Capítulo VI
EL HUS DE SAJONIA
Probablemente el cambio en la política papal se haya debido en parte a los perspicaces informes del cardenal Cayetano. Él sabía bien que un hombre puede ser molesto sin ser un hereje, porque la herejía involucra un rechazo del dogma establecido de la Iglesia, y la doctrina de las indulgencias no había sido aún definida oficialmente por el papa. El papa debía pronunciarse primero; y solamente entonces, si Lutero se rehusaba a someterse, correspondería la excomunión. Finalmente apareció una declaración papal, redactada, muy probablemente por el mismo Cayetano. El 9 de noviembre de 1518 la bula Cum Postquam aclaró definitivamente muchos de los puntos en discusión. Se declaraba que las indulgencias se aplicaban solamente a la pena y no a la culpa, la cual debe ser lavada primero a través del sacramento de la penitencia. Con ellas podían disminuirse solamente las penas temporales de la tierra y el purgatorio, pero no las penas eternas del infierno. Sobre las penas impuestas en la tierra por él mismo, el papa, por supuesto, ejercía una jurisdicción completa en virtud del poder de absolución. Pero en el caso de las penas del purgatorio no podía hacer más que presentar a Dios el tesoro de méritos sobrantes de Cristo y los santos en forma de petición. Esta decretal terminó con algunos de los peores abusos.
Si hubiera aparecido antes, es muy posible que la controversia hubiera terminado, pero en el ínterin Lutero había atacado no solamente el poder papal para desatar sino también el poder para atar por intermedio de la excomunión. También había declarado que el papa y los concilios estaban sujetos a error. Había socavado el texto bíblico usado para apoyar el sacramento de la penitencia y rechazado una parte de la ley canónica como incompatible con las Escrituras. Los dominicos le habían llamado hereje notorio y el papa se había referido a él como hijo de iniquidad.
Pero, ¿cómo debía manejársele? La política conciliatoria iniciada en diciembre de 1518 fue motivada por consideraciones políticas. El papa sabía que el plan para una cruzada había sido rechazado, que el tributo había sido repudiado, que la nación alemana le recriminaba muchos agravios. Había otra consideración más seria: el 12 de enero murió el emperador Maximiliano. Con ello se precipitaba una elección para el cargo de Santo Emperador Romano, y desde tiempo atrás se sabía que Maximiliano estaba planeando asegurar la elección de su nieto Carlos como sucesor.
El imperio era un legado de la Edad Media que se estaba desvaneciendo pero que aún tenía su peso. El cargo de emperador era electivo, y cualquier príncipe europeo podía ocuparlo. Sin embargo, los electores eran en su gran mayoría alemanes y preferían un alemán. Pero también eran lo suficientemente realistas para darse cuenta de que ningún alemán tenía suficiente fuerza propia para conservar el cargo. Por esta razón estaban dispuestos a aceptar la dirección de una de las grandes potencias, y la elección estaba entre Francisco de Francia y Carlos de España. El papa objetaba a ambos, sin embargo, debido a que un aumento del poder de uno u otro destruiría el equilibrio del que dependía la seguridad papal. Cuando los alemanes abandonaron la esperanza de un emperador alemán, el papa dio su apoyo a Federico el Sabio. Bajo tales circunstancias, sus deseos con respecto a Martín Lutero no podían ser descartados ligeramente. Por supuesto que la situación cambió cuando Federico, sensible a lo inadecuado de su posición, se derrotó a sí mismo votando por el Habsburgo que el 28 de junio de 1519 fue elegido Carlos V del Santo Imperio Romano. Sin embargo, la situación no se alteró mayormente, pues durante todo un año y medio después Carlos estuvo demasiado ocupado en España para preocuparse por Alemania, y Federico siguió siendo la figura central de ésta. El papa no podía todavía arriesgarse a enemistarse con él indebidamente en lo referente a Lutero.
La política papal se hizo conciliadora y se le destinó a Cayetano un asistente, un alemán relacionado con Federico el Sabio, Carl von Miltitz de nombre, cuya tarea era adular al elector y mantener sujeto a Lutero hasta que la elección quedara terminada. Con este fin se equipó a Miltitz con todas las flechas del carcaj del Vaticano, desde indulgencias hasta interdictos. A fin de ablandar a Federico, trajo nuevos privilegios para la iglesia del Castillo de Wittemberg, mediante los cuales aquellos que hacían las contribuciones apropiadas podían lograr que el purgatorio les fuera reducido cientos de años por cada hueso de los santos de la famosa colección de Federico. Además, fue honrado con una distinción largamente apetecida, el regalo de una rosa de oro de manos del papa. Al conferirle este honor, el papa León X le escribió:
Amado hijo: La santísima rosa de oro ha sido consagrada por nosotros en el décimo cuarto día de la santa Cuaresma. Fue ungida con santos óleos y perfumada con aromático incienso con la bendición papal. Os será entregada por nuestro amadísimo hijo, Carl von Miltitz, de sangre noble y nobles costumbres. Esta rosa es el símbolo de la preciosísima sangre de Nuestro Salvador, por la cual hemos sido redimidos. La rosa es la flor de las flores, la más dulce y fragante de la tierra. Por lo tanto, querido hijo, permitid que la divina fragancia penetre en lo más profundo del corazón de Vuestra Alteza, para que cumpláis lo que el susodicho Carl von Miltitz os ha de mostrar.
No poca demora hubo en la entrega de la rosa, porque había sido depositada para su salvaguardia en el banco de los Fugger en Augsburgo.
Federico sugirió otra razón para la demora. «Miltitz -decía- puede rehusarse a darme la rosa de oro a menos que destierre al monje y lo declare hereje.» Lutero oyó que Miltitz estaba armado de un escrito papal que condicionaba la entrega de la rosa a su extradición, pero que Miltitz desistió de tomar este camino por la prudencia de un cardenal que exclamó: «Sois un hato de necios si pensáis que podéis comprar el monje al príncipe.» Miltitz, por cieno, fue precedido por cartas del papa y la curia a Federico instándole a actuar contra ese «hijo de Satanás, hijo de perdición, oveja escrofulosa y cizaña en la viña. Martín Lutero». El hermano Martín esperaba ser detenido, y Miltitz debe de haber partido con esa intención. «Supe después -escribió Lutero a Staupitz-, en la corte del príncipe, que Miltitz llegó armado con setenta autorizaciones apostólicas, para llevarme a la Jerusalén que mata a los profetas, la purpúrea Babilonia.» Miltitz se jactó en Alemania de que tenía al fraile en el bolsillo, pero pronto se dio cuenta de que un camino tan perentorio no sería discreto. En las tabernas del camino preguntó a la gente y descubrió que por cada uno a favor del papa había tres en favor de Lutero. Confesó francamente que en mil años ningún caso había molestado tanto a la Iglesia y que Roma pagaría gustosa diez mil ducados por sacárselo de en medio. La curia estaba preparada para hacer aun más que eso. Se le dio a entender a Federico el Sabio que si era complaciente se le permitiría nombrar un cardenal. Y él tomó esto como indicación de que Lutero podría ser el favorecido con tal dignidad.
Miltitz llegó lleno de zalamerías. En una entrevista le dijo a Lutero: «Lo arreglaremos todo en un momento.» Le pidió que suscribiera la nueva decretal papal sobre las indulgencias. Lutero replicó que no había una palabra en ella que proviniera de las Escrituras. Entonces Miltitz le pidió sólo una cosa: que se abstuviera de debatir y hacer publicaciones si sus adversarios observaban la misma condición. Lutero prometió hacerlo. Miltitz lloró. «Lágrimas de cocodrilo», comentaba Lutero.
Tetzel sirvió de víctima propiciatoria. Miltitz lo citó a una audiencia y le hizo el cargo de
que era extravagante viajar con dos caballos y un carruaje y que tenía dos hijos ilegítimos. Tetzel se retiró a un convento a morir de pena. Lutero le escribió: «No lo toméis demasiado a pecho. Vos no habéis iniciado toda esta baraúnda. El niño tiene otro padre. » Mientras tanto, el elector se aprovechó de su singular situación para usar a Miltitz en un plan propio. Propuso que el caso de Lutero fuera referido a una comisión de eclesiásticos alemanes bajo la presidencia del arzobispo de Trier, Ricardo de Greiffenklau, quien podía agradar a los alemanes porque era un elector, al papa porque era un arzobispo y a Lutero porque en la elección se oponía al candidato papal. El plan agradó a Cayetano, y Ricardo expresó su aceptación. Federico arregló con él que la audiencia tendría lugar en la próxima reunión de la Dieta de Worms. Pero el papa no autorizó ni desautorizó la proposición, y por el momento todo quedó en nada.
Mientras tanto, Lutero se vio envuelto en otro debate. Había convenido en abstenerse de mantener controversias solamente si sus oponentes observaban también la tregua, pero éstos no lo hicieron. Las universidades empezaron a mezclarse en ella. La universidad de Wittemberg estaba siendo considerada una institución luterana. En su cuerpo docente eran figuras prominentes Carlstadt y Melanchton. El primero era mayor que Lutero y le había conferido el birrete de doctor. Carlstadt era un erudito pero carecía de la prudencia que la erudición a veces da. Era sensible, impresionable, impetuoso y a veces tumultoso. Era tan ferviente partidario de las enseñanzas de Lutero, arremetía a veces contra los críticos en tal forma, que el mismo Lutero casi se rebelaba.
Melanchton era más gentil, más joven -sólo contaba veintiún años-, un prodigio de erudición, que ya gozaba de reputación europea. Su apariencia no predisponía a su favor, pues tenía un defecto en el habla y un impedimento en el hombro cuando caminaba. Una vez, al preguntársele a Lutero cómo imaginaba al apóstol Pablo, respondió con una carcajada afectuosa: «Pienso que sería un enano esmirriado como Melanchton.» Pero cuando el mozuelo abría la boca, era como el niño Jesús en el templo. Llegó como profesor de griego, no de teología, y sin ninguna relación con Lutero; pero pronto sucumbió a su hechizo. Su conversión no nació de ninguna aflicción espiritual, sino del asentimiento a la interpretación de Lutero del apóstol Pablo. Estos eran los cabecillas de la falange de Wittemberg.
El guantelete de Eck
El Goliat de los filisteos que salió a molestar a Israel fue un profesor de la Universidad de Ingolstadt llamado Juan Eck. Al aparecer las tesis de Lutero, había publicado contra ellas un ataque bajo el título de Obeliscos, la palabra utilizada para designar las interpolaciones en Hornero. Lutero replicó con Asteriscos. El ataque de Eck fue tanto más amargo para Lutero porque se trataba de un viejo amigo, no un mendicante sino un humanista, no «un pérfido italiano» sino un alemán, y no menos porque era un enemigo formidable. A pesar de su cara de carnicero y su voz de toro, era un hombre de prodigiosa memoria, fluidez torrencial y pavorosa agudeza, un controversista profesional que no vacilaba en ir a Viena o Bolonia para debatir las obras de la Trinidad, la sustancia de los ángeles o el contrato de usura. Particularmente exasperante era su propensión a presentar lo oprobioso como plausible y llevar a su oponente a conclusiones incriminantes.
Eck logró inducir, no a su propia institución, sino a la Universidad de Leipzig, a entrar en la liza como desafiante de Wittemberg. Así, viejas rivalidades fueron llevadas al nuevo conflicto, porque Wittemberg y Leipzig representaban las secciones rivales de la Sajonia electoral y ducal. Eck se acercó al patrono de Leipzig, el duque Jorge el Barbudo (todos los príncipes sajones llevaban barba, pero Jorge dejaba que los otros fueran conocidos como el Sabio, el Constante y el Magnánimo). Éste acordó que Eck debatiera en Leipzig con Carlstadt, quien, en defensa de Lutero, había ya lanzado a Eck un virulento ataque. Pero Eck no tenía intención de luchar con un segundón. Azuzó abiertamente a Lutero poniendo en tela de juicio sus supuestas afirmaciones de que la Iglesia Romana en los días de Constantino no estaba por encima de las otras, y de que el ocupante de la silla de Pedro no siempre había sido reconocido como sucesor de Pedro y vicario de Cristo; en otras palabras, que el papado era de origen reciente y por lo tanto humano. Lutero replicó:
Cuando digo que la autoridad de los romanos pontífices descansa en decretos humanos no debe entenderse en el sentido de que yo aconseje la desobediencia. Pero no puedo admitir que todas las ovejas de Cristo fueran encomendadas a Pedro. ¿Qué, pues, se le dio a Pablo? Cuando Cristo dijo a Pedro: «Apacienta mis ovejas», ¿quiso decir realmente que ningún otro podría apacentarlas sin el permiso de Pedro? Tampoco puedo estar de acuerdo con que el romano pontífice no puede errar o que sólo él puede interpretar las Escrituras. La decretal papal transforma las palabras de Cristo: «Tú eres Pedro», en «Tú eres el primado». Mediante las decretales se extingue el Evangelio. Apenas puedo contenerme ante la tan impía y perversa blasfemia de esta decretal.
Claramente, el debate era entre Eck y Lutero, pero llevar a un hombre estigmatizado por el papa como el «hijo de iniquidad» a un debate público bajo los auspicios de la ortodoxa universidad de Leipzig era algo atrevido. El obispo de la región interpuso una prohibición; pero el duque Jorge insistió. Más tarde se convertiría en el adversario más implacable de Lutero, pero por el momento realmente deseaba saber si
En cuanto suena la moneda en el cofre Salta el alma del purgatorio.
Recordó al obispo: Desde los tiempos antiguos han sido permitidas las disputas, aun con respecto a la Santísima Trinidad. ¿De qué sirve un soldado si no se le permite pelear, un perro ovejero si no puede ladrar y un teólogo si no puede debatir? Mejor sería entonces gastar el dinero en sostener a viejas que puedan tejer que a teólogos que no pueden discutir.» El duque Jorge había ganado. Se le dio un salvoconducto a Lutero para efectuar el debate en Leipzig. «¡Si parece obra del mismo diablo!», comentaba Tetzel desde su obligado retiro.
Lutero se entregó de lleno a la preparación del debate. Como había afirmado que solamente en las decretales de los últimos cuatrocientos años podían apoyarse las pretensiones de primacía papal, debía dedicarse al estudio de las decretales. A medida que trabajaba sus conclusiones se hacían cada vez más radicales. En febrero escribía a un amigo:
Nuestro Eck está preparando nuevas guerras en contra de mí. Todavía puede llevarme a un serio ataque contra los partidarios de Roma. Hasta ahora sólo he estado jugando.
En marzo, Lutero le confiaba a Spalatin:
Te envío cartas de Eck en las que ya se jacta de ser el triunfador olímpico. Estoy estudiando las decretales papales para mi debate. Te susurro al oído que no sé si el papa es el anticristo o su apóstol, en tal forma corrompe y crucifica a Cristo, es decir, a la verdad, en sus decretales.
La referencia al Anticristo es ominosa. Lutero iba a encontrar más fácil convencer a los hombres de que el papa era el Anticristo, que convencerlos de que «el justo vivirá por la fe». La sospecha que Lutero no se atrevía a expresar todavía abiertamente lo relaciona inconscientemente con los sectarios medievales que habían resucitado y transformado el tema del Anticristo, una figura inventada por los judíos en su cautividad para lograr consuelo en sus calamidades pensando que la venida del Mesías era retardada por las maquinaciones de un Antimesías, cuya furia ha de alcanzar su culminación antes de que llegue el Salvador. De este modo, el cuadro más tenebroso del presente se convertía en el más alentador para el futuro. El libro del Apocalipsis hizo del Antimesías el Anticristo y agregó los detalles de que antes del fin dos testigos deben dar fe y sufrir el martirio. Entonces aparecerá el Arcángel San Miguel y un personaje con ojos de fuego sobre un caballo blanco para arrojar a la bestia al abismo. La forma en que era tratado el tema en la época de Lutero se ve gráficamente en un grabado de la Crónica de Nuremberg. Abajo, a la izquierda, un Anticristo muy plausible seduce a la gente, mientras que a la derecha dos testigos instruyen a la multitud desde un pulpito. La colina del centro es el Monte de los Olivos, de donde Cristo subió al cielo, y desde donde el Anticristo debe ser arrojado al infierno. En la parte superior, Miguel castiga con su espada.
El tema se hizo muy popular en la última parte de la Edad Media entre los Fraticelli y los seguidores de Wycliff y Hus, quienes identificaban al papa con el Anticristo pronto a ser abatido. Lutero estaba inconscientemente en la misma línea que estos sectarios, pero con una diferencia importante: mientras ellos identificaban al Anticristo con determinados papas, debido a la mala vida que llevaban, Lutero sostenía que todos los papas eran Anticristos, aun cuando personalmente fueran ejemplares, porque el Anticristo es colectivo: es una institución, el papado, un sistema que corrompe la verdad de Cristo. Es por esta razón que Lutero se dirige repetidamente a León X en términos de respeto personal apenas una semana después de infamarlo como Anticristo. Pero todo esto estaba todavía por venir. En vísperas del debate de Leipzig Lutero estaba asustado por sus propios pensamientos. Para alguien que había sido tan devoto del Santo Padre como Vicario de Cristo, la sola sugestión de que, después de todo, éste podía ser el gran enemigo de Cristo era algo realmente aterrador. Al mismo tiempo el pensamiento era reconfortante, pues la condenación del Anticristo era segura. Si Lutero caía como los dos testigos, su atacante sería prontamente destruido por la mano de Dios. Ya no era una lucha meramente entre hombres, sino contra los principados y los poderes y el jefe mundial de estas tinieblas en los lugares celestiales.
El debate de Leipzig
El debate tuvo lugar en Leipzig en el mes de julio. Eck llegó antes y se paseó en casulla en la procesión de Corpus Christi. Los de Wittemberg llegaron unos días después: Lutero, Carlstadt, Melanchton y otros doctores con doscientos estudiantes armados con hachas de combate. El consejo de la ciudad dio a Eck una guardia de corps de setenta y seis hombres para protegerlo día y noche de los de Wittemberg y de los bohemios que se creía había entre ellos. Por la mañana y por la tarde marchaba una guardia con estandartes desplegados y al son de tambores y pífanos, y se estacionaba a las puertas del castillo. Se había dispuesto realizar el debate en el aula magna de la universidad; pero era tan grande la concurrencia de abades, condes, caballeros de la Orden del Toisón de Oro, doctos e indoctos, que el duque Jorge puso a su disposición la sala de audiencias del castillo. Las sillas y los bancos fueron decorados con tapices, los de Wittemberg con el emblema de San Martín, y los de Eck con la insignia del matador del dragón, San Jorge.
El día de la iniciación del debate, la asamblea escuchó misa de seis en la iglesia de Santo Tomás. La liturgia fue cantada por un coro de doce voces dirigido por George Rhaw, que más tarde sería el impresor de la música de Lutero en Wittemberg. La asamblea se trasladó al castillo. La sesión fue abierta con un discurso en latín de dos horas por el secretario del duque Jorge acerca de la forma adecuada de llevar una discusión teológica con decoro. «Un gran discurso – comentó el duque Jorge-, aunque me maravilla que los teólogos necesiten tal consejo.» Luego el coro cantó el Veni, Sánete Spiritus, mientras el flautista de la ciudad soplaba vigorosamente. Pero para ese entonces ya era la hora de comer. El duque Jorge tenía un ojo especial para las delicadezas de la mesa. A Eck le envió un ciervo, a Carlstadt un corzo y vino a todos los presentes.
Por la tarde empezaron las escaramuzas preliminares sobre las reglas del torneo. La primera cuestión era si debía haber o no secretarios. Eck dijo que no, porque el tenerlos en cuenta enfriaría el apasionado calor del debate. «La verdad podría brillar mucho mejor a una temperatura más baja», replicó Melanchton. Eck perdió. La siguiente cuestión era si habría o no jueces. Lutero dijo que no. Federico estaba haciendo arreglos para que su caso fuera escuchado por el arzobispo de Trier y no deseaba dar la impresión, en esta coyuntura, de interponer un plan contrario. Pero el duque Jorge insistió. Lutero perdió. Se eligieron las universidades de París y Erfurt. Esto era una inversión del método varias veces propuesto previamente para el tratamiento del caso. Cuando París aceptó, Lutero exigió que se invitara a todos los profesores y no solamente a los teólogos, de quienes había llegado a desconfiar. «Entonces -le espetó Eck-, ¿por qué no referís el caso a los zapateros y sastres?» La tercera cuestión era si se admitirían o no libros en la arena. Eck dijo que no. Acusó a Carlstadt de que en los primeros días se había aferrado a grandes tomos y había leído hasta que la audiencia quedó dormida. Los de Leipzig, en particular, habían tenido que ser despertados para comer. Carlstadt acusó a Eck de querer deslumbrar a la audiencia con un torrente de erudición. Carlstadt perdió. De común acuerdo, las notas del debate no serían publicadas hasta después que los jueces hubieran dado su veredicto. Entonces empezó la discusión propiamente dicha.
Un testigo ocular nos ha dejado una descripción de los disputantes:
Martín es de mediana estatura, emaciado por la preocupación y el estudio, de modo que casi se pueden contar sus huesos a través de la piel. Está en el vigor de la virilidad y tiene una voz clara y penetrante. Es un erudito y tiene las Escrituras en las puntas de los dedos. Domina el griego y el hebreo lo suficiente para juzgar las traducciones. Tiene a su disposición una verdadera selva de palabras e ideas. Es afable y amistoso, de ningún modo testarudo o arrogante. Está a la altura de todas las circunstancias. En sociedad es vivaz, jocoso, siempre animado y alegre por más duramente que le asedien sus adversarios. Pero todos le reprochan el ser un poco demasiado arrogante en sus reproches y más mordaz de lo prudente en un innovador en religión o de lo conveniente en un teólogo. Gran parte de esto puede decirse también de Carlstadt, aunque en menor grado. Es más pequeño que Lutero, con una tez de arenque ahumado. Su voz es ahogada y carente de matices. Es más lento en la memoria y más rápido en la ira. Eck es un hombre rechoncho y pesado, con una llena voz alemana reforzada por un tórax enorme. Hubiera podido ser actor o pregonero, pero su voz es más espesa que clara. Sus ojos y boca, y toda su cara, recuerdan más la de un carnicero que la de un teólogo.
Después que Carlstadt y Eck hubieron disputado una semana sobre la depravación del hombre, Lutero entró a discutir la antigüedad de la primacía papal y romana, juntamente con la cuestión de si era una institución humana o divina. «Pero, ¿qué importa que el papa lo sea por derecho divino o por derecho humano? -preguntó el duque Jorge-. Lo mismo sigue siendo el papa.» «Perfectamente», contestó Lutero, que insistía en que al negar el origen divino del papado no aconsejaba que se le negara obediencia. Pero Eck veía más claramente que Lutero el efecto subversivo de sus aserciones. La pretensión del papa a una obediencia indiscutida descansa en la creencia de que su cargo ha sido instituido por Dios. Lutero reveló cuan ligeramente, después de todo, estimaba el cargo cuando exclamó: «Aun cuando hubiera diez papas o mil papas, no habría cisma. La unidad de la cristiandad podría ser preservada bajo numerosas cabezas, así como las naciones separadas bajo diferentes soberanos viven en concordia.»
-Me maravilla -resopló Eck- que el reverendo Padre olvide la perenne disensión de los ingleses y franceses, el odio inveterado de los franceses por los españoles, y toda la sangre cristiana derramada sobre el reino de Nápoles. En cuanto a mí, confieso una sola fe, un solo Señor Jesucristo y venero al Romano Pontífice como al Vicario de Cristo.
Pero probar que las ideas de Lutero eran subversivas no era probar que fueran falsas. Los disputantes debían entendérselas con la historia. Eck afirmó que la primacía de la sede romana y el obispo de Roma como sucesor de Pedro se remontaba a los primerísimos días de la Iglesia. A modo de prueba presentó cartas atribuidas a un obispo de Roma del siglo I afirmando que: «La Santa Iglesia Apostólica Romana obtuvo la primacía, no de los apóstoles, sino de nuestro Señor y Salvador mismo, y goza de preeminencia de poder sobre todas las iglesias y todo el rebaño del pueblo cristiano», y en otra parte: «La ordenación sacerdotal comenzó en el período del Nuevo Testamento directamente después de Nuestro Señor Jesucristo, cuando se le encomendó a Pedro el pontificado previamente ejercido en la Iglesia por Cristo mismo.» Ambas afirmaciones habían sido incorporadas a la ley canónica.
-Yo impugno estas decretales -exclamó Lutero-. Nadie me persuadirá nunca de que el santo papa y mártir haya dicho eso.
Lutero tenía razón. En la actualidad son universalmente reconocidos por las autoridades católicas como pertenecientes a las falsas decretales isidorianas. Lutero había hecho una excelente labor de crítica histórica, y sin la ayuda de Lorenzo Valla, cuyo trabajo no había visto todavía. Lutero señaló que, en realidad, en los primeros siglos, los obispos de fuera de Roma no eran confirmados por Roma ni estaban sometidos a ella, y los griegos nunca aceptaron la primacía romana. Y por cierto que los santos de la Iglesia Griega no debían ser considerados como condenados por esta causa.
La adhesión a Hus
-Veo -dijo Eck- que seguís los condenados y pestíferos errores de Juan Wycliff, quien dijo: «No es necesario para la salvación creer que la Iglesia Romana está por encima de todas las demás.» Y estáis abrazando los pestilentes errores de Juan Hus, quien pretendía que Pedro no fue ni es la cabeza de la Santa Iglesia Romana.
-Rechazo el cargo de bohemianismo -rugió Lutero-. Nunca he aprobado el cisma de Hus. Aun cuando hubieran tenido el derecho divino de su lado, no debían de haberse alejado de la Iglesia, porque el derecho divino más alto es la unidad y la caridad.
Eck estaba llevando a Lutero a un terreno especialmente traicionero en Leipzig, porque Bohemia estaba cerca y muy vivos en la memoria los husitas bohemios, los seguidores de Juan Hus, quemado por herejía en Constanza, que invadieron y asolaron las tierras sajonas. La asamblea salió para almorzar. Lutero se las arregló en el intervalo para ir a la biblioteca de la universidad y leer las actas del Concilio de Constanza que había condenado a Hus. Para su sorpresa encontró entre los artículos condenados el siguiente: «La única iglesia universal santa es la compañía de los predestinados»; y en otra parte: «La Santa Iglesia Universal es una, así como es uno el número de los elegidos.» En la segunda de estas afirmaciones reconoció una derivación directa de San Agustín. Cuando la asamblea volvió a reunirse a las dos de la tarde, Lutero declaró: «Entre los artículos de Juan Hus encuentro muchos que son claramente cristianos y evangélicos, y que la iglesia universal no puede condenar.» A estas palabras el duque Jorge clavó los codos en sus costillas y murmuró audiblemente: «¡La peste!» Su mente evocaba las hordas husitas asolando las tierras sajonas. Eck había ganado un tanto.
Lutero continuó: «En cuanto al artículo de Hus de que ‘no es necesario para la salvación creer a la Iglesia Romana superior a todas las demás’, no me importa que provenga de Wycliff o de Hus. Sé que innumerables griegos se han salvado aunque nunca escucharan este artículo. No está dentro del poder del romano pontífice o de la Inquisición crear nuevos artículos de fe. Ningún cristiano creyente puede ser obligado más allá de las Sagradas Escrituras. Por ley divina les está prohibido creer nada que no esté establecido por las divinas Escrituras o revelación manifiesta. Uno de los legistas canónicos ha dicho que la opinión de un solo hombre particular tiene más peso que la de un pontífice romano o un concilio eclesiástico si está basada en una autoridad o razón mejor. No puedo creer que el concilio de Constanza condenara estas afirmaciones de Hus. Quizás esta sección de las actas haya sido interpolada.
-Están registradas -afirmó Eck- en la historia de Jerónimo de Croacia y su autenticidad no ha sido nunca impugnada por los husitas.
-Aun así -replicó Lutero-, el concilio no dijo que todos los artículos de Hus fueran heréticos. Dijo que «algunos eran heréticos, algunos erróneos, algunos blasfemos, algunos presuntuosos, algunos sediciosos y algunos ofensivos a oídos piadosos, respectivamente». Debería diferenciarlos y decirnos cuáles son cuáles.
-Cualesquiera que ellos fueran -replicó Eck-, ninguno fue llamado cristianísimo y evangélico; y si los defendéis, entonces vos sois hereje, erróneo, blasfemo, presuntuoso, sedicioso y ofensivo a oídos piadosos, respectivamente.
-Dejadme hablar alemán -pidió Lutero-. Estoy siendo mal comprendido por la gente. Afirmo que un concilio ha errado a veces y puede errar a veces. Tampoco tiene un concilio autoridad para establecer un nuevo artículo de fe. Un concilio no puede hacer un derecho divino de lo que por naturaleza no es un derecho divino. Los concilios se han contradicho entre sí, pues el reciente concilio lateranense ha rechazado la pretensión de los concilios de Constanza y Basilea de que un concilio está por encima del papa. Un simple laico armado con las Escrituras debe ser considerado por encima del papa o un concilio que carezca de ellas. En cuanto a la decretal del papa sobre las indulgencias, digo que ni la Iglesia ni el papa pueden establecer artículos de fe. Éstos deben venir de las Escrituras. En favor de las Escrituras debemos rechazar al papa y los concilios.
-Pero esto -dijo Eck- es el virus bohemio, el dar más peso a la propia interpretación de las Escrituras que a la de los papas y concilios, los doctores y las universidades. Cuando el hermano Lutero dice que este es el verdadero significado del texto, y el papa y los concilios dicen: «No, el hermano no lo ha comprendido correctamente», yo haré caso al concilio y no al hermano. De lo contrario todas las herejías se renovarían. Todas ellas han apelado a las Escrituras y han creído que su interpretación era la correcta, y han pretendido que los papas y los concilios estaban equivocados, como lo hace ahora Lutero. Es rancio ya decir que aquellos reunidos en un concilio, por ser hombres, son susceptibles de errar. Es horrible que el Reverendo Padre, contra el santo concilio de Constanza y el consenso de todos los cristianos, no tema llamar a ciertos artículos de Hus y Wycliff cristianísimos y evangélicos. Os digo, Reverendo Padre, que si rechazáis el Concilio de Constanza, si decís que un concilio legítimamente convocado yerra y ha errado, sois para mí un gentil y un publicano.
Lutero contestó:
-Si no queréis considerarme cristiano, por lo menos escuchad mis razones y atended las autoridades que presento, como lo haríais con un turco y un infiel.
Eck accedió. Pasaron a discutir el purgatorio. Eck citó el famoso pasaje del Libro II de los Macabeos 12:45: «Es, pues, un pensamiento santo y saludable el rogar por los difuntos a fin de que sean libres de sus pecados.» Lutero objetó que el Libro II de los Macabeos pertenece a los apócrifos y no al Antiguo Testamento canónico, y carece por lo tanto de autoridad. Era la tercera vez durante el debate que había impugnado la relevancia de los puntales documéntanos de las pretensiones papales. Primero había negado la autenticidad de las decretales papales del siglo I, y había tenido razón. Luego puso en duda las actas del concilio de Constanza, y había estado equivocado. Esta vez rechazaba la autoridad de los libros apócrifos del Viejo Testamento, lo que, por supuesto, es un asunto de juicio.
Luego se ocuparon de las indulgencias, y apenas si hubo debate al respecto. Eck declaró que si Lutero no hubiera atacado la primacía papal, las diferencias hubieran podido ser fácilmente zanjadas. Sobre el tema del sacramento de la penitencia, sin embargo, Eck presionó a Lutero con la pregunta: «¿Sois vos el único que sabe algo? Salvo vos, ¿está toda la iglesia en error?»
-Respondo -contestó Lutero- que una vez Dios habló por la boca de un asno. Os diré claramente lo que pienso. Soy un teólogo cristiano, y estoy obligado no sólo a afirmar sino también a defender la verdad con mi sangre y mi muerte. Quiero creer libremente y no ser esclavo de la autoridad de nadie, ya sea un concilio, una universidad o el papa. Confesaré confiadamente lo que me parezca verdadero, haya sido afirmado por un católico o un hereje, haya sido aprobado o reprobado por un concilio.
El debate duró dieciocho días y «habría podido seguir eternamente -dijo un contemporáneo- si no hubiera intervenido el duque Jorge», quien había aprendido mucho acerca de lo que sucede cuando la moneda cae en el cofre, y necesitaba la sala de audiencias para recibir al Margrave de Brandemburgo, que volvía a su casa después de la elección imperial. Ambas partes continuaron la controversia con una guerra de panfletos. El acuerdo de esperar el juicio de las universidades antes de publicar las notas no fue observado, porque Erfurt nunca dio un informe y París no lo hizo hasta dos años después.
Antes de dejar el debate, vale la pena registrar un incidente de menor importancia que es muy revelador de la grosería e insensibilidad de toda esa generación. El duque Jorge tenía un bufón tuerto. Se produjo un intervalo cómico en la disputa cuando Lutero y Eck discutieron si se le debía permitir tener una esposa a este bufón, Lutero en pro y Eck en contra. Eck fue tan oprobioso, que el bufón se ofendió, y toda vez que después del incidente Eck entraba en la sala el bufón hacía muecas. Eck se vengaba imitando el ojo tuerto, a lo cual el bufón contestaba con un torrente de amargas blasfemias. La audiencia rugía de entusiasmo.
Después del debate Eck encontró un nuevo leño para la pira de Lutero. «En todo caso – alardeó- a mí nadie me ensalza como el Hus sajón.» Habían sido interceptadas dos cartas a Lutero, de Juan Paduska y de Wenzel Rozdalowski, husitas de Praga, en las que decían: «Lo que Hus fue una vez en Bohemia, sois vos, Martín, en Sajonia. Manteneos firme.» Cuando estas cartas llegaron a Lutero, estaban acompañadas de una copia de la obra de Hus De la Iglesia. «Ahora concuerdo con más artículos de Hus que en Leipzig», dijo Lutero. Hacia febrero de 1520 estaba listo para decir: «Somos todos husitas sin saberlo.» Por ese entonces Eck estaba en Roma informando al papa que el hijo de iniquidad era también el Hus sajón.