Biografía de Lutero - por Roland Bainton

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Capítulo I

EL VOTO

En un bochornoso día de julio del año 1505, un viajero solitario caminaba fatigosamente por un camino reseco en las inmediaciones de la aldea sajona de Stotternheim. Era un hombre joven, bajo pero fornido, y su vestido denotaba a un estudiante universitario. A medida que se acercaba a la aldea, el cielo se iba encapotando. De repente cayó un chaparrón y luego se desencadenó una fuerte tormenta. Un rayo rasgó las tinieblas y arrojó al hombre al suelo. Luchando por levantarse, gritó aterrado: «¡Santa Ana, socórreme! ¡Me haré monje!»

El hombre que así invocaba a una santa iba más tarde a repudiar el culto de los santos. El que así hacía el voto de hacerse monje iba más tarde a renunciar al monasticismo. Leal hijo de la Iglesia Católica, iba luego a sacudir los cimientos del catolicismo medieval. Devoto siervo del papa, iba luego a identificar a los papas con el Anticristo. Aquel joven era Martín Lutero.

Su acción demoledora fue tanto más destructiva cuanto que iba a reforzar procesos de desintegración ya iniciados; el nacionalismo estaba en camino de quebrar las unidades políticas cuando la Reforma destruyó la unidad religiosa. Sin embargo, esta figura paradójica revivió la conciencia cristiana de Europa. En sus días, como admiten todos los historiadores católicos, los papas del Renacimiento estaban secularizados; eran petulantes, frívolos, sensuales, magníficos e inescrupulosos. Los intelectuales no se volvían contra la Iglesia, porque la Iglesia era tan semejante a ellos en espíritu y disposición que no era concebible una revuelta. La política estaba emancipada hasta tal punto de todo interés por la fe, que el Cristianísimo rey de Francia y Su Santidad el papa no desdeñaban una alianza militar con el sultán contra el santo emperador romano. Lutero cambió todo esto. La religión se convirtió nuevamente en un factor dominante aun en política durante otro siglo y medio. Los hombres se preocuparon lo suficiente por la fe como para morir y matar por ella. Si queda algún sentido de la civilización cristiana en el Occidente, en no poca medida se debe a este hombre.

Naturalmente, la suya es una figura muy discutida. Los múltiples retratos que de él se han hecho caen dentro de ciertos tipos generales ya delineados en su propia generación. Sus seguidores le saludan como el Profeta del Señor y el Liberador de Alemania. Sus contrarios del lado católico le llaman el hijo de perdición y el destructor de la cristiandad. Los agitadores agrarios lo infamaron como el sicofante de los príncipes y los sectarios radicales lo compararon con Moisés, que sacó a los hijos de Israel de Egipto y los dejó perecer en el desierto. Pero estos juicios pertenecen más a un epílogo que a un prólogo. Lo primero que debemos hacer es tratar de comprender al hombre.

No podremos adelantar mucho en esta dirección a menos que reconozcamos desde el principio que Lutero era, por encima de todo, un hombre religioso. Las grandes crisis exteriores de su vida que deslumbran a los biógrafos dramáticos, para Lutero eran triviales en comparación con los cataclismos internos de su búsqueda de Dios. Por tal razón, este estudio puede empezar apropiadamente con su primera crisis religiosa aguda en 1505, más bien que con su nacimiento en 1483. Su niñez y su juventud serán relatadas solamente para explicar su entrada en el monasterio.

El hogar y la Escuela.

El voto requiere una interpretación, porque aun en este primer punto de la carrera de Lutero divergen los juicios. Los que deploran su subsiguiente repudio del voto explican su defección diciendo que nunca debió haberlo hecho. Si hubiera sido un verdadero monje, dicen, nunca hubiera abandonado los hábitos. Su crítica al monasticismo se la hace volver sobre él mismo, pintándolo como un monje sin vocación, y se interpreta su voto, no como resultado de una genuina vocación, sino más bien como la solución de un conflicto interno, un escape de su inadaptación en el hogar y en la escuela.

A favor de esta explicación se aducen ciertas evidencias aisladas. Pero éstas no son muy de confiar debido a que son tomadas de conversaciones de un Lulero de más edad, tal como las registraron, a menudo inexactamente, sus alumnos; y aun en el caso de ser genuinas, no pueden ser aceptadas como de valor absoluto porque el Lutero protestante no se hallaba ya en condiciones de recordar objetivamente los motivos de su período católico. En realidad, hay una sola referencia que podría permitirnos relacionar la toma de los hábitos con el resentimiento contra la disciplina paterna. Se dice que Lutero ha contado: «Mi madre me azotó, por haber robado una nuez, hasta que me salió sangre, esa disciplina tan estricta me llevó al monasterio, aunque ella pensara que lo hacía por mi bien. Esto es reforzado con otras dos referencias: «Mi padre me zurró una vez en tal forma, que me escapé y estuve furioso con él, hasta el punto que le costó mucho hacerme volver.» «[En la escuela] me azotaron en una sola mañana quince veces por una nada: se me pidió que declinara y conjugara y yo no había aprendido mi lección.»

No cabe duda de que en esos días se trataba muy rudamente a los jóvenes, y bien puede ser que Lutero haya dicho estas cosas a fin de abogar por un tratamiento más humano; pero no hay indicios de que esa severidad produjera algo más que una ráfaga de resentimiento. Lutero era muy estimado en su casa. Sus padres le consideraban un muchacho de brillantes dotes que se convertiría en un jurista, haría un casamiento próspero y los sostendría en su vejez. Cuando Lutero obtuvo su título de Maestro en Artes, su padre le regaló un ejemplar del Corpus Juris y dejó de tutearlo familiarmente para tratarlo cortésmente de usted. Lutero siempre mostró una extraordinaria devoción por su padre y se sintió grandemente apenado y perturbado por la desaprobación paterna de su entrada al convento. Cuando su padre murió, Lutero estuvo demasiado trastornado para trabajar durante varios días. El afecto hacia la madre parece haber sido menos marcado; pero aun con respecto a los castigos corporales dice que eran bien intencionados, y recordaba afectuosamente una pequeña cantinela que solía cantar:

Si ni tú ni yo gustamos a las gentes, La falta es nuestra, seguramente.

Por cierto que las escuelas tampoco eran suaves, pero tampoco eran brutales. Su objeto era impartir un conocimiento hablado de la lengua latina. Los niños no lamentaban esto, pues el latín era útil: era el lenguaje de la Iglesia, de la ley, de la diplomacia, de las relaciones internacionales, de los eruditos, de los viajes. La enseñanza se llevaba a cabo mediante ejercicios puntualizados con la vara. Un escolar, llamado lupus, o lobo, era designado para espiar a los otros e informar cada vez que hablaban alemán. El escolar más atrasado de la clase recibía cada tarde una máscara de burro, y entonces se le llamaba el asinus, debiendo usarla hasta que cogiera a otro hablando alemán. Se acumulaban las faltas y se las expiaba con la varilla al final de la semana. De este modo, se podían recibir quince azotes en un solo día. Pero, a pesar de toda esta severidad, los muchachos aprendían el latín y les gustaba. Lutero, lejos de ser desaplicado, se dedicaba a sus estudios y llegó a destacarse en ellos. Los maestros no eran brutos. Uno de ellos, Trebonius, al entrar al aula se descubría siempre en presencia de tantos futuros burgomaestres, cancilleres, doctores y regentes. Lutero respetaba a sus maestros y se afligió cuando ellos no aprobaron el curso que subsiguientemente diera a su vida.

Tampoco era mayormente melancólico, sino que por lo general era juguetón, amante de la música, tocaba bien el laúd y era un enamorado de la belleza del paisaje alemán. ¡Qué bello era Erfurt en el recuerdo! Los bosques bajaban hasta el borde de la aldea para continuarse en huertos y viñedos, y luego venían los campos que proporcionaban a la industria de los tintes plantíos de índigo, lino de flores azules y azafrán amarillo; y en medio de ese esplendor los muros, los portones, los campanarios de Erfurt, llena de agujas. Lutero la llamaba una nueva Belén.

Inquietud religiosa

Sin embargo Lutero se sentía a veces muy deprimido, y la razón de ello no estaba en ningún rozamiento personal sino en el malestar de la existencia intensificado por la religión. Este hombre no era hijo del Renacimiento italiano, sino un alemán nacido en la remota Turingia, en donde los hombres piadosos todavía erigían iglesias con arcos y chapiteles extendiéndose hacia lo infinito. Lutero mismo era hasta tal punto una figura gótica, que su fe bien puede ser llamada el último gran florecimiento de la religión de la Edad Media. Además, provenía del elemento más religiosamente conservador de la población, los campesinos. Su padre, Hans Lutero, y su madre, Margaretta, eran robustos, rechonchos y atezados labradores alemanes. En realidad, no se dedicaban al cultivo del suelo porque, como hijo sin herencia, Hans se había trasladado desde la granja a las minas. En las entrañas de la tierra había prosperado con la ayuda de Santa Ana, la patrona de los mineros, hasta llegar a ser el propietario de una media docena de fundiciones; sin embargo, no era muy opulento, y su mujer todavía tenía que ir al bosque y arrastrar leña hasta la casa. La atmósfera de la familia era la del campesino: ruda, áspera, a veces grosera, crédula y devota. El viejo Hans rezaba al lado de la cama de su hijo y Margaretta era también una mujer de oración.

Algunos elementos del antiguo paganismo germano estaban mezclados con la mitología cristiana en las creencias de esa gente inculta. Para ellos, los bosques, los vientos y el agua estaban por elfos, gnomos, hadas, tritones y sirenas, duendes y brujas. Espíritus siniestros desencadenaban las tormentas, las inundaciones y las pestes, e inducían a los hombres al pecado y la melancolía. La madre de Lutero creía que tales seres realizaban pequeñas travesuras como robar huevos, leche y manteca, y Lutero mismo nunca se emancipo de tales creencias. «Muchas regiones están habitadas por demonios -decía-. Prusia está llena de ellos, y Laponia de brujas. En mi país natal, en la cima de una alta montaña llamada el Pubelsberg, hay un lago en el que, si se arroja una piedra, se desata una tempestad en toda la región porque las aguas son la morada de demonios cautivos.»

La educación en las escuelas no liberaba de la educación hogareña, sino que la reforzaba. En las escuelas elementales se enseñaban a los niños cánticos sagrados. Aprendían de memoria el Sanctus, el Benedictas, el Agnus Dei y el Confíteor. Se les ejercitaba en cantar salmos e himnos. ¡Cómo le gustaba a Lutero el Magníficat! Asistían a misas y vísperas y tomaban parte en las coloridas procesiones de los días de fiesta. Todos los pueblos en que Lutero asistió a la escuela estaban llenos de iglesias y monasterios. En todas partes era lo mismo: campanarios, agujas, claustros, sacerdotes, monjes de las diversas órdenes, colecciones de reliquias, tañer de campanas, proclamación de indulgencias, procesiones religiosas, curas milagrosas en los santuarios. En Mansfeld, diariamente estacionaban a los enfermos al lado de un convento en la esperanza de que sanaran en el momento de sonar las campanas de las vísperas. Lutero recordaba haber visto a un demonio salir realmente del cuerpo de un poseso.

La Universidad de Erfurt no trajo ningún cambio. Esta institución no había sido invadida todavía por las influencias renacentistas. En los planes de estudio siempre habían sido favoritos en la Edad Media los clásicos tales como Virgilio. La física aristotélica era considerada como un ejercicio para reflexionar sobre los pensamientos de Dios, según él, y las explicaciones naturales de terremotos y rayos no excluían las ocasionales intervenciones directas de Dios. Todos los estudios desembocaban en la teología, y el grado de Maestro para el que Lutero se preparaba con vistas al Derecho podía capacitarlo igualmente para los hábitos sagrados. Toda la enseñanza en el hogar, la escuela y la universidad estaba organizada para inculcar temor de Dios y reverencia por la Iglesia.

En todo esto no hay nada que coloque a Lutero aparte de sus contemporáneos o que explique por qué más tarde habría de rebelarse contra tanto de la religión medieval. En un solo sentido Lutero parece haber sido diferente de otros jóvenes de su época: era extraordinariamente sensible y estaba sujeto a períodos recurrentes de exaltación y depresión de espíritu. Esta oscilación en su estado de ánimo lo atormentó durante toda su vida. El mismo atestigua que esto empezó en su juventud y que las depresiones habían sido agudas en los seis meses anteriores a su entrada en el convento. No se puede aceptar que estos estados fueran ocasionados meramente por la adolescencia, puesto que ya tenía veintiún años y tales estados continuaron produciéndose en todos sus unos adultos. Tampoco se puede dar por terminado alegremente el caso como un ejemplo de depresión maníaca, puesto que el paciente demostraba una prodigiosa y continua capacidad para el trabajo de un elevado orden.

La explicación reside más bien en las tensiones que la religión medieval provocaba deliberadamente, haciendo intervenir alternativamente el miedo y la esperanza. Se atizaba el fuego del infierno no porque los hombres vivieran en perpetuo temor sino precisamente porque no lo hacían, y con el fin de inspirarles suficiente miedo como para llevarlos a los sacramentos de la Iglesia. Si el terror los petrificaba se introducía el purgatorio por vía de mitigación, como un lugar intermedio en donde aquellos que no eran suficientemente malos para el infierno ni suficientemente buenos para el cielo podían hacer más expiación. Si esta mitigación provocaba complacencia, se subía la temperatura en el purgatorio y luego la presión era relajada nuevamente a través de las indulgencias.

Aun más desconcertante que la fluctuación de la temperatura Je la vida eterna, era la oscilación entre la ira y la misericordia de parte de los miembros de la divina jerarquía. Se describía a Dios ora como el Padre, ora como empuñando el rayo. Podía ser ablandado por intercesión de su Hijo, más bondadoso, quien n su vez era presentado como un juez implacable a menos que lo ablandara su Madre, la que, siendo mujer, consentía en engañar por igual a Dios y al Diablo a favor de sus devotos; y si ella estaba demasiado lejos, se podía recurrir a su madre. Santa Ana.

En los manuales más populares del Renacimiento mismo está ilustrado gráficamente cómo se presentaban estos temas. El tema era la muerte, y los más populares daban instrucciones, no sobre cómo pagar el impuesto a la renta, sino sobre cómo escapar al infierno. Manuales titulados Sobre el arte de morir describían en espeluznantes grabados en madera al espíritu que salía del cuerpo rodeado por demonios que lo tentaban a cometer el pecado irrevocable de dejar de confiar en la misericordia de Dios. Para convencerlo de que estaba ya más allá de todo perdón lo enfrentaban con la mujer con quien había cometido adulterio o el pordiosero al que no había alimentado. Un grabado gemelo le infundía valor presentándole las figuras de pecadores perdonados: Pedro y su gallo, María Magdalena con su redoma, el buen ladrón y Saulo el perseguidor, con este breve lema como conclusión: «Nunca desesperes.»

Si bien esta conclusión tendía a la complacencia, otras presentaciones invocaban el miedo. Un libro asombrosamente ilustrativo del espíritu prevaleciente en la época es una historia del mundo publicada por Hartmann Schedel en Nuremberg en 1493. Los macizos folios, después de relatar la historia de la humanidad desde Adán hasta el humanista Conrado Celtes, concluyen con una meditación sobre la brevedad de la existencia humana acompañada por un grabado de la danza de la muerte. La escena final representa el Día del Juicio. Un grabado en madera que ocupa toda una página muestra a Cristo como Juez sentado sobre un arco iris. Una azucena sale de su oreja derecha, representando a los redimidos, quienes, por debajo de él, son llevados al paraíso por los ángeles. De su oreja izquierda emerge una espada, que simboliza la perdición de los condenados, a quienes los demonios sacan de las tumbas izándolos por los cabellos y los arrojan a las llamas del infierno.

Un editor moderno comenta lo extraño que resulta que una crónica publicada en el año 1493 termine con el Día del Juicio en vez del descubrimiento de América. El doctor Schedel había terminado su manuscrito en junio. Colón había vuelto en el mes de marzo. Es probable que la noticia no hubiera llegado todavía a Nuremberg. Por un margen tan estrecho el doctor Schedel perdió esa asombrosa noticia. «¡Qué extraordinario valor tendrían las copias sobrevivientes de la Crónica en la actualidad si hubieran registrado el gran suceso!»

Así escribe el editor moderno. Pero, aun en caso de haberlo sabido, el viejo doctor Schedel podría no haber considerado el descubrimiento de un nuevo mundo como cosa digna de registrarse. Es muy difícil que no haya sabido del descubrimiento del Cabo de Buena Esperanza en 1488. Sin embargo, no lo menciona. La razón de ello es que no consideraba a la historia como el registro de la expansión sobre la tierra de una humanidad que veía como el sumo bien la obtención de más tierra sobre la cual expandirse. Para él la historia era la suma de incontables peregrinaciones a través de un valle de lágrimas hasta la Jerusalén celestial. Cada uno de los que ahora estaban muertos habría de levantarse un día para unirse a la enorme hueste de los muertos ante el trono del juicio para oír las palabras: «Bien hecho» o «Apártate de mí, al fuego eterno». El Cristo sobre el arco iris, con la azucena y la espada, es la figura más familiar en los libros ilustrados de esa época. Lutero había visto cuadros como éste y asegura que se había sentido enormemente aterrorizado ante la vista de Cristo Juez.

El refugio del hábito

Como todo hombre de la Edad Media, Lutero sabía qué hacer con respecto a su condición. La Iglesia enseñaba que ninguna persona sensata esperaría a estar en su lecho de muerte para hacer un acto de contrición y pedir gracia. Desde el principio al fin, el único camino seguro era aprovechar todos los auxilios que la Iglesia ofrecía: sacramentos, peregrinaciones, indulgencias, la intercesión de los santos. Pero, ¡qué necio era el hombre que confiaba solamente en los buenos oficios de los intercesores celestiales si no había hecho antes nada para asegurarse su favor!

¿Y qué cosa mejor podía hacer que tomar los hábitos? Creíase que el fin del mundo ya había sido pospuesto en beneficio de los monjes cistercienses. Cristo ya había ordenado al ángel que tocara su trompeta para el Juicio Final, cuando la Madre de Misericordia huyó a los pies de su Hijo y le rogó que esperara un poco: «por lo menos para que mis amigos de la orden cisterciense puedan prepararse». Los mismos demonios se quejaban de San Benito como de un ladrón que les había robado las almas de las manos. El que muriera con el hábito recibiría un tratamiento preferente en el cielo debido a sus vestiduras. Una vez, un cisterciense que sufría una fiebre muy alta se quitó el hábito y murió sin él. Al legar a las puertas del paraíso, San Benito le negó la entrada por carecer del uniforme. Sólo pudo caminar alrededor de los muros y espiar adentro a través de las ventanas para ver cómo lo pasaba el resto de la congregación, hasta que uno de sus hermanos intercedió por él y San Benito le concedió la gracia de volver a la tierra a buscar el hábito. Todo esto, por supuesto, eran creencias populares. Por más que estas toscas ideas fueran rechazadas por los teólogos honestos, esto era lo que creía el hombre común, y Lutero era un hombre común. Pero Santo Tomás de Aquino declaraba que tomar los hábitos era un segundo bautismo que restauraba al pecador al estado de inocencia del que gozaba cuando fue bautizado por primera vez. Era popular la opinión de que si el monje volvía a pecar después de tomar los hábitos, gozaba de privilegios peculiares porque en su caso el arrepentimiento lo llevaría a la restauración del estado de inocencia. El monasticismo era el camino por excelencia hacia el cielo.

Lutero sabía todo esto. Cualquier joven que tuviera ojos comprendía lo que significaba el monasticismo. Podían verse ejemplos vivos en las calles de Erfurt. Allí estaban los jóvenes cartujos, apenas muchachos y ya envejecidos por sus austeridades. En Magdeburgo, Lutero vio al demacrado Príncipe Guillermo de Anhalt, que había abandonado los salones de la nobleza para convertirse en un fraile mendicante y andaba por las calles llevando el saco del mendigo. Como cualquier otro hermano, realizaba el trabajo manual del claustro. «Con mis propios ojos lo vi – decía Lutero-. Yo tenía catorce años cuando estuve en Magdeburgo. Lo vi cargando el saco como un asno. Se había desgastado tanto con el ayuno y la vigilia, que parecía un espectro, apenas huesos y piel. Nadie podía mirarlo sin sentirse avergonzado de su propia vida.»

Lutero sabía perfectamente bien por qué los jóvenes debían hacerse viejos y los nobles debían rebajarse. Esta vida es solamente un breve período de prueba para la vida futura, en donde los que se salven gozarán de una eternidad de bienaventuranza y los condenados sufrirán el tormento eterno; con sus ojos contemplarán la desesperación que nunca puede experimentar la merced de la extinción y con sus oídos escucharán los lamentos de los leñados. Respirarán vapores sulfurosos y arderán en una llama incandescente pero que nunca se consumirá. Todo esto durará por siempre y siempre jamás.

Estas eran las ideas en que había sido educado Lutero. No había nada peculiar en sus creencias o sus reacciones, salvo su intensidad. Su depresión ante la perspectiva de la muerte era aguda feto de ningún modo singular. El hombre que más tarde iba a volverse contra el monasticismo se hizo monje exactamente por la misma razón que miles de otros, es decir, para salvar su alma. La ocasión inmediata que le resolvió a entrar en el claustro fue el encuentro inesperado con la muerte en aquel bochornoso día de julio de 1505. Tenía entonces veintiún años y era estudiante de la Universidad de Erfurt. Al volver a la escuela después de una visita a sus padres, un rayo lo arrojó en tierra. En ese relámpago vio el desenlace del drama de la existencia. Allí estaba Dios, el terrible; el Cristo inexorable y todos los demonios burlones que miraban de sus guaridas en bosques y estanques y que con risotadas sardónicas lo agarraban por los ensortijados cabellos y lo trasladaban al infierno. No es de asombrarse que invocara a la santa de su padre, la patrona de los mineros: «¡Santa Ana, ayúdame! ¡Me haré monje!»

Lutero mismo afirmaba reiteradamente que creía haber recibido un llamamiento del cielo al que no podía desobedecer. Pudiera o no ser absuelto del voto, se consideraba atado a él. Había lomado los hábitos contra su propia inclinación, bajo divina constricción. Necesitó dos semanas para arreglar sus asuntos y decidir en qué monasterio entraría. Eligió una orden estricta, la congregación reformada de los agustinos. Después de una fiesta de despedida con unos pocos amigos, se presentó a las puertas del convento. Cuando la noticia llegó a conocimiento de su padre, éste se encolerizó muchísimo. Ese era el hijo, educado en la estrechez, que debía sostener a sus padres en la vejez. El padre no quiso reconciliarse con él hasta que vio en la muerte de otros dos hijos el castigo de su rebelión.

Lutero se presentó como novicio. No tenemos una evidencia directa, pero por la liturgia de los agustinos podemos reconstruir la escena del recibimiento. Mientras el prior está parado en las radas del altar, el candidato se prosterna. El prior pregunta: ¿Qué buscas?» La respuesta llega: «La gracia de Dios y tu merced.» Entonces el prior lo levanta y le pregunta si está casado, si es un fiador o está afectado de una enfermedad secreta. Si la puesta es negativa, el prior describe los rigores de la vida que a emprender: el renunciamiento a la propia voluntad, la alimentación escasa, los vestidos ásperos, las vigilias de noche y los bajos de día, la mortificación de la carne, el reproche de la pobreza, la vergüenza de mendigar y la desagradable existencia claustral. ¿Está dispuesto el postulante a tomar sobre sí estas cargas? «Sí, con la ayuda de Dios -es la respuesta- y en la medida que la fragilidad humana me lo permita.» Entonces se lo admite por un año de prueba. Mientras el coro canta, le tonsuran la cabeza. Los vestidos de paisano son cambiados por el hábito del novicio. El iniciado hinca la rodilla: «Bendice a tu siervo -entona Escucha, oh Señor, nuestros ruegos y dígnate conferir tu bendición a este tu siervo, a quien en tu santo nombre hemos vestido con el hábito de monje, para que pueda continuar fielmente con tu ayuda en tu Iglesia y merecer la vida eterna, por Jesucristo Nuestro Señor, Amén.» Mientras se canta el himno final, Lutero se prosterna con los brazos extendidos en forma de cruz. Entonces los hermanos lo reciben en el convento con el ósculo de paz, y es amonestado nuevamente por el prior con estas palabras: «No el que haya comenzado sino el que haya perseverado será salvado.»

El significado de la entrada de Lutero al convento es, simplemente, éste: que la gran rebelión contra la iglesia medieval surgió de un desesperado intento de seguir el camino prescrito por ella. Así como Abraham superó los sacrificios humanos solamente a través de su disposición para elevar el cuchillo del sacrificio sobre Isaac; así como Pablo se liberó del legalismo judío solamente porque como «hebreo de hebreos» había tratado de cumplir con toda rectitud, así Lutero se rebeló contra algo más que la devoción ordinaria. Fue al monasterio como otros, y aun más que otros, a fin de hacer las paces con Dios.

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