Biografía de Lutero - por Roland Bainton

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Capítulo V

EL HIJO DE INIQUIDAD

Cuando colocó las tesis, Lutero no pensaba en su difusión general. Las hizo para aquellos interesados en estos asuntos. Envió una copia a Alberto de Maguncia con la siguiente carta:

«Padre en Cristo e Ilustrísimo Príncipe: Perdonadme que yo, el más humilde de los hombres, ose escribir a Vuestra Sublimidad. Nuestro Señor Jesucristo es testigo de que me doy perfecta cuenta de mi insignificancia y mi indignidad. Me he atrevido a tanto debido a la obligación de fidelidad que debo a Vuestra Paternidad. Quiera Vuestra Alteza mirar hacia este grano de polvo y escuchar mi súplica de clemencia de vos y el papa.»

Lutero informa a continuación lo que ha oído acerca de las predicaciones de Tetzel, acerca de que por intermedio de las indulgencias se prometía a los hombres la remisión no sólo de la pena sino también de la culpa.

¡Dios del cielo! ¿Es esta la forma en que las almas confiadas a vuestro cuidado son preparadas para la muerte? Debéis dar cuenta de todas ellas. Yo no puedo quedarme más tiempo callado. Debemos obrar nuestra salvación con temor y temblor. ¿Por qué, entonces, hacer que la gente se confíe en las indulgencias, que solamente pueden dar la remisión de las penas canónicas externas? Las obras de piedad y de caridad son infinitamente mejores que las indulgencias. Cristo no mandó predicar las indulgencias sino el Evangélica ¡Qué horror, qué peligro para un obispo si nunca predica a su grey el Evangelio sino la baraúnda de las indulgencias! En las instrucciones a los vendedores de indulgencias, publicadas bajo el nombre de Vuestra Paternidad, pero seguramente sin vuestro conocimiento y consentimiento [Lutero le ofrece con esto una salida], se llama a las indulgencias el don inestimable de Dios para reconciliar al hombre con Dios y vaciar el purgatorio. Se declara que la contrición es innecesaria. ¿Qué puedo hacer yo, Ilustre Príncipe, sino suplicar a Vuestra Paternidad, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que suprimáis completamente estas instrucciones para que nadie se levante a refutar este libro y arroje oprobio sobre Vuestra Sublimidad, lo que no quisiera en absoluto, pero temo que suceda si no se hace algo rápidamente? Quiera Vuestra Paternidad aceptar mi fiel y obediente admonición. Yo también soy una de vuestras ovejas. Quiera Nuestro Señor Jesucristo guardaros siempre. Amén.

Wittemberg, 1517, en la víspera de Todos los Santos.

Si os dignáis echar un vistazo a mis tesis, veréis cuan dudosa es la doctrina de las indulgencias, que se proclaman, empero, con tanta confianza.
Martín Lutero, agustino, Doctor en Teología.

Alberto envió las tesis a Roma. Se atribuye al papa León dos comentarios. Con toda probabilidad, ninguno es auténtico, pero ambos son reveladores. El primero era éste: «Lutero es un alemán borracho. Pensará de modo diferente cuando esté sobrio.» Y el segundo: «Fray Martín es un muchacho brillante. Toda la pendencia se debe a la envidia entre los monjes.»

Ambos comentarios, dondequiera que se originaran, contienen una cierta medida de verdad. Si bien Lutero no era un alemán borracho que opinaría de otra manera cuando estuviera sobrio, en cambio era un alemán airado que podría ser manejable si se lo ablandaba. Si el papa hubiera sacado de inmediato la bula que salió un año después, definiendo claramente la doctrina de las indulgencias y corrigiendo los abusos más notorios, Lutero habría podido ceder. En muchos puntos no estaba del todo convencido interiormente ni acuciado por ningún prurito de controversia. Repetidamente estuvo dispuesto a retirarse si sus oponentes abandonaban la disputa. Durante los cuatro años que estuvo pendiente su caso, sus cartas revelan una preocupación sorprendentemente escasa por la disputa pública. Estaba absorbido por sus deberes como profesor y sacerdote parroquial, y mucho más interesado por encontrar un beneficiado para la cátedra de hebreo en la universidad de Wittemberg que por quitar una capa de la tiara papal. Una acción inmediata y recta habría podido mitigar la explosión.

Pero el papa prefirió extinguir al fraile con un despabilado clandestino y designó un nuevo general de los agustinos para que «apaciguara a un monje de su orden, Martín Lutero de nombre, y así aplacar el fuego antes de que se convierta en una conflagración». La primera oportunidad se presentó al siguiente mes de mayo, en la reunión trienal regular del capítulo, que esa vez se realizaba en Heidelberg, Lutero debía informar a la terminación de su período como vicario y asimismo defender la teología del padre de la orden, San Agustín, concerniente a la depravación humana. La cuestión de las indulgencias no estaba en el orden del día, pero la teología agustiniana proporcionaba el fundamento para el ataque de Lutero.

Tenía razones para temer la ocasión. Advertencias de peligro le llegaron de muchas partes. Algunos de sus enemigos proclamaban que sería quemado dentro de un mes, y otros que dentro de dos semanas. Fue advertido de la posibilidad de que lo asesinaran en el camino a Heidelberg. «No obstante -escribía Lutero-, obedeceré. Voy a pie. Nuestro Príncipe [Federico el Sabio], sin que se lo haya solicitado, se ha preocupado de que bajo ninguna circunstancia sea yo llevado a Roma.» Sin embargo, como precaución, Lutero viajó de incógnito. Después de cuatro días de caminar escribió: «Estoy realmente arrepentido de haber venido a pie. Como mi contrición es perfecta, ya he cumplido la penitencia completa y no hay necesidad de indulgencias.»

Para su sorpresa, fue recibido en Heidelberg como huésped de honor. El Conde Palatino lo invitó a comer, junto con Staupitz y otros, y personalmente lo llevó a dar una vuelta para ver los ornamentos de la capilla y la armería. Ante el capítulo, Lutero defendió la tesis agustiniana de que aun los actos exteriormente rectos pueden ser pecados mortales ante los ojos de Dios.

«Si los campesinos os oyen decir esto, os apedrearán», fue el franco comentario de un oyente, pero los presentes protestaron airados. Hasta el capítulo llegaron cartas airadas contra Lutero, pero no hubo repercusiones. Los más viejos no hicieron más que sacudir la cabeza y los más jóvenes estaban entusiasmados. «Tengo la esperanza -dijo Lutero- de que así como Cristo, al ser rechazado por los judíos, se volvió a los gentiles, así esta teología verdadera, rechazada por los ancianos autorizados, pase a la generación más joven.» Entre estos hombres jóvenes había varios que más tarde se convertirían en principales dirigentes del movimiento luterano. Estaban Juan Brenz, el reformador de Wurttemberg, y Martín Bucero, el dirigente de Estrasburgo. Éste era un dominico a quien se le había permitido asistir a la sesión pública. «Lutero -comentaba- tiene una maravillosa gracia en la respuesta y una invencible paciencia en la atención. En la argumentación muestra la agudeza del apóstol Pablo. Lo que Erasmo insinúa él lo dice abierta y francamente.

Lejos de ser dejado de lado por los hermanos, Lutero fue invitado a cabalgar de vuelta al hogar con la delegación de Nuremberg, hasta que sus caminos se separaron. Luego se trasladó al coche de los de Erfurt, donde se encontró al lado de su antiguo maestro, el doctor Usingen. «Conversé con él -dice Lutero- y traté de persuadirlo, pero no sé con qué éxito. Lo dejé pensativo y aturdido.» En conjunto, Lutero sentía que volvía de obtener un triunfo. Lo resumió en el siguiente comentario: «Fui a pie. Volví en coche.»

El ataque dominico

Es concebible que los agustinos fueran más renuentes en reprimir a su turbulento hermano porque sus rivales, los dominicos, estaban tan decididamente en su contra. Esta es la verdad del segundo comentario atribuido al papa León. Los dominicos se unieron en ayuda de Tetzel, a quien se le concedió el grado de doctor para que pudiera estar en condiciones de publicar. En oportunidad de su promoción, defendió rotundamente la cantilena:

En cuanto suena la moneda en el cofre
Salta el alma del purgatorio.

Su tesis fue impresa. Los estudiantes de Wittemberg, mediante robo o compra, reunieron ochocientos ejemplares y, sin que lo supiera el elector, la universidad ni Lutero, hicieron con ellos una fogata. Lutero se sintió muy embarazado por su impetuosidad. En cuanto a Tetzel, no se dignó darle respuesta.

Pero se sintió obligado a hacer declaraciones más completas al público general. Las Noventa y cinco tesis habían sido repartidas por el impresor en toda Alemania, a pesar de haber estado destinadas solamente a los teólogos profesionales. Sus muchas afirmaciones atrevidas exigían una explicación y aclaración, pero Lutero no pudo nunca limitarse a una mera reproducción o explicación de lo que había dicho anteriormente. Los sermones escritos a pedido el lunes no correspondían a las notas tomadas por los oyentes el domingo. Las ideas se agitaban de tal modo dentro de él, que de la cuba siempre salía manteca nueva. Las Resoluciones acerca de las noventa y cinco tesis contienen algunos puntos nuevos. Lutero había hecho el descubrimiento de que el texto bíblico de la Vulgata Latina, usado para apoyar el sacramento de la penitencia, era una traducción equivocada. En latín, Mateo 4: 17, decía penitentiam agite, «haced penitencia», pero en el Nuevo Testamento griego de Erasmo había aprendido Lutero que el original significaba simplemente «sed penitentes». El sentido literal era «cambia de ánimo». «Fortificado por este pasaje -escribía Lutero a Staupitz en la dedicatoria de las Resoluciones-, me atrevo a decir que están equivocados los que dan más importancia al acto en latín que al cambio de corazón en griego.» Esto fue lo que Lutero mismo llamó un «deslumbrante» descubrimiento. En este ejemplo crucial un sacramento de la Iglesia no estaba apoyado en la institución de las Escrituras.

En forma muy casual, Lutero hizo otra observación por la que sería seriamente perseguido. «Supongamos -decía- que la Iglesia Romana fuera como fue una vez, antes de los días de Gregorio I, cuando no estaba por encima de las otras iglesias, por lo menos no por encima de la griega.» Esto era decir que la primacía de la Iglesia Romana era un hecho histórico debido más a las exigencias de la historia que a una orden divina que se remontara a la fundación misma de la Iglesia.

Declaraciones de importancia tan arrebatadora pronto llevaron la controversia mucho más allá de una mera pendencia entre órdenes monásticas, y cada nueva etapa sirvió para desencadenar el radicalismo implícito en las presuposiciones de Lutero. Pronto se vio obligado a negar, no solamente el poder del papa para liberar del purgatorio, sino aun su poder para enviar a él. Al saber que estaba bajo excomunión, Lutero tuvo la temeridad de predicar sobre la excomunión, declarando, según los informes de oyentes hostiles, que la excomunión y la reconciliación afectan solamente la participación externa en la Iglesia, en la tierra, y no la gracia de Dios. Son impíos los obispos que excomulgan por asuntos de dinero, y deben ser desobedecidos. Estas cosas, que según sus adversarios habían sido afirmadas por Lutero, fueron impresas y mostradas en la dieta imperial a los delegados papales, quienes, según rumores, las enviaron a Roma. Lutero llegó a saber que le habían hecho un daño incalculable. Para aclarar su posición escribió para la imprenta lo que pudo recordar del sermón, pero sus intentos de reconciliación apenas si tuvieron éxito. Si la Madre Iglesia yerra en sus censuras, decía, debemos sin embargo honrarla como Cristo honró a Caifas, Anas y Pilatos. La excomunión se aplica solamente a la comunión externa de los sacramentos, a la sepultura y a las oraciones públicas. No entrega a un hombre al Demonio a menos que ya esté entregado a él. Sólo Dios puede cortar la comunión espiritual. Ninguna criatura puede separarnos del amor de Cristo. No necesitamos tener miedo de morir en estado de excomunión. Si la sentencia es justa, el hombre condenado, si se arrepiente, todavía puede salvarse; si es injusta, es bendecido.

El sermón no estuvo impreso hasta fines de agosto. Mientras tanto se esparcieron las versiones más provocativas de sus críticas. El papa no debía perder más tiempo. De los agustinos, que no colaboraban, se volvió a los dominicos. Silvestre Prierias, de la orden de Santo Domingo, Jefe del Palacio Sagrado de Roma, fue comisionado para bosquejar una réplica a Lutero. La hizo en poco tiempo. El párrafo inicial trasladaba el foco de la cuestión de las indulgencias a la excomunión y las prerrogativas del papa. Prierias declaraba que la Iglesia Universal es virtualmente la Iglesia de Roma. La Iglesia Romana consiste representativamente en los cardenales, pero virtualmente en el papa. Así como la Iglesia Universal no puede errar en puntos de fe y moral, ni tampoco puede un verdadero concilio, así tampoco la Iglesia Romana ni el papa pueden errar al hablar en carácter oficial. El que no acepte la doctrina de la Iglesia Romana y del romano Pontífice como regla infalible de fe, de la que las Sagradas Escrituras derivan fuerza y autoridad, es un hereje, y el que declara que en el asunto de las indulgencias la Iglesia Romana no puede hacer lo que realmente hace, es un hereje. Luego Arrierías procedía a refutar los errores de Lutero, describiéndolo de paso como un leproso con un cerebro de bronce y una nariz de hierro. Lutero replicó:

Ahora siento haber despreciado a Tetzel. Ridículo como era, era más sagaz que vos. Vos ni citáis ningún pasaje de las Escrituras. Vos no dais razones. Como un demonio insidioso, pervertís las Escrituras. Vos decís que la Iglesia consiste virtualmente en el papa. ¿Qué abominaciones no tendréis que considerar como hechos de la Iglesia? Mirad el espantoso derrama miento de sangre provocado por Julio II. Mirad la tiranía ignominiosa de Bonifacio VIII, quien, como dice el proverbio, «entró como un lobo, reinó como un león y murió como un perro». Si la Iglesia consiste representativamente en los cardenales, ¿qué es para vos el concilio general de toda la Iglesia? Me llamáis leproso porque mezclo la verdad con el error. Me alegro de que admitáis que hay algo de verdad. Convertís al papa en un emperador en poder y autoridad. El emperador Maximiliano y los alemanes no tolerarán esto.

El radicalismo de este párrafo reside no en sus invectivas sino en su afirmación de que el papa y un concilio pueden errar, y que solamente las Escrituras son la autoridad final. Antes de la aparición de esta declaración ya el papa había tomado medidas. El 7 de agosto Lutero recibió una citación para presentarse en Roma a responder a los cargos de herejía y contumacia. Se le daban sesenta días para presentarse. Al día siguiente Lutero escribió al elector para recordarle su seguridad previa de que el caso no sería llevado a Roma. Luego empezó una tortuosa serie de negociaciones que culminaron con la audiencia de Lutero ante la Dieta de Worms. La importancia de esta ocasión consiste en que una asamblea de la nación alemana asumió funciones de un concilio de la Iglesia Católica. Los papas estaban haciendo todo lo posible por sofocar o dominar los concilios. El resultado de esto fue que una asamblea secular asumió funciones conciliares, mas no sin que antes se ensayaran muchos otros expedientes.

Transferencia del caso a Alemania

El paso inicial hacia la audiencia ante una dieta alemana fue el traslado del juicio de Lutero de Roma a Alemania. Con este fin, el 8 de agosto él solicitó la intervención del elector. El pedido no fue dirigido directamente a él sino al capellán de la corte, Jorge Spalatin, quien desde ese momento entra a desempeñar un gran papel como intermediario entre el profesor y el príncipe. Federico estaba deseoso de que su mano derecha pudiera pretender plausible ignorancia de lo que hacía su mano izquierda, y se cuidó muy bien de aparecer como apoyando las opiniones de Lutero o de respaldar su persona más allá de los derechos de cualquier súbdito. El elector protestaba que no había hablado con Lutero más de veinte palabras en toda su vida. Ahora, en respuesta a la solicitud transmitida por Spalatin, Federico inició negociaciones con el cardenal Cayetano, el legado papal, para dar a Lutero una audiencia personal en ocasión de la futura reunión de la dieta imperial en Augsburgo. La audiencia debía ser privada y no ante la dieta, pero al menos sería en suelo alemán. La ventaja en este punto, sin embargo, estaba contrarrestada por la competencia y carácter del cardenal Cayetano, un alto papalista, íntegro y erudito. Apenas si podía tolerar la Réplica a Prierias o el Sermón sobre la excomunión de Lutero, y estaría menos inclinado a la moderación ya que el propio emperador Maximiliano, irritado por los extractos del famoso sermón, había tomado él mismo la iniciativa, el 5 de agosto, de escribir al papa que «pusiera punto final al más peligroso ataque de Martín Lutero a las indulgencias, si no quería que no sólo el pueblo sino también los príncipes fueran seducidos por él. Con el emperador, el papa y el cardenal en su contra, Lutero tenía sólo una leve esperanza de escapar a la pira.

Lutero partió para Augsburgo con gran ansiedad. El peligro era muchísimo mayor que tres años después, cuando fue a Worms como campeón de una nación levantada. En ese momento era solamente un eremita agustino acusado de herejía. Veía ante sí la hoguera y se decía: «Ahora debo morir. ¡Qué desgracia será para mis padres!» En el camino contrajo una infección intestinal y estuvo a punto de abandonar. Aun más desconcertante era la recurrente duda de si los dicterios de los críticos no serían, después de todo, justos. «¿Eres tú el único sabio y todos los siglos han estado errados?» Los amigos de Lutero le habían advertido que no entrara en Augsburgo sin un salvoconducto, y Federico obtuvo por fin uno del emperador Maximiliano, Cayetano, al ser consultado, se exasperó: «Si no confiáis en mí -dijo-, ¿por qué pedís mi opinión? Y si confiáis, ¿para qué un salvoconducto?» Pero el cardenal se hallaba en un estado de ánimo mucho más complaciente de lo que Lutero tenía razón de esperar. La dieta ya había terminado y durante su transcurso había aprendido mucho. Su misión había sido convocar al Norte para una nueva gran cruzada contra los turcos. Los herejes de Bohemia debían ser reconciliados a fin de que pudieran participar en la empresa; con este fin se levantaría un impuesto; debía obtenerse el concurso de personas importantes mediante emolumentos y distinciones. El arzobispo de Maguncia debía ser elevado a la púrpura y el emperador Maximiliano condecorado con un yelmo y una daga como Protector de la Fe. De paso serían extirpadas las cizañas de la viña del Señor.

La dieta se inició con la característica pompa y etiqueta medieval. Se mostró toda la debida deferencia al cardenal. Alberto de Maguncia recibió la púrpura cardenalicia con sonrojos sentadores y el emperador aceptó la daga sin inmutarse. Pero cuando empezaron las negociaciones, los príncipes no se hallaron dispuestos a luchar contra los turcos bajo los auspicios de la Iglesia. Estaban cansados de las cruzadas y afirmaron su incapacidad para recolectar una contribución después de ser tan explotados por la Iglesia. Como en muchas ocasiones anteriores, fueron presentados los resentimientos de la nación alemana, pero esta vez con garras. El documento declaraba:

Estos hijos de Nemrod extienden las manos para agarrar conventos, abadías, prebendas, canonjías e iglesias parroquiales, y dejan a estas iglesias sin párrocos, a la grey sin pastores. Las anatas e indulgencias aumentan. En los pleitos ante las cortes eclesiásticas, la Iglesia Romana sonríe a ambas partes por un poco de «unto de mano». El dinero alemán, violando las leyes de la naturaleza, vuela sobre los Alpes. Los sacerdotes dados a nosotros son pastores sólo de nombre. No se preocupan sino de la lana y se ceban con los pecados del pueblo. Las misas dótales son desatendidas, y sus piadosos fundadores claman por venganza. Quiera el santo papa León suprimir estos abusos.

Cayetano fracasó en todos sus principales objetivos. La cruzada y el impuesto habían sido rechazados. ¿Tendría mejor éxito con la cizaña de la viña del Señor? Se dio cuenta de que debía andar con cautela, pero se vio trabado por las instrucciones papales que sólo le permitían reconciliar a Lutero con la Iglesia en el caso que se retractara, y si no lo hacía, enviarlo preso a Roma. Debía invocarse el auxilio del brazo secular, particularmente del emperador Maximiliano, cuya protesta bien pudo haber motivado las instrucciones del papa.

La validez de este documento papal fue impugnada primero por Lutero y subsiguientemente por historiadores modernos sobre la base de que el papa no debía tomar una acción sumaria semejante antes de la expiración de los sesenta días concedidos en la citación. Pero el papa sólo había dado a Lutero sesenta días para presentarse, y no hacía promesas en caso de que no lo hiciera. Además, como el cardenal de Medid escribiera a Cayetano el 7 de octubre: «En los casos de herejía notoria no es necesario observar más ceremonias o citaciones».

No puede establecerse absolutamente la autenticidad de estas instrucciones porque el original no existe. Sin embargo, los archivos del Vaticano contienen el manuscrito de otra carta escrita justamente el mismo día por el papa a Federico, que no es menos perentoria:

Amado hijo, que la bendición apostólica sea con vos. Recordamos que el principal ornamento de vuestra nobilísima familia ha sido la devoción y la fe de Dios y al honor y dignidad de la Santa Sede. Ahora oímos que un hijo de iniquidad, el hermano Martín Lutero de los eremitas agustinos, lanzándose contra la Iglesia de Dios, cuenta con vuestro apoyo. Aun cuando sabemos que esto es falso, debemos instaros a limpiar de semejante sospecha la reputación de vuestra noble familia. Habiendo sido avisados por el magistrado del Sagrado Palacio que la enseñanza de Lutero contiene herejía, lo hemos citado para que comparezca ante el Cardenal Cayetano. Pero os exhortamos a poner a Lutero en las manos y bajo la jurisdicción de esta Santa Sede, para que las futuras generaciones no os reprochen haber fomentado el surgimiento de una herejía sumamente perniciosa contra la Iglesia de Dios.

Las entrevistas con Cayetano

A la luz de esta carta, no caben dudas acerca del contenido de las instrucciones a Cayetano. Evidentemente coartaban su libertad, y un nuevo memorándum lo limitaba a investigar acerca de la enseñanza de Lutero. No debía haber discusión. Tres entrevistas tuvieron lugar el martes, el miércoles y el jueves, desde el 12 al 14 de octubre de 1518. Staupitz se encontraba entre los presentes. El primer día Lutero se prosternó con toda humildad y el cardenal lo levantó con gesto paternal y luego le informó que debía retractarse. Lutero contestó que no había hecho el pesado viaje a Augsburgo para hacer lo que bien podía haber hecho en Wittemberg. Lo que él deseaba era que se le mostraran sus errores.

El cardenal replicó que el principal de ellos era la negación del tesoro de méritos de la Iglesia, claramente enunciado en la bula Unigénitas del papa Clemente VI en el año 1343. «Aquí -dijo Cayetano- tenéis la afirmación del papa de que los méritos de Cristo constituyen un tesoro de indulgencias.» Lutero, que conocía bien el texto, contestó que se retractaría si decía realmente así. Cayetano rió entre dientes, hojeó hasta encontrar el lugar en que decía que Cristo, con su sacrificio, adquirió un tesoro. «¡Oh, sí! -contestó Lutero-, pero vos decís que los méritos de Cristo son un tesoro. Y aquí dice que adquirió un tesoro. Ser y adquirir no significan la misma cosa. No debéis pensar que nosotros los alemanes ignoramos la gramática.»

La respuesta era a la vez descortés e irrelevante; Lutero replicó con una bravata porque se vio acorralado. Cualquier lector sin prejuicios hubiera dicho que el cardenal parafraseaba correctamente el sentido de la decretal que declara que Cristo, con su sacrificio, adquirió un tesoro que a través del poder de las llaves había sido puesto a disposición de Pedro y sus sucesores a fin de liberar a los fieles de las penas temporales. Este tesoro había sido aumentado con los méritos de la Virgen Santísima y de los santos. El papa dispensa esta provisión como un tesoro a los que visiten a Roma en el año del jubileo de 1350, cuando a los penitentes y confesados podrá serles dada plena remisión de todos sus pecados.

Aquí está inconfundiblemente todo el concepto del tesoro de méritos sobrantes de Cristo y los santos, pero Lutero se encontraba atrapado porque debía retractarse, o rechazar la decretal o interpretarla en un sentido aceptable. Intentó hacer lo último, y dándose cuenta de lo delicado de la tarea, pidió que se le permitiera someter un trabajo por escrito, observando, al pasar, que «ya habían reñido bastante». El cardenal estaba irritado, pues había ido más allá de sus instrucciones al entrar en debate con Lutero. «Hijo mío -estalló-, yo no he reñido con vos. Estoy dispuesto a reconciliaros con la Iglesia Romana.» Pero como la reconciliación sólo era posible mediante la retractación, Lutero protestó que no debía ser condenado sin ser escuchado y refutado. «Yo no tengo conciencia -dijo- de ir contra las Escrituras, los santos padres, las decretales o la razón justa. Puedo estar en error. Me someteré al juicio de las universidades de Basilea, Friburgo, Lovaina y, si es necesario, París.» Este era un intento absolutamente carente de diplomacia de evadir la jurisdicción del cardenal.

El trabajo escrito fue solamente un esfuerzo más, ingenioso y elaborado, de dar una interpretación favorable a la decretal. Cayetano debe de habérselo hecho sentir así a Lutero, pues éste, cambiando de posición, salió con un brusco rechazo de la decretal y de la autoridad papal que la formulara. «No soy tan audaz como para que, debido a una sola, oscura y ambigua decretal de un papa humano vaya a apartarme de tantos y tan claros testimonios de las Divinas Escrituras. Pues, como uno de los legistas canónicos ha dicho, en materia de fe no sólo un concilio está por encima del papa, sino cualquiera de los fieles si está armado con mejor autoridad y razón.» El cardenal recordó a Lutero que las Escrituras mismas debían ser interpretadas. El papa es el intérprete. El papa está por encima de los concilios, por encima de las Escrituras, por encima de todo en la Iglesia. «Su Santidad abusa de las Escrituras -replicó Lutero-. Niego que esté por encima de las Escrituras.» El cardenal se indignó y rugió que Lutero debía retirarse y no volver jamás a menos que estuviera dispuesto a decir «Revoco», «Me retracto».

Lutero escribió a su casa que el cardenal no era más adecuado para manejar el caso que un asno para tocar el arpa. Los caricaturistas no tardaron en apoderarse del tema y pintaron al papa mismo en esta posición. Cayetano se calmó pronto y en una comida con Staupitz le instó a que indujera a Lutero a retractarse, insistiendo en que Lutero no tenía mejor amigo que él. Staupitz contestó: «Yo lo he tratado a menudo, pero no me igualo a él en capacidad y dominio de las Sagradas Escrituras. Vos sois el representante del papa. Esto es tarea vuestra.»
-No voy a hablar con él nunca más -contestó el cardenal-. Sus ojos son tan profundos como un lago y extrañas especulaciones bullen en su mente.

Staupitz desligó a Lutero de su voto de obediencia a la orden. Quizás haya deseado liberar a los agustinos de semejante compromiso o tratado de dejar en mayor libertad de acción al hermano, pero Lutero se sintió repudiado. «Fui excomulgado tres veces -decía después-; la primera por Staupitz, la segunda por el papa y la tercera por el emperador.»

Lutero esperó en Augsburgo hasta la semana siguiente para ver si sería citado nuevamente; entonces hizo pública una apelación de Cayetano al papa, señalando que, como la doctrina de las indulgencias no había sido nunca declarada oficialmente, un debate sobre cuestiones dudosas no debía ser considerado una herejía, especialmente en puntos no esenciales para la salvación. Se quejaba de que se lo citara a Roma, lo que lo sometería a los dominicos. Además, Roma no sería un lugar seguro aun con un salvoconducto. En Roma ni siquiera el papa León estaba seguro. Con esto se refería a una conspiración, que más tarde se descubrió, entre los mismos cardenales, para envenenar a Su Santidad. En todo caso, Lutero, como fraile mendicante, no tenía fondos para el viaje. Había sido benévolamente recibido por Cayetano, pero en vez de permitírsele un debate sólo se le había dado una oportunidad para retractarse. La proposición de someter el caso a las universidades había sido rechazada. «Me parece que no se me ha hecho justicia, porque no enseño nada más que lo que está en las Escrituras. Por lo tanto apelo de un León mal informado a un León mejor informado.»

Entonces llegaron a Lutero rumores de que el cardenal tenía poderes para arrestarlo. Las puertas de la ciudad estaban custodiadas. Con la connivencia de ciudadanos amistosos, Lutero escapó de noche, huyendo con tal apuro que montó a caballo con su hábito, sin pantalones de montar, sin espuelas ni estribos ni espada. Llegó a Nuremberg y allí se le mostraron las instrucciones del papa a Cayetano. Lutero dudó de su autenticidad, pero al mismo tiempo vio la posibilidad de apelar del papa a un concilio general. El trece de octubre estaba de vuelta en Wittemberg.

Amenaza de exilio

Su situación se hizo muy precaria. Cayetano envió el informe de su entrevista a Federico el Sabio, declarando que lo que Lutero había dicho respecto a la decretal papal no se podía poner en el papel. Que Federico enviara a Lutero encarcelado a Roma o lo exilara de sus territorios. El elector se lo mostró a Lutero, quien le complicó aun las cosas a su príncipe publicando su propia versión de la entrevista con Cayetano, reforzada por reflexiones subsiguientes. Ya no hacía más intentos de explicar la decretal papal en sentido favorable. En cambio, la calificaba enfáticamente de falsa. La ambigua decretal de un papa mortal era confrontada con los claros testimonios de las Sagradas Escrituras. Lutero continuaba:

No eres un mal cristiano si niegas la decretal. Pero si niegas el Evangelio, eres un hereje.
Condeno y rechazo esta decretal. El Legado Apostólico me enfrentó con el rayo de su majestad y me exigió que me retractara. Yo le señalé que el papa abusa de las Sagradas Escrituras. Honraré la santidad del papa, pero adoraré la santidad de Cristo y la verdad. Yo no niego esta nueva monarquía de la Iglesia Romana que ha surgido en nuestra generación, pero niego que no se pueda ser cristiano sin estar sometido a los decretos del romano pontífice. En cuanto a esa decretal, niego que los méritos de Cristo sean un tesoro de indulgencias porque sus méritos confieren gracia independientemente del papa. Los méritos de Cristo quitan los pecados y aumentan los méritos. Las indulgencias quitan los méritos y dejan los pecados. Estos aduladores ponen al papa por encima de las Escrituras y dicen que no puede errar. En este caso las Escrituras perecerían y no quedaría en la Iglesia sino la palabra humana. Resisto a aquellos que, en nombre de la Iglesia Romana, no desean otra cosa que instituir una nueva Babilonia.

El 28 de noviembre, Lutero entregó a un notario una apelación de las resoluciones del papa a un concilio general, deparando que un concilio, legítimamente convocado en el Espíritu Santo, representa a la Iglesia Católica y está por encima del papa, quien, siendo un hombre, puede errar, pecar y mentir. Ni siquiera San Pedro estuvo por encima de esta debilidad. Si el papa ordena algo contra los divinos preceptos, no debe ser obedecido.

Por lo tanto, del León mal aconsejado y su excomunión, suspensión, interdicto, censuras y castigos, y todas las acusaciones y declaraciones de herejía y apostasía, que considero nulas, más aun, inicuas y tiránicas, apelo a un concilio general en un lugar seguro.

Lutero hizo imprimir la apelación y pidió que todas las copias le fueran entregadas para ser dadas a publicidad sólo si realmente se le desterraba, pero el impresor no tuvo en cuenta la orden y las entregó de inmediato al público. Esto puso a Lutero en una posición muy peligrosa, pues el papa Julio II había legislado que la convocatoria de un concilio sin el consentimiento papal constituía en sí una herejía.

Federico el Sabio estaba doblemente en aprietos. Era un príncipe muy católico, adicto al culto de las reliquias, devoto de las indulgencias, completamente sincero en su pretensión de que no estaba en condiciones de juzgar la enseñanza de Lutero. En tales asuntos solicitaba guía. Por eso había fundado la Universidad de Wittemberg y por eso a menudo se había vuelto a ella en busca de consejo en asuntos jurídicos y teológicos. Lutero era uno de los doctores de esa universidad, comisionado para instruir a su príncipe en asuntos de fe. ¿Debía creer el príncipe que su doctor en Sagradas Escrituras estaba en un error? Por supuesto, si el papa declaraba que era un hereje, ello resolvería el asunto, pero el papa no había dado sentencia aún. La facultad teológica de Wittemberg no había repudiado a Lutero. Muchos eruditos de Alemania creían que tenía razón. Si Federico tomaba medidas previas a la condenación papal, ¿no estaría resistiendo a la palabra de Dios? Por otra parte, el papa había instado a que Lutero fuera tomado en custodia y le había llamado «hijo de iniquidad». ¿No estaría apañando a un hereje si se negaba a complacerlo? Estas cuestiones perturbaban a Federico. Difería de otros príncipes de su tiempo en que nunca se preguntaba cómo extender sus fronteras, ni siquiera cómo mantener su dignidad. Su único problema era: «¿Cuál es mi deber como príncipe cristiano?» En esta coyuntura se hallaba seriamente preocupado y no tomó otra medida que escribir, el 19 de noviembre, al emperador, rogándole que abandonara el caso o que concediera una audiencia ante jueces intachables en Alemania.

Lutero escribió al elector:

Siento mucho que el legado os reprenda. Está tratando de marcar a fuego a toda la Casa de Sajonia. Os exhorta a que me enviéis a Roma o me desterréis. ¿Qué puedo esperar yo, un miserable monje, fuera de vuestro territorio, si ya aquí estoy en peligro? Pero, para que Vuestra Alteza no sufra por mi causa, abandonaré gustoso vuestros dominios e iré adonde el Señor misericordioso quiera que vaya.

A Staupitz escribía Lutero:

El príncipe se oponía a la publicación de mis actas de Augsburgo pero por último ha dado su consentimiento. El legado le rogó que me enviara a Roma o me desterrara. El príncipe está muy inquieto por mí, pero preferiría que yo estuviera en otro lugar. Le dije a Spalatin que abandonaré el país en cuanto llegue el anatema. Me disuadió de una fuga precipitada a Francia.

Cuando en Augsburgo uno de los italianos había preguntado a Lutero adonde iría si era abandonado por el príncipe, él respondió: «Bajo el cielo abierto.»

El 25 de noviembre envió las siguientes palabras a Spalatin:

Estoy esperando cualquier día el anatema de Roma. Tengo todo listo para que, cuando llegue, esté preparado y ceñido para ir, como Abraham, no sé adonde, o mejor dicho, sí sé, porque Dios está en todas partes.

Staupitz escribió a Lutero desde Salzburgo, en Austria:

El mundo odia la verdad. Por ese odio Cristo fue crucificado, y no sé qué es lo que hoy te espera, si no la cruz. Tienes pocos amigos, y quiera Dios que ellos no se escondan por miedo al adversario. Abandona Wittemberg y ven a mí para que vivamos y muramos juntos. También el príncipe [Federico] está de acuerdo. Abandonados, sigamos al abandonado Cristo.

Lutero dijo a su congregación que no les decía adiós; pero que si descubrían que se había ido, fuera esa su despedida. Convidó a unos amigos a almorzar. Dos horas después se hubiera ido si no hubiese llegado una carta de Spalatin diciendo que el príncipe deseaba que se quedara. Nunca sabremos exactamente lo que pasó. Años más tarde Lutero declaró que el príncipe tenía un plan para esconderlo, pero unas semanas después del suceso escribió: «Al principio el príncipe debe de haber estado deseoso de no tenerme por aquí.» Dos años después, Federico se justificaba ante Roma por no tomar medidas contra Lutero diciendo que había estado dispuesto a aceptar la oferta de Lutero de irse cuando le llegó un mensaje del nuncio papal sugiriendo que Lutero sería mucho menos peligroso bajo vigilancia que en libertad. Federico, por supuesto, podría haber dicho esto después del hecho, aun cuando hubiera alimentado el secreto designio de aconsejar a Lutero que se escondiera. Mas también es posible que por un momento Federico estuviera dispuesto a ceder, pero que demorara hasta que el papa hiciera su jugada. En todo caso, el 18 de diciembre Federico envió a Cayetano el único documento que dirigiera a la curia romana con respecto a Lutero.

Estamos seguros de que habéis procedido paternalmente con respecto a Lutero, pero tenemos la impresión de que no se le han mostrado suficientes motivos para retractarse. Hay hombres doctos en las universidades que opinan que no se ha probado que su enseñanza sea incorrecta, anticristiana ni herética. Los pocos que lo creen así están celosos de sus éxitos. No defenderíamos su doctrina si estuviésemos convencidos de que es impía o insostenible. Nuestro único propósito es cumplir con nuestro oficio como príncipe cristiano. Por lo tanto, esperamos que Roma se pronunciará sobre la cuestión. En cuanto a enviarlo a Roma o desterrarlo, sólo lo haremos después que sea comprobada su herejía. Su oferta de debatir la cuestión y someterse al juicio de las universidades debería ser considerada. Debería demostrársele en qué respecto es un hereje en vez de condenarlo de antemano. No permitiremos que se nos induzca con ligereza a un error ni se nos haga desobedientes a la Santa Sede. Deseamos que sepáis que la Universidad de Wittemberg ha intercedido recientemente en su favor. Agregamos una copia.

Lutero le comentó a Spalatin:

He visto las admirables palabras que nuestro Ilustrísimo Príncipe dirigió al señor Legado. ¡Buen Dios, con qué alegría las leo y releo una y otra vez!

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