Biografía de Lutero - por Roland Bainton

Compartir:

Capítulo II

EL CLAUSTRO

LUTERO en su vida posterior, observaba que durante el primer año en el convento el Demonio está muy quieto. Tenemos todas las razones para creer que su propia tempestad interior amainó y que durante su noviciado su espíritu estuvo relativamente tranquilo. Esto puede inferirse del mero hecho de que al cabo del año se le permitiera profesar, período de prueba tenía como objeto dar al candidato una oportunidad de probarse a sí mismo y de ser probado. Se le ordenaba sondear en su corazón y declarar cualquier cosa que indicara que no fuera adecuado para la vocación monástica. Por otra parte, si sus compañeros y superiores creían que no tenía vocación, rechazaban. Como Lutero fue aceptado, podemos muy bien suponer que ni él ni su congregación vieron ninguna razón para superar que no se adaptaría a la vida monástica.

Sus días como novicio estaban ocupados con los ejercicios religiosos destinados a infundir paz a su alma. Las oraciones se hacían siete veces por día. Después de ocho horas de sueño, los monjes eran despertados entre la una y la dos de la mañana por campana del convento. A la primera llamada saltaban del lecho, hacían la señal de la cruz y se ponían el hábito blanco y el escapulario sin los cuales el hermano no debía abandonar nunca celda. Al segundo llamado todos iban reverentemente a la celda, se rociaban con agua bendita y se arrodillaban ante el altar mayor con una oración de devoción al Salvador del mundo, ego todos tomaban su lugar en el coro. Los maitines duraban tres cuartos de hora. Cada uno de los siete períodos del día terminaba con el canto del Salve Regina: «Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura, y esperanza nuestra. Dios te salve, a ti llamamos los desterrados hijos de Eva. A ti suplicamos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Ea, pues, abogada nuestra, dulce Virgen María, ruega por nosotros. Tú, Santa Madre de Dios.» Después del Ave María y el Padre Nuestro, los hermanos salían silenciosamente en parejas de la capilla.

El día se llenaba con estos ejercicios. El hermano Martín estaba inseguro de que marchaba por el sendero que habían hollado los santos. En ocasión de su profesión, le colmó de alegría el que mis hermanos lo hubieran hallado merecedor de continuar. A los pies del prior hizo su dedicación y escuchó la súplica: «Señor Jesucristo, que te dignaste vestirte con nuestra carne mortal, suplicamos de tu inconmensurable bondad que te dignes bendecir el hábito que los sagrados padres han elegido como signo de inocencia y renunciación. Que este tu siervo, Martín Lutero, que ama el hábito, pueda también revestirse de tu inmortalidad, oh Tu, que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo, Dios de eternidad a eternidad. Amén.»

El solemne voto estaba hecho. Era un monje, tan inocente como un niño recién bautizado. Lutero se entregó con confianza la vida que la Iglesia consideraba como el camino más seguro de salvación. Estaba contento de pasar sus días en oración, en cánticos, en meditación y en tranquilo compañerismo, en disciplinada y moderada austeridad.

El terror de lo sagrado

Así hubiera continuado de no haber sido alcanzado por otro yo, esta vez del espíritu. Esto fue en oportunidad de su primera misa. Su superior lo había elegido para el sacerdocio y empezaba sus funciones con esta celebración inicial.

La ocasión era siempre una prueba porque la misa es el punto focal de los medios de gracia de la Iglesia. Aquí, en el altar, pan y el vino se convierten en la carne y sangre de Dios, y se repite el sacrificio del Calvario. El sacerdote que realiza el milagro de transformar los elementos goza de un poder y un privilegio gados aun a los ángeles. En esto reside la gran diferencia entre clero y los laicos. La superioridad de la Iglesia sobre el Estado también tiene su raíz en esto, pues, ¿qué rey o emperador ha conferido nunca a la humanidad una merced comparable a la concedida por el más humilde ministro del altar?

Era natural que el joven sacerdote temblara al realizar un rito por el cual Dios se aparecía en forma humana. Pero muchos habían hecho, y la experiencia de siglos permitía a los manuales prever todos los posibles temores y prescribir los remedios. El celebrante debe preocuparse, aunque no indebidamente, por las formas. Las vestiduras deben ser correctas; la recitación debe ser también correcta, en voz baja, sin tartamudeos. El estado del alma del sacerdote debe ser correcto. Antes de acercarse al altar debe haberse confesado y recibido la absolución de todos sus pecados. Bien podía temer transgredir algunas de estas condiciones, y Lutero atestigua que un error con respecto a las vestiduras era considerado peor que los siete pecados capitales. Pero los manuales alentaban al principiante a no considerar ningún error como fatal, porque la eficacia del sacramento depende solamente de la buena intención con que se lo celebre. Aun en el caso de que el sacerdote recuerde durante la celebración un pecado mortal no confesado y no absuelto, no debe huir del altar sino terminar el rito, que la absolución vendrá después. Y si la nerviosidad lo asaltara en tal forma que no pudiera continuar, un sacerdote más viejo estará a su lado para reemplazarlo. Ninguna dificultad insuperable enfrentaba al celebrante, y no tenernos razones para suponer que Lutero se acercara a su primera misa con un temor poco común. La postergación de la fecha en un mes no se debió a ningún motivo serio.

La razón era más bien alegre: deseaba que su padre estuviera presente, y se fijó la fecha de acuerdo a su conveniencia. El hijo y el padre no se habían visto desde los días de la universidad, cuando el viejo Hans le regaló a Martín un ejemplar del derecho romano y se dirigió a él con tratamiento respetuoso. El padre se había opuesto vehementemente a su entrada al convento, pero ahora parecía haber superado todos los resentimientos y estaba deseoso, como otros padres, de hacer de la ocasión un día de gala. Acompañado por veinte jinetes, Hans Lutero llegó a caballo e hizo un hermoso regalo al monasterio. El día empezó con el tañer de las campanas del claustro y el canto del salmo: «Cantad al Señor canción nueva.» Lutero ocupó su lugar ante el altar y empezó a recitar la parte introductoria de la misa hasta llegar a las palabras: «Te ofrecemos al Dios vivo, eterno y verdadero.»

Tiempo después se refería a este momento:

Al llegar a estas palabras me quedé consternado y transido de terror. Pensé para mí: «¿Con qué lengua me dirigiré a tal Majestad, viendo que todos los hombres tiemblan aun en presencia de un príncipe terreno? ¿Quién soy yo, para elevar mis ojos a la divina Majestad? Los ángeles lo rodean. A una señal suya tiembla la tierra. ¿Y yo, un miserable insignificante pigmeo, he de decir: ‘Necesito esto, pido aquello’? Porque soy polvo y ceniza y estoy lleno de pecado, y estoy hablando al Dios vivo, eterno y verdadero.»

El terror de lo sagrado, el horror de lo infinito, le hirió como un nuevo rayo, y sólo mediante una terrible fuerza de voluntad pudo mantenerse en el altar hasta el final.

Los hombres de nuestra generación secularizada pueden tener dificultad en comprender los temores de su carga medieval. Indudablemente existen en la religión de Lutero elementos de carácter muy primitivo que se remontan a la niñez de la raza, sufría del temor propio de un salvaje a una deidad malevolente, enemiga de los hombres, caprichosa y a la que se ofendía fácil inconscientemente si se violaban lugares sagrados o se pronunciaban mal fórmulas mágicas. Era suyo el temor del antiguo Israel ante el arca de la presencia del Señor. Lutero sentía en forma semejante con respecto a la sagrada hostia del cuerpo del Salvador, y cuando era llevada en procesión, el pánico se apoderaba de el. Su Dios era el Dios que habitaba en las nubes tormentosas que cubrían la cima del Sinaí, ante cuya presencia Moisés no podía estar con la cara descubierta y seguir viviendo. Sin embargo, tu experiencia de Lutero excede en mucho a lo primitivo, y no debería ser ininteligible para el hombre moderno que, al mirar las nebulosas a través de instrumentos de su propia invención, se revuelve en un sentimiento de abyecta pequeñez.

El temor de Lutero se veía aumentado por el reconocimiento por mi indignidad. «Soy polvo y cenizas y estoy lleno de pecado. El sentimiento de criatura y de imperfección también le oprimían. Se sentía a la vez atraído y rechazado por Dios. Solamente en armonía con lo Último podía encontrar la paz. Pero, ¿cómo podía presentarse un pigmeo ante la divina Majestad; cómo podía un transgresor enfrentar a la divina Santidad? Ante Dios el Altísimo y Dios el Santo, Lutero se sentía estupefacto. Para esa experiencia tenía una palabra que tiene tanto derecho a formar parte del lenguaje moderno como Blitzkríeg. La palabra que él usaba era Anfechtung, para la que no hay un equivalente exacto. Puede ser una prueba enviada por Dios para probar al hombre, o un asalto del demonio para destruir al hombre. Es toda la duda, inquietud, angustia, temor, pánico, desesperación, desolación y desesperanza que invaden el espíritu del hombre.

Literalmente flácido fue del altar a la mesa donde su padre y los invitados celebrarían el acontecimiento con los hermanos. Después de temblar ante el inalcanzable Padre celestial, ahora ansiaba alguna palabra de estímulo del padre terrenal. ¡Cuan confortado quedaría su corazón al oír de labios del viejo Hans que mi resentimiento había pasado por completo y que ahora estaba cordialmente de acuerdo con la decisión de su hijo! Se sentaron juntos a comer, y Martín, como si todavía fuera un niño, se volvió le dijo: «Padre querido, ¿por qué erais tan contrario a que me hiciera monje? Y quizá todavía no estéis del todo satisfecho. ¡La vida es tan tranquila y santa aquí!»

Esto era demasiado para el viejo Hans, que había estado haciendo todo lo posible por dominar su rebelión. Y estalló delante de todos los doctores y maestros y los huéspedes: «Vos, erudito y estudioso, ¿no habéis leído nunca en la Biblia que hay que honrar al padre y a la madre? Y he aquí que me habéis dejado, a mí y a vuestra querida madre, para que cuidemos solos de nuestra vejez.»

Lutero no había esperado esto. Pero conocía la respuesta. Todos los manuales recordaban el llamamiento evangélico de abandonar padre y madre, esposa e hijos, y señalaban los grandes beneficios que se concederían en la esfera espiritual. Lutero respondió: «Pero padre, puedo haceros mayor bien con mis oraciones que si hubiera permanecido en el mundo.» Y luego debe de haber agregado lo que para él era el argumento irrebatible: que había sido llamado por una voz del cielo que salía de la nube tormentosa.

-Quiera Dios -respondió el viejo Hans- que no haya sido una aparición del Demonio. Allí estaba el punto débil de toda la religión medieval. En estos días de escepticismo miramos con nostalgia la edad de la fe. ¡Qué hermoso hubiera sido vivir en una atmósfera de ingenua seguridad, en que el cielo se extendía alrededor de la infancia del hombre y no había surgido la duda para atormentar el espíritu! Pero esta pintura de la Edad Media es puro romanticismo. El hombre medieval no tenía duda de que existía el mundo sobrenatural, pero este mundo estaba dividido. Había santos y había demonios. Estaba Dios y estaba el Diablo. Y el Diablo podía disfrazarse de ángel de luz. ¿Había hecho bien Lutero, pues, en seguir una visión que, después de todo, bien podía haber sido del demonio, prefiriéndola a la simple y clara palabra de las Escrituras que manda honrar al padre y a la madre? El día que había empezado con el tañer de las campanas del claustro y el salmo «Cantad al Señor canción nueva», terminó con el horror de lo Sagrado y la duda acerca de si el primer rayo habría sido una visión de Dios o una aparición de Satanás.

El camino de la ayuda a sí mismo

Este segundo cataclismo espiritual provocó en Lutero una inquietud interior que iba a terminar con el abandono de los hábitos, pero no sino después de un largo lapso. En realidad, continuó usando el hábito monástico durante tres años después de su excomunión. En total, vistió como monje durante diecinueve años. Su evolución fue gradual, y no debemos imaginarlo en perpetuo tormento e incapaz siempre de decir una misa sin terror. Se recobró y siguió el camino señalado y con todos los nuevos deberes que le fueran confiados. El prior, por ejemplo, le informó que debía reanudar sus estudios universitarios a fin de reunir las condiciones necesarias para el puesto de lector en la orden agustina. Asumió todas esas tareas con decisión.

Pero el problema del extrañamiento del hombre con respecto a Dios se había renovado en otra forma. No solamente en la hora de la muerte, sino diariamente en el altar, el sacerdote estaba en presencia del Altísimo y el Santísimo. ¿Cómo podía el hombre soportar la presencia de Dios a menos que él mismo fuera santo? Lutero se entregó a la persecución de la santidad. El monasticismo constituía esa búsqueda; y mientras Lutero había estado en el mundo había considerado el claustro, en cualquier forma, como la más alta rectitud. Pero después de hacerse monje descubrió que en el monasticismo mismo había diversos niveles. Algunos monjes eran indulgentes; otros eran estrictos. Esos jóvenes cartujos prematuramente envejecidos, ese príncipe de Anhalt, meros huesos animados, no eran ejemplos típicos. Eran los rigoristas, los heroicos atletas que trataban de tomar el cielo por asalto. Ya fuera que el llamado de Lutero al monasterio hubiera sido hecho por Dios o por el Diablo, ahora era monje, y monje sería y lo mejor posible. Uno de los privilegios de la vida monástica era que emancipaba al pecador de todas las distracciones y lo liberaba para salvar su alma practicando los consejos de la perfección; no solamente caridad, sobriedad y amor, sino también castidad, pobreza, obediencia, ayunos, vigilias y mortificaciones de la carne. Lutero estaba resuelto a realizar todas las buenas obras que pudiera hacer un hombre para salvarse.

Ayunaba, a veces tres días seguidos sin una migaja de pan. Los períodos de ayuno eran para él más consoladores que los de fiesta. La Cuaresma era más consoladora que la Pascua. Echaba sobre sí vigilias y oraciones en exceso a las estipuladas por la regla. Arrojaba lejos de sí las frazadas que le eran permitidas y casi se moría de frío. A veces estaba orgulloso de su santidad y decía: «No he hecho nada malo hoy.» Entonces surgían las dudas: «¿Has ayunado lo bastante? ¿Eres suficientemente pobre?» Entonces se despojaba de todo, salvo de lo que la decencia exigía. Más adelante creía que sus austeridades le habían ocasionado desarreglos digestivos crónicos.

En verdad yo era un monje piadoso y guardaba la regla de mi orden tan estrictamente que puedo decir que si alguna vez un monje hubiera alcanzado el cielo por su monasticismo, ése hubiera sido yo. Todos mis hermanos del convento que me conocieron podrían dar testimonio de ello, pues si hubiera continuado más tiempo, me hubiera matado con mis vigilas, oraciones, lecturas y otros trabajos.

Pero todos estos drásticos métodos no le proporcionaban un sentimiento de tranquilidad interior. El objeto de su lucha era compensar todos sus pecados, pero nunca podía sentir que el platillo se equilibrara. Algunos historiadores han afirmado que, por lo tanto, debió de haber sido un gran pecador, y que con toda seguridad sus pecados estaban relacionados con el sexo, en donde las ofensas son menos susceptibles de rectificación. Pero Lutero mismo declaró que no era ese su problema especial. Había sido casto. Mientras estuvo en Erfurt ni siquiera había escuchado nunca a una mujer en el confesonario. Y luego, en Wittemberg, había confesado solamente a tres mujeres, y a éstas no las había visto. Por supuesto no era un muñeco de palo, pero la tentación sexual no le preocupaba más que cualquier otro problema de la vida moral.

Lo malo estaba en que no podía satisfacer a Dios en ningún punto. Comentando más adelante el Sermón de la Montaña Lutero dio clara expresión a su desilusión. Refiriéndose a los preceptos de Jesús decía:

Esta palabra es demasiado elevada y demasiado profunda para que nadie pueda cumplirla. Esto está probado no solamente por la palabra de Nuestro Señor, sino también por nuestra propia experiencia. Tómese a cualquier hombre o mujer piadosos: se mostrarán amables con aquellos que no les ofendan, pero en cuanto alguien los calumnie, hable mal de ellos o los ofenda de otro modo, no podrán evitar el estallar en cólera… Si no contra sus amigos, contra sus enemigos. La carne y la sangre no pueden comportarse de otro modo.

Lutero simplemente no tenía capacidad para llenar las condiciones requeridas.

Los méritos de los santos

Pero si él no podía, otros podrían. La Iglesia, aunque tiene una concepción individualista del pecado, tiene una concepción corporativa de la virtud. Se ha de responder por los pecados uno por uno, pero la virtud puede ser acumulada en un fondo común; y no falta qué acumular, porque los santos, la Santísima Virgen y el Hijo de Dios fueron mejores de lo necesario para su propia salvación. Cristo, en particular, siendo al mismo tiempo sin pecado y Dios, posee una cantidad ilimitada de virtud. Estos méritos superfluos de los justos constituyen un tesoro que es transferible a aquellos cuyas cuentas están en débito. La transferencia se efectúa por intermedio de la Iglesia y, en particular, por intermedio del Papa, a quien, como sucesor de San Pedro, se le han entregado las llaves para atar y desatar. Esta transferencia de crédito se llamaba indulgencias.

No se había definido con exactitud precisamente cuánto bien haría esto, pero la gente común estaba dispuesta a creer las más extravagantes declaraciones. Nadie dudaba de que el papa podía girar contra ese tesoro a fin de remitir penas por pecados impuestos por él en la tierra. En realidad, podría suponerse que para esto no haría falta ninguna transferencia de méritos sino simplemente su deseo de hacerlo. El problema importante era si podía o no mitigar las angustias del purgatorio. Durante la década en la cual Lutero había nacido, un papa había declarado que la eficacia de las indulgencias se extendía hasta el purgatorio para beneficio de los vivos y de los muertos por igual. En el caso de los vivos no había seguridad de evitar completamente el purgatorio, porque sólo Dios conocía la extensión de la culpa no expiada y la consiguiente duración de la sentencia, pero la Iglesia podía decir los años y los días en que ese lapso podía ser reducido, cualquiera que éste fuera. Y en el caso de los muertos que ya estaban en el purgatorio, cuya suma de maldad estaba completa y era conocida, podía ofrecerse una liberación inmediata. Algunas bulas de indulgencia iban aun más lejos y aplicaban no meramente una reducción de la pena, sino hasta el perdón de los pecados. Ofrecían una remisión plenaria y la reconciliación con el Altísimo.

Había lugares en los que estas señaladas mercedes eran más accesibles que en otros. Por ninguna razón teológica, sino por motivos publicitarios, la Iglesia asociaba la concesión de los meritos de los santos con las visitas a las reliquias de éstos. Los papas especificaban con frecuencia cuánto beneficio podía obtenerse de la contemplación de cada hueso santo. Cada una de las reliquias de santos existentes en Halle, por ejemplo, fue dotada por el papa León X de una indulgencia para la reducción del purgatorio en cuatro mil años. El mayor depósito de estos tesoros era Roma. Allí, en la sola cripta de San Calixto estaban enterrados cuarenta papas y 76.000 mártires. Roma tenía un trozo de la zarza ardiente de Moisés y trescientas partículas de los Santos Inocentes. Roma tenía la efigie de Cristo en el sudario de la Verónica. Roma tenía las cadenas de San Pablo y las tijeras con que el Emperador Domiciano había cortado el cabello de San Juan. Los muros de Roma, cerca de la puerta Apia, mostraban los puntos blancos dejados por las piedras que se convirtieron en bolas de nieve cuando fueron arrojadas por la turba a San Pedro antes que llegara su hora. Una iglesia de Roma tenía el crucifijo que se había inclinado a hablar a Santa Brígida. Otra tenía una de las monedas pagadas a Judas por su traición al Señor, cuyo valor había aumentado grandemente, pues ahora era capaz de conceder una indulgencia de cuatrocientos años. La cantidad de indulgencias a obtener entre San Juan de Letrán y San Pedro era mayor que la proporcionada por una peregrinación a Tierra Santa. Otra iglesia de Roma poseía la viga de doce pies de largo en la cual se colgó Judas. Ésta, sin embargo, no era estrictamente una reliquia, y estaba permitido dudar de su autenticidad. Frente a San Juan de Letrán estaba la Scala Sancta, de veintiocho escalones, que se suponía que había estado una vez frente al palacio de Pilatos. El que había subido por ella con manos y rodillas, repitiendo un Pater Noster por cada escalón, podía de ese modo liberar su alma del purgatorio. Sobre todo, Roma tenía los cuerpos completos de San Pedro y San Pablo. Habían sido divididos para distribuir los beneficios entre las iglesias. Las cabezas estaban en Letrán y una mitad del cuerpo de cada uno había sido depositada en sus respectivas iglesias. Ninguna ciudad del mundo estaba tan abundantemente provista de santas reliquias y ninguna estaba tan ricamente dotada de indulgencias espirituales como la Santa Roma.

El viaje a Roma

Lutero se sintió altamente privilegiado cuando se le presentó la oportunidad de realizar un viaje a la Ciudad Eterna. Había surgido en la orden agustina una disputa que exigía ser dirimida por el papa. Dos hermanos fueron enviados a la ciudad santa para representar al capítulo de Erfurt. Uno de los hermanos era Martín Lutero. Esto sucedía en el año 1510.

El viaje a Roma es muy revelador del carácter de Martín Lutero. Lo que vio y lo que no le interesó ver echa luz sobre su carácter. No se interesó por el arte del Renacimiento. Por supuesto, los grandes tesoros no eran visibles todavía. Los cimientos de la nueva basílica de San Pedro acababan de ser echados y la Capilla Sixtina no había sido terminada aún. Pero los frescos del Pinturicchio estaban a la vista y podrían haber despertado su admiración si no hubiera estado más interesado en un cuadro de la Virgen María atribuido a San Lucas Evangelista, que en todas las Madonas del Renacimiento. Tampoco las ruinas de la antigüedad despertaban en él ningún entusiasmo, y sólo servían para señalar la moraleja de que la ciudad fundada en el fratricidio y manchada con la sangre de los mártires había sido destruida por la justicia divina como la Torre de Babel.

Ni la Roma del Renacimiento ni la Roma de la antigüedad interesaron a Lutero tanto como la Roma de los santos. Las ocupaciones de la orden no le llevaban tanto tiempo como para impedirle aprovechar las excepcionales oportunidades que se le presentaban para salvar su alma. El estado de ánimo de Lutero era el de un peregrino que a la primera mirada a la Ciudad Eterna exclamaba: «¡Salve, Roma santa!» Trataría de apropiarse, para sí y sus parientes, de todos los enormes beneficios espirituales accesibles solamente allí. Sólo tenía un mes para hacerlo, y trató de aprovecharlo al máximo. Debía realizar, por supuesto, las diarias devociones del claustro agustino en que estaba alojado, pero le quedaban suficientes horas para permitirle decir la confesión general, celebrar misa en altares sagrados, visitar las catacumbas y las basílicas, venerar los huesos, los santuarios y todas las santas reliquias. Toda clase de desilusiones surgieron de inmediato. Algunas de ellas no estaban relacionadas con su problema inmediato, pero eran concomitantes con su angustia total. Al hacer su confesión general se sintió desanimado por la incompetencia del confesor. Se pasmaba ante la abismal ignorancia, frivolidad y superficialidad de los sacerdotes italianos que podían decir seis o siete misas a la carrera, mientras él decía una, y cuando él se hallaba apenas en el Evangelio ellos habían terminado y le decían: «Passaf Passa!» «¡Apúrate!» La misma cosa hubiera podido descubrir en Alemania si hubiera salido del claustro para visitar sacerdotes de misa, cuya tarea era repetir un número especificado de misas por día, no para los comulgantes, sino en favor de los muertos. Esta práctica llevó a la irreverencia. Algunos de los clérigos italianos, sin embargo, eran impertinentemente incrédulos y se dirigían al sacramento diciendo: «Tú eres pan y pan seguirás siendo, y tú eres vino y vino seguirás siendo.» Para un devoto creyente de las ingenuas tierras del norte, tales revelaciones eran realmente chocantes. Aunque no por eso debió desanimarse en cuanto a la validez de su propia búsqueda, puesto que la Iglesia enseñaba desde hacía tiempo que la eficacia de los sacramentos no dependía del carácter de los ministros.

Asimismo, las historias que llegaron a oídos de Lutero sobre la inmoralidad del clero romano lógicamente no deben de haber minado su fe en la capacidad de la Ciudad Santa para conceder beneficios espirituales. Al mismo tiempo, se horrorizaba de oír que si había un infierno, Roma estaba construida sobre él. No era necesario ser un chismoso para saber que el distrito de mala fama era frecuentado por eclesiásticos. Oyó que había quienes se consideraban virtuosos porque se limitaban a las mujeres. La fétida memoria del papa Alejandro VI todavía podía olerse. Los historiadores católicos reconocen honestamente el escándalo de los papas del Renacimiento, y la Reforma católica se preocupó tanto como la protestante por extirpar tales abusos.

Sin embargo, todas estas tristes revelaciones no sacudieron la confianza de Lutero en la bondad genuina de los fieles. La cuestión era si ellos tenían o no méritos superfluos que pudieran ser transferidos a él o a su familia, y si el mérito estaba tan adherido a los lugares sagrados que las visitas a ellos proporcionaran algún beneficio. Fue en este punto que le asaltó la duda. Estaba ascendiendo la escalera de Pilaros sobre manos y rodillas repitiendo un Pater Noster por cada uno y besando cada escalón con la esperanza de liberar un alma del purgatorio. Lutero lamentaba que su padre y su madre no estuvieran ya muertos y en el purgatorio a fin de poder concederles tan señalado favor. No pudiendo hacerlo, resolvió liberar al abuelo Heine. Trepó la escalera, repitió los Pater Noster, besó los escalones. En la cima, Lutero se levantó y exclamó, no como dice la leyenda: «El justo vivirá por la fe» -no había adelantado tanto todavía; dijo-: «¿Quién sabe si será así?»

Esta era la duda realmente desconcertante. Los sacerdotes podían ser culpables de liviandad y los papas de lascivia, pero todo esto no importaría mientras la Iglesia contara con medios válidos para obtener la gracia. Pero si el trepar la misma escalera por donde Cristo había pasado y el repetir oraciones no servía de nada, entonces otro de los grandes fundamentos de la esperanza había resultado ilusorio. Lutero comentaba que había ido a Roma con cebollas y había vuelto con ajos.

Páginas: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23