podía estorbar. Si el príncipe prestaba ayuda, se la aceptaba. Si se interponía, entonces debía ser desobedecido. Este siguió siendo el principio de Lutero hasta el fin de su vida. Sin embargo, la clara línea de delimitación que había trazado entre las esferas de la Iglesia y el Estado en su opúsculo Sobre el gobierno civil, en 1523, ya estaba en camino de ser borrada.
La protesta
Y era tanto más así, cuanto que la causa evangélica estaba amenazada en el terreno político, e inevitablemente la defensa correspondía a los dirigentes laicos. Desde ese momento, los electores, príncipes y delegados de las ciudades libres, más que los teólogos, eran los llamados a decir: «No retrocederé.» Lutero ya no era tanto el confesor de la fe como el mentor de los confesores. A él le tocaba alentar, reprender, guiar, aconsejar y advertir contra concesiones indebidas o medios indignos.
La fortuna del luteranismo dependía de las decisiones que adoptaran las dietas alemanas juntamente con el emperador o su representante Fernando. Cabe una breve revista de la lucha del luteranismo en procura del reconocimiento y del papel desempeñado por Lutero en los sucesos desde la dieta de Worms hasta la de Augsburgo.
Después de la dieta de Worms, todas las reuniones siguientes de los estados alemanes se habían visto obligadas a ocuparse del problema luterano. Primero fue la dieta de Nuremberg en 1522. Esta se diferenciaba de la de Worms en que había desaparecido el partido intermedio y los implacables se enfrentaban con los intransigentes. Empezó a estructurarse un grupo católico con un programa político. El duque Jorge de Sajonia era el más activo y para inflamar a sus colegas se encargó de copiar él mismo con mi propia mano los pasajes más ofensivos de las sucesivas obras de Lutero. Joaquín de Brandemburgo, los Habsburgo y los bávaros constituían el núcleo de este grupo.
Por el otro lado, las ciudades imperiales libres estaban firmemente a favor de la Reforma. Augsburgo y Estrasburgo, a pesar de sus obispos, estaban infestados de herejía, Nuremberg, en donde se reunía la dieta, declaró que aunque el papa tuviera tres capas mas en su tiara no podría inducirlos a abandonar la Palabra. Federico el Sabio prosiguió su usual camino discreto, se abstuvo de imprimir la misa en la iglesia del castillo de Wittemberg hasta que terminara la dieta, pero se negó igualmente a desterrar a Lutero.
Cada bando sobreestimaba al otro. Fernando informaba al emperador que en Alemania ni uno entre mil había dejado de ser alcanzado por el luteranismo. Pero el delegado de Federico informaba que estaba en peligro de ser sometido a sanciones económicas. Con fuerzas tan parejas, aun cuando no hubiera un partido intermedio, la única solución posible era un pacto. Y los católicos eran los más dispuestos a concederlo porque no podían contradecir la palabra del delegado de Federico de que Lutero se había convertido en realidad en un baluarte contra el desorden, que sin él sus seguidores eran completamente ingobernables y que su retorno a Wittemberg contra los deseos de su príncipe había sido realmente imperioso para evitar el caos.
La dieta, en su sesión del 6 de marzo de 1523, se contentó con la fórmula ambigua de que, hasta la reunión de un concilio general, Lutero y sus seguidores deberían abstenerse de hacer publicaciones y que no se predicaría otra cosa que el santo Evangelio de acuerdo a la interpretación de los escritos aprobados por la Iglesia cristiana. Cuando la asamblea volvió a reunirse al año siguiente, nuevamente en Nuremberg, la ascensión de un nuevo papa, Clemente VII, un Médicis tan secular como León X, no trajo ninguna diferencia en esas circunstancias. La fórmula adoptada el 18 de abril de 1525 fue: «El Evangelio debe ser predicado de acuerdo con la interpretación de la Iglesia Universal. Cada príncipe en su propio territorio pondrá en vigor el edicto de Worms en la medida en que le sea posible.» Aquí estaba en germen el principio de cuius regio eius religio, es decir que cada región tendría su propia religión.
Todos sabían que esto era solamente una tregua, y la Guerra de los Campesinos en 1525 intensificó el conflicto, porque los príncipes católicos colgaron ministros luteranos a montones. En consecuencia empezó a surgir un nuevo tipo de luteranismo, de estructura política. El alma del movimiento era un convertido reciente, Felipe de Hesse: joven, impetuoso y siempre activo. Era él quien se había erguido en la Guerra de los Campesinos cuando los príncipes sajones eran partidarios de dejar el resultado en manos de Dios. Felipe estaba guiado por tres principios: no impondría la fe a nadie, lucharía antes que someterse a imposiciones, y estaría dispuesto a hacer una alianza con los de otra fe. Estaba ansioso por demostrar su adhesión al Evangelio. Cuando la dieta del imperio volvió a reunirse en Spira en 1526, Felipe marchó sobre ella con doscientos jinetes y predicadores luteranos, quienes, habiéndoseles negado el pulpito, hablaban desde los balcones de las posadas a multitudes de cuatro mil personas. Felipe puso en evidencia su fe haciendo servir un buey en viernes. Un representante de Estrasburgo deseó que hubiera elegido un testimonio más significativo que la exhibición de una res asada en un día de ayuno. Tan flagrante trasgresión de las costumbres antiguas no hubiera sido tolerada por el emperador si hubiera podido intervenir. Pero habiendo derrotado a Francia en 1525, se había enredado a continuación con el papa y no pudo asistir a la dieta. El resultado fue otra medida contemporizadora. Cada miembro fue dejado en libertad de actuar en la cuestión religiosa «como tendría que responder ante Dios y el emperador». Esto era prácticamente el reconocimiento del principio territorial.
Esta tregua duró tres años, durante los cuales la mayor parte del Norte de Alemania se volvió luterana, y las ciudades de Estrasburgo, Augsburgo, Ulm y Nuremberg en el Sur. Constanza abrazó la Reforma, cortó sus relaciones con los Habsburgo y se unió a los suizos. Basilea se unió a la Reforma en 1529.
Este fue el año de la segunda dieta de Spira. La importancia de esta asamblea reside en que solidificó las confesiones y dividió a Alemania en dos campos. En vísperas de la dieta no era así. Los evangélicos estaban divididos tanto en fe como en táctica, Felipe de Hesse, engañado por la creencia de que los católicos tramaban un ataque, había negociado con Francia y Bohemia, los tradicionales enemigos de la casa de Habsburgo, para horror de los príncipes de Sajonia, que no tenían la intención de desmembrar el imperio. Los católicos se hallaban divididos en su política. El emperador estaba a favor de la mano enguantada, su hermano Fernando por el puño de hierro. La dieta de Spira trajo una definición, porque Fernando pasó por alto las instrucciones de su hermano Carlos, que nuevamente estaba ausente, y exigió la extirpación de la herejía. Su intento, aunque sólo tuvo un éxito moderado, unió a los evangélicos. El momento parecía propicio para su supresión porque Francia, el papa y los turcos no estaban cerca o por lo menos no amenazaban. Pero la dieta no fue muy dócil a los deseos de Fernando, y el decreto resultó mucho menos severo de lo que podría haber sido. El edicto de Worms fue reafirmado sólo para los territorios católicos. Provisionalmente, y hasta la reunión del concilio general, el luteranismo debía ser tolerado en las regiones en que no podía ser suprimido sin provocar disturbios. En las tierras luteranas debía observarse el principio de libertad religiosa para los católicos, mientras que en las tierras católicas no se extendería la misma libertad a los luteranos. Los evangélicos protestaron contra esta odiosa disposición, y de allí proviene el nombre de Protestantes. En su defensa afirmaban que la mayoría de una dieta no podía rescindir la acción unánime de la asamblea anterior. Ponían en duda que esta fuera la intención del emperador, y en este punto tenían razón. Afirmaban que no podían coexistir dos religiones en sus territorios sin amenazar la paz pública, y si su pedido no era escuchado, entonces «ellos debían protestar y testimoniar públicamente ante Dios que no consentirían nada contrario a su Palabra».
Su posición ha sido mal interpretada en diversas formas. En el campo protestante se ha puesto demasiado énfasis en la primera palabra: «protestar», más bien que en la segunda, «testimoniar». Por encima de todo estaban confesando su fe. Por el lado católico la mala interpretación ha sido flagrante. El historiador Janssen dice que protestaban contra la libertad religiosa. Por supuesto que, en un sentido, así lo hacían. Ninguno de los partidos era tolerante, pero lo que ellos objetaban era la desigualdad de la disposición que exigía libertad para los católicos y la negaba a los protestantes. En esta protesta se unieron luteranos y zwinglianos.
Alianza protestante: El coloquio de Marburgo
Felipe de Hesse creía llegado el momento de ir más lejos. El edicto de esta dieta también era sólo provisional. Entonces los protestantes debían protegerse con una confesión común y una confederación común. Su esperanza era unir a los luteranos, los suizos y los estrasburgueses, quienes habían asumido una posición intermedia en cuanto a la Santa Cena. Pero Lutero no tenía intenciones de formar una confederación política. «No podemos, en conciencia, aprobar tal liga -decía-, tanto más cuanto que el resultado puede ser derramamiento de sangre u otra calamidad, y podemos vernos tan comprometidos que no podamos salir aun cuando lo deseamos. Es diez veces mejor estar muertos que no que nuestras conciencias estén agobiadas por el peso insoportable de tal desastre y que nuestro Evangelio sea motivo de derramamientos de sangre; cuando más bien debiéramos ser como ovejas para el matarife y no vengarnos o defendernos.»
La confesión común era otro asunto, y Lutero, con algún recelo, aceptó una invitación para reunirse con un grupo de teólogos alemanes y suizos en el pintoresco castillo de Felipe, en una colina que dominaba el frágil Lahn y las torres de Marburgo. Se reunió un grupo notable. Lutero y Melanchton representaban a Sajonia, Zwinglio llegó de Zurich. Ekolampadio de Basilea, Bucero de Estrasburgo, para nombrar sólo a los más prominentes. Todos deseaban seriamente una unión. Zwinglio se regocijaba de ver los rostros de Lutero y Melanchton y declaró con lágrimas en los ojos que no había nadie con quien se sentiría más feliz de estar de acuerdo. Lutero también exhortó a la unidad. Sin embargo, la discusión empezó inauspiciosamente, cuando Lutero trazó un círculo con tiza sobre la mesa y escribió estas palabras dentro de él: «Este es mi cuerpo.» Ekolampadio insistió en que estas palabras debían ser tomadas metafóricamente porque la carne no aprovecha para nada y el cuerpo de Cristo había ascendido a los cielos. Lutero preguntó entonces por qué la ascensión no debía también ser metafórica. Zwinglio fue al corazón del asunto cuando afirmó que la carne y el espíritu son incompatibles. Por lo tanto, la presencia de Cristo sólo puede ser espiritual. Lutero replicó que la carne y el espíritu pueden estar unidos, y que lo espiritual, que nadie niega, no excluye a lo físico. Parecían haber llegado a un punto muerto pero en realidad habían hecho adelantos sustanciales, pues Zwinglio había avanzado desde su concepción de que la comunión es sólo un memorial hasta la posición de que Cristo está espiritualmente presente. Y Lutero concedió que, cualquiera que sea la naturaleza de la presencia física, no produce ningún beneficio sin la fe. Por lo tanto se excluía toda idea mágica.
Esta aproximación de las dos posiciones ofrecía esperanzas de un acuerdo, y los luteranos tomaron la iniciativa al proponer una fórmula de concordia. Confesaron que hasta entonces habían comprendido mal a los suizos. Por su parte declaraban que «Cristo está realmente presente, esto es, sustancial, esencialmente, aunque no cuantitativa, cualitativa o localmente.» Los suizos rechazaron esta afirmación porque no salvaguardaba con claridad el carácter espiritual de la comunión, pues no podían comprender cómo algo podía estar presente pero no localmente presente. Lutero les contestó que las concepciones geométricas no pueden ser usadas para describir la presencia de Dios.
La confesión común había fracasado. Pero entonces los suizos propusieron que a pesar del desacuerdo se practicara la intercomunión, y «Lutero accedió momentáneamente» a ello. Esto lo sabemos por el testimonio de Bucero, «hasta que Melanchton se interpuso por consideración a Fernando y el emperador». Esta afirmación es extremadamente significativa. Quiere decir que Lutero no desempeñó el papel de absoluta implacabilidad que comúnmente se le atribuye, y estuvo dispuesto a unirse con los suizos hasta que Melanchton le hizo ver que la fusión con la izquierda alejaría a la derecha. Melanchton todavía alimentaba la esperanza de reformar a toda la cristiandad y la de preservar las unidades medievales más grandes mediante una reconciliación de los luteranos y los católicos. La formación de Spira no le parecía definitiva, pero se daba cuenta de que el precio de sus sueños sería el repudio de los sectarios. Lutero era mucho menos entusiasta con respecto a los católicos y prefería un protestantismo consolidado, pero cedió ante Melanchton, el único amigo capaz de desviarlo de un camino intransigente. El juicio de Lutero había de confirmarse finalmente, y cuando Melanchton hubo agotado sus esfuerzos de conciliación con los católicos, la línea arrojada en Marburgo fue recogida y el resultado fue la Concordia de Wittemberg.
Había fracasado una confesión unida. La intercomunión había fracasado también. Pero la confederación debía ser posible, sostenía Felipe de Hesse. La gente puede unirse para defender el derecho de cada uno a creer lo que quiera, aun cuando no todos tengan la misma convicción. Sus demandas eran muy plausibles. Fueron remitidas para su consideración, no sólo a los teólogos, sino también a los dirigentes laicos de Sajonia. Si se le reprocha a Lutero el haber estado demasiado dispuesto a recibir tanta ayuda del Estado, debemos recordar que los estadistas de esos días eran creyentes cristianos que estaban prontos a arriesgarlo todo por sus convicciones y tenían mucho más que perder que Lutero mismo.
Fue el canciller de Sajonia quien redactó la respuesta a Felipe de Hesse. El canciller no era, como Lutero, contrario a toda alianza política ni, como Felipe, indiferente a una base confesional. Fueron revisados los argumentos de ambos lados. A favor de la confederación podría decirse que entre los zwinglianos había, indudablemente, muchos buenos cristianos que no estaban de acuerdo con Zwinglio, y en todo caso una alianza política podía hacerse aun con los paganos. La respuesta a esto fue que una alianza con paganos sería más defendible que una alianza con apóstatas. La fe es suprema. Por lo tanto, la considerable ayuda que podrían prestar los suizos debía ser rechazada y dejar el resultado completamente en manos de Dios.
Esto dejó a los suizos librados a sus propios medios. En la segunda batalla de Kappel, en 1531, Zwinglio cayó, espada en mano, en el campo de batalla. Lutero consideró su muerte como un castigo, porque como ministro no debía haber empuñado la espada.
La confesión de Augsburgo
También los luteranos quedaron librados a sus propios medios. En 1530 el emperador Carlos estuvo por fin libre para ir a Alemania. Habiendo humillado a Francia y al papa, se acercaba a Alemania con una benévola invitación para que cada uno se definiera en el punto de la religión, pero con la intención de no ahorrar medidas severas en caso que las suaves fracasaran. No se permitió a Lutero que asistiera a la dieta. Durante seis meses estuvo nuevamente «en el destierro», como había estado en el Wartburgo, pero esta vez en otro castillo llamado el Coburgo. No estaba tan solo porque lo acompañaba su secretario, de cuya pluma tenemos una pequeña visión del doctor en una carta que envió a su esposa:
Amable, graciosa y querida señora de Lutero:
Estad segura de que vuestro señor y nosotros con él estamos sanos y salvos por la gracia de Dios. Hicisteis bien en enviar al doctor el retrato [el de su hija Magdalena] pues lo distrae de sus muchas preocupaciones. Lo ha clavado en la pared opuesta a la mesa en donde comemos, en el apartamento del elector. Al principio no podía reconocerla. «Dios mío -decía-, ¿Lenchen es tan morena?» Pero ahora le gusta el retrato y cada vez más le parece ver en ella a Lenchen. Es notablemente parecida a Hans en la boca, los ojos y la nariz, en una palabra: en toda la cara, y aun será más parecida a él. Tenía que escribiros esto.
Querida señora: Os ruego que no os preocupéis por el doctor. Está lleno de salud y ánimo, gracias a Dios. Las nuevas de la muerte de su padre le conmovieron hondamente al principio, pero después de dos días se sobrepuso a ellas. Cuando llegó la carta dijo: «Mi padre ha muerto.» Tomó su salterio, fue a su habitación y lloró tanto que al día siguiente le dolía la cabeza, pero desde entonces disimuló bien. Que Dios os guarde a vos, a Hans y Lenchen y a todos los vuestros.
Como en el Wartburgo, Lutero se dedicó a los estudios bíblicos y a los consejos y admoniciones a los que estaban conduciendo la defensa de la causa evangélica en Augsburgo. La ausencia de él y el éxito de ellos eran la prueba manifiesta de que el movimiento podía sobrevivir sin él. El mayor testimonio era dado esta vez, no por el monje de Wittemberg ni por los ministros y teólogos, sino por los príncipes laicos que se exponían a perder sus dignidades y aun sus vidas. Cuando el santo emperador romano, Carlos V, se acercaba a la ciudad de Augsburgo, los dignatarios salieron a recibirlo. Mientras los notables se arrodillaban, con las cabezas descubiertas, para recibir la bendición del cardenal Compeggio, el elector de Sajonia se mantuvo atrevidamente erguido. Al día siguiente se realizó la más colorida procesión de la historia de la pompa medieval. Vestidos de seda y damasco, con brocato de oro, con túnicas carmesí y los colores propios de cada casa, venían los electores del imperio seguidos por los más encumbrados de su grupo. Juan de Sajonia llevaba de acuerdo al antiguo uso la brillante espada desnuda del emperador. Detrás de él marchaba Alberto, el arzobispo de Maguncia, el obispo de Colonia, el rey Fernando de Austria y su hermano el emperador. Marcharon hacia la catedral, mientras el emperador y toda la multitud se arrodillaba ante el altar mayor. Pero el elector Juan de Sajonia y el landgrave Felipe de Hesse permanecieron de pie. Al día siguiente el emperador llamó aparte a los príncipes luteranos. Juan y Felipe estaban, por supuesto, entre ellos, y también el anciano Jorge, el margrave de Brandemburgo. El emperador les dijo que sus ministros no debían predicar en Augsburgo. Los príncipes se rehusaron. El emperador insistió en que al menos no debían predicar sermones polémicos. Los príncipes se rehusaron de nuevo. El emperador les informó que al día siguiente se realizaría la procesión de Corpus Christi, en la que esperaba que marcharan. Los príncipes se negaron una vez más. El emperador continuó insistiendo, hasta que el margrave se adelantó y dijo: «Antes de dejar que nadie me quite la Palabra de Dios y me pida que reniegue de mi Dios, me arrodillaré ante él y le dejaré que me corte la cabeza.»
El emperador, a pesar de todos estos desaires, estaba dispuesto a dejar que los protestantes expusieran su caso. El encargo recayó sobre Melanchton. Todavía tenía esperanzas en el emperador y los católicos moderados, dirigidos ahora por Alberto de Maguncia, que una vez había enviado a Lutero un regalo de bodas. Por cierto que Eck y Compeggio estaban furiosos, difundiendo mentiras y toda clase de infundios, pero después de todo ellos no constituían toda la Iglesia católica.
Melanchton mismo tenía una profunda veta de erasmismo. No quería negar la fe de Martín Lutero ni ser el que sacara la piedra angular y derribara el arco de la cristiandad. Se sentó en su habitación y lloró. Al mismo tiempo exploró todos los caminos de conciliación y llegó hasta decir que la diferencia más seria entre luteranos y católicos era el empleo del alemán en la misa.
Lutero se preocupó muchísimo y le escribió que la diferencia entre ellos consistía en que Melanchton era firme y Lutero cedía en las disputas personales, mientras que sucedía lo contrario en las controversias públicas. Lutero pensaba en la discusión de Marburgo, cuando él había sido condescendiente y Melanchton obstinado. Ahora Melanchton estaba a favor de reconocer hasta al papa, mientras que Lutero se hallaba convencido de que no podía haber paz con el papa a menos que éste aboliera el papado. La cuestión real no era entre las controversias públicas y privadas, sino acerca de sus respectivos juicios sobre la derecha y la izquierda. Melanchton, en sus esfuerzos por reconciliarse con los católicos, corría peligro de mancillar la Reforma.
Pero no lo hizo. La Confesión de Augsburgo fue obra suya y en definitiva fue una confesión tan valiente como cualquiera de las hechas por los príncipes. Lutero se sintió enormemente complacido con ella y consideró su tono moderado mejor que cualquier cosa que él hubiera podido realizar. En el primer borrador la Confesión de Augsburgo habla solamente en nombre de la Sajonia Electoral, pero en el borrador definitivo confiesa la fe de un luteranismo unido. Hasta Felipe de Hesse la firmó, a pesar de su inclinación hacia los suizos. Pero la declaración acerca de la Santa Cena era tal que los suizos se rehusaron a apoyarla y presentaron una declaración propia. Los estraburgueses también se negaron a firmar, y también trajeron otra confesión. En total fueron tres las afirmaciones de fe protestantes presentadas en Augsburgo. Los anabaptistas, por supuesto, no fueron escuchados en absoluto. Sin embargo, a pesar de estas divergencias en las filas evangélicas, la Confesión de Augsburgo contribuyó mucho a consolidar el protestantismo y a enfrentarlo contra el catolicismo. Se puede tomar la fecha del 25 de junio de 1530, día en que fue leída públicamente la Confesión de Augsburgo, como el día de la muerte del Sacro Imperio Romano. Desde ese día en adelante las dos confesiones se levantaron una contra la otra, equilibradas para la lucha. Carlos V concedió a los evangélicos hasta abril de 1531 para que se sometieran. Si se negaban, entonces sentirían el filo de la espada.
Ante esta amenaza, Lutero dirigió un llamado a la moderación al dirigente del partido conciliatorio en el campo romano, su antiguo oponente y amigo, Alberto, arzobispo de Maguncia, en las siguientes palabras:
Ya que ahora no hay más esperanzas de que nos pongamos de acuerdo en la doctrina, suplico humildemente a vuestra Excelencia Electoral que, junto con los otros, trate de hacer que cada parte mantenga la paz, creyendo lo que quieran y permitiéndonos creer esta verdad que, como veis, ha sido confesada y encontrada intachable. Es bien sabido que nadie, ya sea el papa o el emperador, puede forzar a otros a creer, pues ni a Dios mismo se le ha visto nunca hasta ahora obligar a nadie a creer por la fuerza. ¿Cómo pueden pretender entonces las miserables criaturas ejercer coerción sobre los hombres, no sólo en cuanto a la fe, sino en cuanto a lo que ellos mismos deben considerar como falsedades? Quiera Dios que vuestra Excelencia Electoral, o quienquiera que fuese, sea un nuevo Gamaliel que proponga a los otros este consejo de paz.
El consejo de Lutero fue seguido, no por principio, sino por necesidad, pues por otros quince años el emperador no se encontró nuevamente en condiciones de intervenir.