Biografía de Lutero - por Roland Bainton

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Capítulo XXII

LA MEDIDA DEL HOMBRE

Los últimos dieciséis años de la vida de Lutero, desde la Confesión de Augsburgo en 1530 hasta su muerte en 1546, son tratados común mente por sus biógrafos con más ligereza que el período anterior, si es que no los omiten por completo. Hasta cierto punto este relativo descuido se justifica, porque la última parte de la vida de Lutero no encierra nada de determinativo para sus ideas ni de crucial en sus realizaciones. Su propio veredicto de 1531 era algo más que una broma ceñuda: «Si los papistas al devorarme, morderme y desgarrarme me ayudan a desembarazarme de este esqueleto pecador y si el Señor no desea librarme esta vez como lo ha hecho tan a menudo antes, alabado sea y gracias le sean dadas. He vivido lo suficiente. Hasta que yo me haya ido no sentirán todo el peso de Lutero.» Tenía razón; sus ideas habían madurado ya, su iglesia estaba establecida, sus colaboradores podían continuar su obra, como tuvieron que hacerle en la esfera pública, porque durante el resto de su vida estuvo bajo la pena de destierro de la Iglesia y el Estado.

La bigamia del Landgrave

Este exilio del escenario público lo irritaba tanto más cuanto que los conflictos y trabajos de los años dramáticos habían menoscabado su salud y hecho de él prematuramente un viejo irascible, petulante, malhumorado, insubordinado y a veces decididamente grosero. No cabe duda de que esta es otra razón por la cual los biógrafos prefieren ser breves cuando tratan este período, hay varios incidentes sobre los que sería mejor arrojar un velo, pero precisamente porque tan a menudo se los explota en su descrédito no deben ser dejados de lado. El más notorio fue su actitud ante la bigamia del landgrave Felipe de Hesse. El príncipe había sido dado en matrimonio sin consideración a sus propios afectos -es decir, por razones puramente políticas- a la edad de diecinueve años a la hija del duque Jorge. Felipe, incapaz de combinar el romance con el matrimonio, buscó su satisfacción promiscuamente fuera de él. Después de su conversión su conciencia le remordió tanto que no se atrevía a presentarse en la Mesa del Señor. Estaba convencido de que si pudiera tener una compañera a quien amara verdaderamente sería capaz de mantenerse dentro de los lazos del matrimonio. Había varias formas en que hubiera podido solucionarse esta dificultad. Si hubiera continuado siendo católico, hubiese podido conseguir la anulación con el pretexto de algún defecto en el matrimonio; pero como se había hecho luterano no podía esperar ninguna consideración del papa. Tampoco hubiera permitido Lutero que se recurriera al artificio católico. Una segunda solución hubiera sido divorciarse y volverse a rasar. Muchísimas organizaciones protestantes de la actualidad apoyarían ese método, especialmente teniendo en cuenta que Felipe había sido sometido en su juventud a un matrimonio sin amor. Pero Lutero interpretaba rígidamente los Evangelios en ese punto, y se atenía a la palabra de Cristo tal como la registra Mateo, en el sentido de que el divorcio sólo es permitido por adulterio. Pero Lutero sentía que debía de haber algún remedio, y lo descubrió mediante una reversión a las costumbres de los patriarcas del Antiguo Testamento, que habían practicado la bigamia y hasta la poligamia sin que se produjera ninguna manifestación de disgusto divino. Se le dio a Felipe la seguridad de que podía, con toda conciencia, tomar una segunda esposa. Pero como hacerlo debía ir contra las leyes del país debía mantener esa unión en secreto. La madre de la nueva esposa se negó a hacer esto, y entonces Lutero aconsejó una mentira, con el pretexto de que su consejo había sido dado en el confesonario, y para guardar los secretos del confesonario se justifica una mentira. Pero el secreto ya no era tal, y la desautorización fue ineficaz. El comentario final de Lutero fue que si en adelante alguien quería practicar la bigamia, el diablo le diera un baño en los abismos del infierno.

Este episodio tuvo desastrosas consecuencias políticas para el movimiento protestante, pues Felipe, a fin de lograr el perdón del emperador, tuvo que disolver su alianza militar con los protestantes. La escena de Felipe buscando abyectamente la gracia de Su Majestad Imperial encierra una cierta ironía, porque Carlos depositó por toda Europa hijos ilegítimos, que el papa legitimaba a fin de que pudieran ocupar altos cargos en el Estado. La solución de Lutero al problema puede ser llamada solamente un lamentable subterfugio. Lo mejor hubiera sido dirigir primero su ataque contra el mal sistema de degradar el matrimonio hasta el plano de la conveniencia política, y bien hubiera podido adoptar como el protestantismo posterior la solución del divorcio.

Actitud hacia los anabaptistas

El segundo desarrollo de esos últimos años en la vida de Lutero fue su endurecimiento hacia los sectarios, especialmente los anabaptistas. El crecimiento de éstos constituía un verdadero problema para la Iglesia territorial, puesto que a pesar del decreto de muerte que recayó sobre ellos en la dieta de Spira, en 1529, con la concurrencia de los evangélicos, la intrepidez y la vida irreprochable de sus mártires había ganado conversos hasta el punto de hacer temer la despoblación de las iglesias establecidas. Felipe de Hesse observaba un mayor mejoramiento en la vida de los sectarios que en la de los luteranos, y un ministro luterano que escribió contra los anabaptistas testimonió que andaban entre los pobres, parecían muy humildes, oraban mucho, leían el Evangelio, hablaban especialmente acerca de la vida externa y las buenas obras, de ayudar al prójimo, dar y prestar, tener bienes en común, no ejercer autoridad sobre nadie y vivir con todos como hermanos y hermanas. Tales eran las gentes ejecutadas por el elector Juan de Sajonia. Pero nuevamente la sangre de los mártires resultó la semilla de la Iglesia. Todo esto tenía muy confundido a Lutero. En 1527 escribía con respecto a los anabaptistas:

No es justo, y me apena profundamente, que esas pobres gentes sean tan lastimosamente llevadas a la muerte, quemadas y asesinadas con crueldad. Dejad que cada uno crea lo que quiera. Si están equivocados, bastante castigo tendrán con el fuego del infierno. ¿Por qué, entonces, infligirles tormentos terrenales, a menos que sean sediciosos o cometan desacato contra la autoridad? Hay que hacerles frente con las Sagradas Escrituras y la Palabra de Dios. Con el fuego no iréis a ninguna parte.

Es obvio, sin embargo, que esto no quiere decir que Lutero considerase una fe tan buena como la otra. Él creía firmemente que la fe equivocada implicaría el fuego del infierno; y aunque la verdadera fe no puede ser creada por coerción, puede ser liberada de los impedimentos. Por cierto que el magistrado no debía soportar que la fe fuera blasfemada. Según una opinión expresada en 1530, para Lutero había dos ofensas que merecían aun la muerte: la sedición y la blasfemia. De este modo se trasladaba el acento de la creencia equivocada a su manifestación pública mediante palabras y hechos. Esto no era, sin embargo, un gran adelanto para la libertad, pues Lutero interpretaba la mera abstención de los cargos públicos y el servicio militar como sedición, y el rechazo de un artículo del Credo de los Apóstoles como blasfemia.

En un memorándum de 1531, compuesto por Melanchton y firmado por Lutero, se presenta como blasfemia insoportable el rechazo del oficio ministerial y la desintegración de la Iglesia como sedición contra el orden eclesiástico. En un memorándum de 1536, también redactado por Melanchton y firmado por Lutero, se borra la distinción entre los anabaptistas pacíficos y los revolucionarios. Felipe de Hesse había pedido consejo a diversas ciudades y universidades acerca de lo que debía hacer con unos treinta anabaptistas que tenía arrestados. Se había negado resueltamente a infligirles la pena de muerte, limitándose a aplicarles la pena de destierro. Pero esto no surtió efecto porque los anabaptistas argumentaron que la tierra es del Señor y se rehusaron a irse.

De todas las respuestas que recibió Felipe, las de los luteranos fueron las más severas. Melanchton argumentaba esta vez que aun la acción pasiva de los anabaptistas al rechazar el gobierno, los juramentos, la propiedad privada y los matrimonios fuera de su fe era en sí misma un quebrantamiento del orden civil y por lo tanto una actitud sediciosa. La protesta de los anabaptistas contra el castigo de la blasfemia era en sí una blasfemia. La supresión del bautismo de los niños crearía una sociedad pagana, y el separarse de la Iglesia y la formación de sectas eran una ofensa a Dios.

Lutero no puede haberse sentido muy feliz al firmar esos memorándums. De todos modos, les agregaba posdatas. Al primero decía: «Asiento. Aunque parezca cruel castigarlos con la espada, es más cruel que ellos condenen el ministerio de la Palabra y no tengan una doctrina bien cimentada y supriman la verdadera, y en esta forma traten de trastornar el orden civil.» El agregado de Lutero al segundo documento era un ruego para que la severidad fuera atemperada con la misericordia. En sus Charlas de sobremesa se dice que en 1540 había vuelto a la posición de Felipe de Hesse de que sólo los anabaptistas sediciosos debían ser ejecutados y los otros meramente desterrados. Pero Lutero dejó pasar más de una oportunidad sin decir una palabra a favor de aquellos que con gozo se entregaban como corderos para el matadero. Pensaríamos que tuvo que haberse conmovido por el caso de Fritz Erbe, que murió en el Wartburgo después de dieciséis años de encarcelamiento. En cuanto a la eficacia de tal severidad, Lutero habría podido reflexionar si hubiera sabido que la resolución y firmeza de Erbe habían convertido a la mitad del populacho de Eisenach al anabaptismo.

Para comprender la posición de Lutero hay que recordar que el anabaptismo no era en todos los casos socialmente inofensivo. El año en que Lutero firmó el memorándum en que aconsejaba la muerte aun para los anabaptistas pacíficos, es el año en que un grupo de ellos dejó de ser pacífico. Aguijoneados por diez años de incesante persecución, en 1534 bandas de fanáticos recibieron Una revelación del Señor de que no debían ser más como corderos para el sacrificio, sino más bien como el ángel con la hoz para legar la cosecha. Se apoderaron por la fuerza de la ciudad de Münster en Westfalia y allí inauguraron el reino de los santos, Con el que había soñado Tomás Müntzer. Católicos y protestantes le unieron para suprimir el reino de los nuevos Danieles y Elias. Este episodio hizo un daño incalculable a la reputación de los anabaptistas, que tanto antes como después de él fueron gente pacífica. Pero este ejemplo de rebelión engendró el temor de que ajo pieles de ovejas se ocultaran lobos, con los cuales sería mejor luchar antes de que arrojaran el disfraz. En el caso de Lutero debe recordarse, además, que el principal anabaptista de Turingia era Melchor Rink, que había estado con Tomás Müntzer en la batalla de Frankenhausen. Sin embargo, mientras se aducen todo» estos atenuantes, no se puede olvidar que el memorándum de Melanchton justificaba la extirpación de los pacíficos, no porque ellos fueran revolucionarios incipientes y clandestinos, sino con el pretexto de que aun el renunciamiento pacífico del Estado constituía en sí una sedición.

El otro punto que debe recordarse tanto en el caso de Lutero como de Melanchton, es que ellos estaban tan convencidos como lo estaba la Iglesia de la inquisición de que la verdad de Dios puede ser conocida, y siendo conocida la humanidad tiene la obligación suprema de conservarla sin mancilla. Los anabaptistas eran mirados como corruptores de almas. Es más extraña la suavidad de Lutero para con ellos, que su severidad. Él insistió hasta el fin en que no se puede obligar a nadie a creer, que el hombre puede creer en privado lo que quiera, que sólo una rebelión abierta o un ataque público a la enseñanza ortodoxa debe ser penado; para decirlo en sus propias palabras, que sólo deben estar sujetas a restricciones la sedición y la blasfemia y no la herejía.

Actitud hacia los judíos

Otro grupo disidente que atraía el interés de Lutero eran los judíos. Primero había creído que eran gentes obstinadas que habían rechazado a Cristo, pero los judíos contemporáneos no podían ser culpados de los pecados de sus padres y su rechazo del cristianismo podría serles fácilmente disculpado en razón de las corrupciones del papado. Decía:

Si yo fuera judío, preferiría mil veces el potro del torménto, antes que pasarme al papa.

Los papistas se han degradado tanto, que un buen cristiano preferiría ser un judío antes que uno de ellos, y un judío preferiría ser un cerdo antes que un cristiano

¿Qué bien les podemos hacer a los judíos cuando los tratamos con violencia, los calumniamos y los odiamos como a perros? ¿Cómo podemos esperar mejorarlos si se les prohíbe trabajar, empujándolos a la usura? No hay que aplicarles la ley del papa, sino la ley del amor de Cristo. Si algunos son obstinados, ¿qué importa? Tampoco nosotros somos todos buenos cristianos.

Lutero confiaba en que su propia Reforma, al eliminar los abusos del papado, lograría la conversión de los judíos. Pero los conversos eran pocos e inestables; cuando trató de ganar a algunos rabinos, ellos a su vez intentaron hacer de él un judío. El rumor de que un judío había sido sobornado por los papistas para asesinarlo no fue recibido con completa incredulidad. En los últimos años de Lutero, cuando se lo combatía tan acerbamente, llegaron noticias de que en Moravia los cristianos estaban siendo Inducidos a judaizar. Entonces estalló en un exabrupto, recomendando que todos los judíos fueran deportados a Palestina. Si esto no podía hacerse, entonces se les debía prohibir el practicar la usura, deberían ser obligados a ganarse la vida con el cultivo de su tierra, sus sinagogas debían ser quemadas y debían quitárseles tus libros, inclusive la Biblia.

Sería como para desear que Lutero hubiera muerto antes de escribir ese opúsculo. Pero debe aclararse lo que recomendaba y por qué lo hacía. Su posición era completamente religiosa y en ningún sentido racial. El supremo pecado para él era el persistente rechazo de la revelación de Dios mismo en Cristo. Los siglos de sufrimiento de los judíos eran en sí mismos un signo del disgusto divino. El principio territorial debía ser aplicado a los judíos. Debían ser obligados a irse a la tierra que les pertenecía. Este era un programa de sionismo forzado. Pero si esto no era factible, entonces Lutero recomendaba que se obligara a los judíos a vivir de la tierra. Inconscientemente estaba proponiendo una vuelta al estado de la primera Edad Media, cuando los judíos se dedicaban a la agricultura. Echados de la tierra, se habían dedicado al comercio y, habiendo sido expulsados del comercio, al préstamo de dinero. Lutero quería invertir el proceso y con ello, inadvertidamente, hubiera acordado a los judíos una posición más segura de la que gozaban en sus días. El incendio de las sinagogas y la confiscación de los libros era, sin embargo, una resurrección de las peores características del programa de Pfefferkorn. Además debe agregarse otra cosa: si no aparecieron opúsculos similares en Inglaterra, Francia y España en los días de Lutero fue porque los judíos ya habían sido expulsados casi por completo de esos países. Alemania, desorganizada en este como en tantos otros aspeaos, expulsó a los judíos en algunas localidades y los toleró en otras, tales como Frankfurt y Worms. La ironía de la situación residía en que Lutero se justificaba apelando a la ira de Jehová contra los que adoran a otros dioses. Lutero no hubiera escuchado a quien le impugnara la validez de esta pintura de Dios, pero podía haber recordado que las Escrituras mismas desaprueban el que el hombre quiera imitar la venganza divina.

Los papistas y el emperador

El tercer grupo hacia el cual Lutero se volvió más acerbo fue el de los papistas. Sus injurias contra el papa se hicieron quizás aun más violentas cuanto que ya le quedaba poco por hacer. Se le había negado otra presentación en público como la de Worms, donde pudiera hacer una confesión más amplia, y el martirio que había alcanzado a otros, a él lo había pasado por alto. Compensó esto lanzando vitriolo. No mucho antes de morir publicó un opúsculo ilustrado con caricaturas ultrajantemente vulgares. En todo esto era completamente desenfrenado.

Su actitud hacia el emperador era diferente. En este aspecto Lutero alimentaba su última gran ilusión. Todavía en 1531 alababa a Carlos por su clemencia anterior y no podía convencerse de que el emperador hubiera de ceder a las incitaciones de los papistas. Pero si lo hacía y tomaba las armas para suprimir el Evangelio, entonces sus súbditos no debían hacer otra cosa que rehusarse a servir bajo sus estandartes y dejar el resto en manos del Señor, que había librado a Lot de Sodoma. Aun cuando no interviniera para preservar a los suyos, Dios continuaría siendo el Señor Dios, y bajo ninguna circunstancia debían los súbditos tomar armas contra los poderes establecidos. Sin embargo, al año siguiente se vio obligado a observar que la palabra usada por el apóstol Pablo, es decir, poderes, está en plural y que aunque un hombre común no puede tomar la espada, que ha sido entregada solamente al «poder», un poder puede legítimamente ejercer fiscalización, aun con la espada, sobre otro. En otras palabras, un lector del gobierno puede emplear la fuerza para impedir la injusticia de otro. El Sacro Imperio Romano era una monarquía constitucional, y el emperador había jurado en su coronación que ningún súbdito alemán sería desterrado sin ser escuchado y condenado. Aunque esta cláusula no había sido invocada para proteger a un monje acusado de herejía, el caso cambió cuando se complicaron en él príncipes y electores. Si Carlos faltaba a este juramento, entonces los magistrados inferiores podían resistirle aun con las armas. La fórmula sugerida así a Lutero por los juristas estaba destinada a tener un uso muy amplio y extenso. Los luteranos la emplearon hasta que obtuvieron un reconocimiento legal en 1555. Después los calvinistas se apropiaron del lema y equipararon a la nobleza menor de Francia con los magistrados inferiores. Subsiguientemente, los puritanos de Inglaterra hicieron la misma identificación con el Parlamento. Los historiadores posteriores están tan acostumbrados a considerar al luteranismo como políticamente servil y al calvinismo como intransigente, que les vendría bien recordar que esta doctrina tuvo su origen en suelo luterano.

Pero no fue una invención de Lutero. Aun cuando él aceptara su validez, nunca lo hizo sin cierto grado de recelo y de tal modo que nos hace dudar de que fueran realmente llenadas sus condiciones. Él opinaba que el emperador podía ser resistido con la fuerza, no en el caso de que reintrodujera la misa, sino solamente en caso de que intentara obligar a los luteranos a asistir a ella. Esto lo hizo el emperador solamente después de la muerte de Lutero, cuando fue capturado Felipe de Hesse y se le exigió estar presente en la celebración. Nunca sabremos si en este caso Lutero hubiera opinado que había llegado el momento de usar legítimamente la espada. Siempre estaba dispuesto a desobedecer, pero era excesivamente tardo en levantar una mano contra el ungido por el Señor.

Estos eran los problemas públicos que le ocupaban en sus últimos años, pero en ninguno de ellos pudo Lutero hacer algo más que escribir un memorándum. Debía dedicar sus esfuerzos a tareas más restringidas, y hacía esto preferentemente. «Por dar leche una vaca no llega al cielo – decía-, pero para eso ha sido hecha», y con el mismo tono decía que Martín Lutero no podía con su ministerio decidir el destino de Europa, pero había sido hecho para el ministerio. Se entregaba sin reservas a todas las obligaciones de la universidad y la parroquia. Hasta el fin estuvo predicando, dando clases, aconsejando y escribiendo. Por más que la actitud de soberbio desafío de los primeros días hubiera degenerado en el mal humor de un hombre torturado por las enfermedades, el trabajo y el desaliento, un caso de verdadera necesidad le devolvía su sentido de la proporción le llevaba nuevamente a la brecha. Los últimos sucesos de su vida constituyen un ejemplo. Tuvo un disgusto tan serio porque lis jóvenes de Wittemberg usaban escotes bajos, que abandonó su hogar declarando que no volverla. Su médico lo trajo vuelta. Entonces llegó pedido de los condes Mansfeld para un mediador en una disputa. Melanchton estaba demasiado enfermo para ir. Lutero estaba demasiado enfermo para vivir. Fue, reconcilió a los condes, y murió en el camino de vuelta.

Los últimos años de Lutero, sin embargo, no deben ser considerados como chisporroteos de una llama moribunda. Si bien en sus opúsculos polémicos era a veces salvaje y grosero, en las Obras que constituyen la verdadera médula de la empresa de su Vida creció constantemente en madurez y en poder creador artístico. La traducción de la Biblia fue mejorada hasta el final. Los sermones y comentarios bíblicos alcanzaron alturas supremas. La delineación del Sacrificio de Isaac, que hemos citado, proviene del año 1545. Algunos de los paisajes citados en este libro para ilustrar los principios religiosos y éticos de Lutero son también del último período.

La Medida del Hombre

Cuando se quiere tomar la medida del hombre, hay tres señores que se presentan naturalmente. El primero es su propia Alemania. Él se llamaba a sí mismo el profeta de Alemania, haciendo que debía asumir un título tan presuntuoso ante los asnos papistas, y se dirigía a sus amados alemanes. Con frecuencia se dice que nadie hizo tanto como él para modelar el carácter del pueblo alemán. La indiferencia ante la política y la pasión por la música, característica de este pueblo, ya estaban presentes en él, Su lenguaje ha sido modelado hasta tal punto por la mano de Lutero, que le es difícil reconocer hasta qué punto está en deuda con él. Si se le pregunta a un alemán si no le parece notable un pasaje de la Biblia de Lutero, puede que conteste que esa es precisamente la forma en que hablaría cualquier alemán. Pero la razón es simplemente que todo alemán ha sido criado con la Biblia de Lutero. La influencia del hombre sobre su pueblo fue más profunda aun en el hogar. En realidad, el hogar fue la única esfera de vida que la Reforma afectó profundamente. La economía siguió su camino hacia el capitalismo y la política su camino hacia el absolutismo. Pero el hogar asumió esa cualidad de afectuoso y piadoso patriarcado que Lutero había impuesto como modelo en su propia familia. El impacto más profundo de Lutero fue sobre la religión de su pueblo. Sus sermones eran leídos a las congregaciones, se cantaba su liturgia, en el seno de la familia el padre enseñaba su catecismo, su Biblia alentaba al descorazonado y consolaba al moribundo. Si ningún inglés ocupa un lugar similar en la vida religiosa de su pueblo es porque ningún inglés abarcó tanto como Lutero. La traducción de la Biblia al inglés fue obra de Tyndales, el libro de oraciones es de Cramer, el catecismo es de los teólogos de Westminster. El estilo de los sermones se entronca en Latimer, el himnario proviene de Watts. Y no vinieron todos ellos en el mismo siglo. Lutero hizo el trabajo de más de cinco hombres. Y en cuanto a la pura riqueza y exuberancia de su vocabulario y la maestría del estilo, sólo puede ser Comparado con Shakespeare.

Los alemanes, naturalmente, reclaman a tal alemán para sí. Pero cuando se empieza a buscar a través de los siglos a aquellos que naturalmente podrían compararse con este hombre, no hay uno de su estatura que sea alemán. En realidad, un historiador alemán ha dicho que en el transcurso de trescientos años un solo alemán comprendió realmente a Lutero, y éste fue Juan Sebastián Bach. Si queremos descubrir paralelos a Lutero como el luchador con el Señor, debemos volvernos al judío Pablo, al latino Agustín, al francés Pascal, al danés Kierkegaard, al español Unamuno, al ruso Dostoievski, al inglés Bunyan y al norteamericano Edwards.

Por esta razón en el segundo gran sector, la Iglesia, su infancia se extiende tanto más allá de su propia tierra. El luteranismo tomó posesión de Escandinavia y tiene una gran cantidad de seguidores en los Estados Unidos, aparte de que su movimiento dio el impulso que a veces lanzó y a veces contribuyó a establecer las otras variedades del protestantismo. Todas nacen en cierta medida de él. Y lo que hizo por su pueblo, hasta cierto punto también por otros. Su traducción, por ejemplo, influyó sobre la versión inglesa, de la Biblia. El prefacio de Tyndale está tomada de Lutero. También sus reformas litúrgicas tuvieron influencia sobre el Libro de Oración Común. Y hasta la Iglesia católica debe mucho. A menudo se dice que si no hubiera aparecido Lutero, hubiese triunfado una Reforma erasmiana o, en todo caso, una Reforma según el modelo español. Todo esto es, por supuesto, pura conjetura, pero es obvio que la Iglesia católica recibió un tremendo choque de la Reforma Luterana y una terrible incitación a hacer su propia Reforma.

El tercer sector es el más importante de todos, y el único al que Lutero atribuía importancia suprema: el de la religión. Es aquí donde debe ser juzgado. En su religión él era un hebreo, no un griego que imaginara dioses y diosas divirtiéndose en el Olimpo. El Dios de Lutero, como el de Moisés, era el Dios que habita en las nubes tormentosas y cabalga en alas del viento. A una señal suya la tierra tiembla y la gente ante él es como uní gota en el cubo de agua. Es un Dios de majestad y poder, inescrutable, aterrador, devastador y destructor en su ira. A pesar de ser el Terribilísimo, es también el Misericordiosísimo. «Como el padre se apiada de sus hijos, así el Señor…» Pero, ¿cómo sabemos esto? En Cristo y solamente en Cristo. En el Señor de la Vida, nacido en la inmundicia de un establo y muerto como un malhechor ante el abandono y la mofa de los hombres, clamando a Dios y recibiendo por respuesta solamente el temblor de la tierra y el oscurecimiento del sol, abandonado hasta de Dios, cargando en esa hora sobre sí nuestras iniquidades para aniquilarlas, pisoteando las huestes del infierno y desplegando, en medio de la ira del Terrible, el amor que no nos abandona. Ya no temblaba Lutero ante el crujido de una hoja llevada por el viento, y en vez de invocar a Santa Ana se declaraba capaz de reírse ante el trueno y los rayos de la tormenta. Fue esto lo que le permitió decir palabras como éstas: «Aquí estoy. No puedo hacer otra cosa. Que Dios me ayude. Amén.»

SE FINALIZÓ EL PROCESO DE DIGITALIZACIÓN POR
ANDRES SAN MARTIN ARRIZAGA, TEMUCO, 10 DE NOVIEMBRE DE 2010

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Lutero – Roland Bainton

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