Capítulo VII
EL HÉRCULES GERMANO
En los primeros años de la Reforma apareció una caricatura retratando a Lutero como «el Hércules germano». El papa cuelga ridículamente de su nariz. Su mano abate al inquisidor Hochstraten y a su alrededor están-desparramados los teólogos escolásticos. El título revela que Lutero se ha convertido en una figura nacional. Tal importancia sólo la adquirió después del debate de Leipzig. Es asombrosa la forma en que el debate contribuyó por sí solo a aumentar así su fama. Muy poco había dicho en Leipzig que no hubiera dicho antes, y su adhesión parcial a Hus hubiera podido traerle más oprobio que aprobación. Quizás el hecho mismo de que se hubiera permitido a un hereje insurgente debatir con los teólogos fue lo que atrajo la atención pública.
Sin embargo, la difusión de los escritos de Lutero debe de haber sido un factor más importante. Juan Froben, el intrépido impresor de Basilea, había reunido y publicado en una sola edición las Noventa y cinco tesis, las Resoluciones, la Respuesta a Prierias, el sermón Sobre la penitencia y el sermón Sobre la Eucaristía. En febrero de 1519 podía informar a Lutero que quedaban solamente diez ejemplares, y que ninguna cosa salida de su imprenta se había agotado tan rápidamente. Los ejemplares habían ido no solamente a Alemania sino también a otras tierras, haciendo de Lutero una figura no sólo nacional sino también internacional. Seiscientos habían sido enviados a Francia y España, otros a Brabante e Inglaterra. Zuinglio, el reformador de Suiza, había pedido varios cientos para que un agente viajero a caballo pudiera hacerlos circular entre el pueblo. Hasta de Roma le llegó a Lutero una carta escrita por un antiguo compañero de estudios, informándole que discípulos de su doctrina, con peligro de sus propias vidas, estaban difundiendo sus escritos bajo la sombra del Vaticano. Merecía una estatua como padre de su país.
Tal victoria convirtió rápidamente a Lutero en cabeza de un movimiento que ha llegado a ser conocido como la Reforma, el cual, a medida que fue tomando forma, se vio obligado a entrar en relación con los otros dos grandes movimientos de la época, el Renacimiento y el nacionalismo.
El Renacimiento era un fenómeno multifásico en el cual ocupaba un lugar central el ideal llamado comúnmente humanismo. Era básicamente una actitud ante la vida, la concepción de que el verdadero interés de la humanidad es el hombre, quien debía hacer caber dentro de su esfera todas las regiones de la tierra, dentro de su inteligencia todo el dominio del conocimiento y dentro de su dominio racional toda disciplina de la vida. La guerra debía ser reducida a la estrategia, la política a la diplomacia, el arte a la perspectiva y los negocios a la teneduría de libros. El individuo debía tratar de abarcar dentro de su puño todas las hazañas y todas las habilidades de que el ser humano es capaz. El uomo universale, el hombre universal, debía ser cortesano, político, explorador, artista, hombre de ciencia, financista y muy posiblemente también teólogo. La literatura y las lenguas de la antigüedad clásica eran estudiadas con avidez como parte de la búsqueda del conocimiento universal y porque la actitud helénica ante la vida había sido similar.
Este programa no implicaba una ruptura manifiesta con la Iglesia, puesto que los papas secularizados del Renacimiento se convirtieron en sus patrocinadores, y porque ya San Agustín había realizado una síntesis entre lo clásico y lo cristiano. Al mismo tiempo, el movimiento llevaba implícita una amenaza para el cristianismo porque estaba centrado en el hombre, porque la búsqueda de la verdad en cualquier sector podría llevar a la relatividad, y porque las filosofías de la antigüedad no tenían lugar para las doctrinas distintivas del cristianismo: la encarnación y la cruz.
Sin embargo, un solo choque abierto se produjo entre los humanistas y la Iglesia. La discusión fue sobre la libertad de la erudición y el escenario fue Alemania. Allí, un judío converso fanático, de nombre Pfefferkorn, quiso que fueran destruidos todos los libros hebreos. Fue resistido por el gran hebraísta alemán Reuchlin, tío abuelo de Melanchton. Los oscurantistas lograron la ayuda del inquisidor Jacobo von Hochstraten, que en la caricatura está en manos de Lutero, y de Silvestre Prierias como fiscal. El resultado final fue un compromiso. Se permitió a Reuchlin continuar con su enseñanza, aunque cargando con las costas del proceso. Esencialmente había salido ganador.
En varios puntos podían formar una alianza el humanismo y la Reforma. Ambos exigían el derecho de libre investigación. Los humanistas incluían a la Biblia y la lengua bíblica en su programa de resurrección de la antigüedad, y la batalla de Lutero por la correcta interpretación de Pablo les pareció a ellos y a Lutero mismo una continuación del proceso de Reuchlin. Los adversarios eran los mismos: Hochstraten y Prierias, y el objetivo el mismo: la investigación sin trabas. El humanista de Nuremberg, Willibald Pirkheimer, satirizó a Eck presentándolo como incapaz de conseguir un doctor en las ciudades humanistas de Augsburgo y Nuremberg y debiendo volverse, necesariamente, a Leipzig, el escenario de su reciente «triunfo» sobre Lutero. El mensaje era enviado por intermedio de una bruja quien, para hacer volar su cabra por los aires, pronunciaba las palabras mágicas Tarísboh Nerokreffefp, que al revés dan los nombres de los principales protagonistas del caso Reuchlin: Pfefferkorn y Hochstraten.
La exhibición del carácter espurio de algunos documentos papales, hecha por Lutero, tenía para los humanistas, tanto como para él, el mismo valor que la demostración de la falsedad de la Donación de Constantino, hecha por Lorenzo Valla. Por diferentes razones, tanto los humanistas como la Reforma atacaban las indulgencias. Lo que ésta llamaba blasfemia era ridiculizado por los otros como necia superstición.
La afinidad más profunda se manifestaba en el punto en que el hombre del Renacimiento no se sentía seguro, cuando empezaba a preguntarse si su valor no podía ser frustrado por la diosa Fortuna o si su destino no había sido ya determinado por las estrellas. Era el problema de Lutero del Dios caprichoso y el Dios adverso al hombre. El hombre del Renacimiento, al enfrentarse con este enigma, y como no tenía una profunda religiosidad propia, estaba generalmente dispuesto a encontrar menos solaz en las desconcertantes irracionalidades de Lutero que en la venerable autoridad de la Iglesia.
Pero las reacciones fueron diversas. Muchos primitivos admiradores de Lutero, como Pirkheimer, retrocedieron e hicieron las paces con Roma. Tres ejemplos ilustran bien los diversos caminos tomados por otros: Erasmo pasó de un apoyo con reservas a Lutero a una quejosa oposición; Melanchton se convirtió en su más devoto y desconcertante colega; Durero podría haberse convertido en el artista de la Reforma si no hubiera sobrevenido su muerte no mucho después de su crisis espiritual.
Los humanistas: Erasmo
Erasmo estaba más cerca de Lutero que muchas otras figuras del Renacimiento porque era tan cristiano como él. La mayor parte de sus obras literarias están dedicadas, no a los clásicos, sino al Nuevo Testamento y los Padres de la Iglesia. Su ideal, como el de Lutero, era revivir la conciencia cristiana de Europa a través de la difusión de los escritos sagrados, y con este fin Erasmo fue el primero que hizo accesible para la imprenta el Nuevo Testamento en el original griego. De la imprenta de Froben salió en 1516 un hermoso volumen, con reminiscencias de los manuscritos griegos, y con el texto acompañado de una traducción literal y aclarado con notas, El volumen llegó a Wittemberg cuando Lutero estaba dando clases sobre el Capítulo IX de la Epístola a los Romanos, y desde ese momento se convirtió en su herramienta de trabajo. La traducción que lo acompañaba le permitió apreciar la inexactitud de la traducción de la Vulgata de «hacer penitencia» en vez de «arrepentirse». Durante toda su vida Erasmo continuó mejorando los instrumentos de la ciencia bíblica. Lutero apreciaba sus esfuerzos, y en sus clases sobre la Epístola a los Calatas, en 1519, declaró que hubiera sido más feliz si hubiese esperado un comentario de la pluma de Erasmo. La primera carta de Lutero a Erasmo era aduladora. El príncipe de los humanistas era llamado: «Nuestro deleite y esperanza. ¿Quién no ha aprendido de él?» En los años 1517-1519 Lutero era tan consciente de su afinidad con los humanistas, que adoptó su manía de helenizar los nombres vernáculos. Se llamaba a sí mismo Eleutherius, «el hombre libre».
La verdad es que Lutero y Erasmo tenían mucho en común. Ambos insistían en que la Iglesia de su época había caído en el legalismo judío tan castigado por el apóstol Pablo. Se ha hecho que el cristianismo no consista en amar al prójimo, decía Erasmo, sino en abstenerse de mantequilla y queso durante la Cuaresma. ¿Qué son las peregrinaciones, preguntaba, sino hazañas externas, a menudo a expensas de la responsabilidad familiar? ¿De qué sirven las indulgencias a aquellos que no enmiendan sus caminos? Las costosas ofrendas piadosas que cubren la tumba de Santo Tomás en Canterbury podían haber sido dedicadas mejor a la caridad, tan querida al santo. Los que nunca en su vida tratan de imitar a San Francisco desean morir con su hábito. Erasmo se mofaba de aquellos que para apartar a los demonios confiaban en una vestidura, incapaces de matar un piojo.
Ambos hombres tuvieron una disputa con el papa, Lutero a causa de que el pontífice ponía en peligro la salvación de las almas, Erasmo porque fomentaba las ceremonias externas y a veces estorbaba la libre investigación. Erasmo salió a su encuentro interpolando en las nuevas ediciones de sus obras pasajes que no podían dejar de ser interpretados como instigando a Lutero. Las Anotaciones sobre el Nuevo Testamento en la edición de 1519 introducían este pasaje:
¡Por cuántas reglamentaciones humanas se ve impedido el sacramento de la penitencia y la confesión! El rayo de la excomunión está siempre listo. Se ha abusado en tal forma de la autoridad sagrada del romano pontífice con absoluciones, dispensas y cosas semejantes, que los piadosos no pueden verlo sin suspirar. Aristóteles está tan de moda que apenas si hay tiempo en las iglesias para interpretar el Evangelio.
Nuevamente, en la edición de 1520 de la Ratio Theologicae, insertó esta interpolación:
Hay personas que, no contentas con la observancia de la confesión como rito de la Iglesia, superponen el dogma de que fue instituido no meramente por los apóstoles sino por Cristo mismo, ni sufrirán que un sacramento sea agregado o disminuido del número de siete, aunque estén perfectamente dispuestos a entregar a un solo hombre el poder de abolir el purgatorio. Algunos afirman que el cuerpo universal de la Iglesia ha sido entregado a un sólo pontífice romano, que no puede errar en cuestiones de fe y de moral, atribuyendo así al papa más de lo que él mismo pretende, aunque no vacilan en impugnar su juicio si se mezcla con sus bolsas o sus planes. ¿No es esto abrir la puerta a la tiranía en caso de que ese poder sea aprovechado por un hombre impío y vil? Lo mismo puede decirse de los votos, diezmos, restituciones, perdones y confesiones con que son embaucados los simples y los supersticiosos.
Durante los años que siguieron al ataque de las indulgencias y antes del asalto a los sacramentos, Erasmo y Lutero aparecían ante sus contemporáneos predicando un evangelio tan semejante, que la primera apología de Lutero aparecida en lengua alemana y compuesta en 1519 por el secretario humanista de Nuremberg, Lázaro Spengler, lo ensalzaba como el emancipador de los rosarios, salterios, peregrinaciones, agua bendita, confesión, leyes de comidas y ayunos, mal uso de la excomunión y la pompa de las indulgencias. Erasmo podría haber dicho todas estas palabras.
Pero había diferencias, y la más fundamental de todas, la de que Erasmo era, después de todo, un hombre del Renacimiento, deseoso de llevar a la religión misma dentro de los límites de la comprensión humana. Trató de hacerlo, no como los escolásticos, elevando un imponente edificio de teología racionalmente integrada, sino más bien relegando al día del juicio final la discusión de puntos difíciles y estableciendo la enseñanza cristiana en términos lo suficientemente simples como para ser comprendidos por los aztecas, para quienes fueron traducidos sus opúsculos devocionales. Su santo patrono era siempre el buen ladrón, porque se había salvado con tan poca teología.
Había otra razón por la cual Erasmo no se decidía a prestar a Lutero un apoyo sin reservas. Erasmo sentía nostalgias de las desvanecientes unidades de Europa. Su sueño era que el humanismo cristiano sirviera de paragolpe al nacionalismo. Al dedicar su comentario a los cuatro Evangelios a cuatro soberanos de los nuevos estados nacionales -Enrique de Inglaterra, Francisco de Francia, Carlos de España y Fernando de Austria- expresaba sus esperanzas de que así como sus nombres estaban unidos con los evangelistas, así pudieran sus corazones fundirse con el Evangelio. Le aterraba la amenaza de división y guerra implícita en la Reforma.
Lo más decisivo de todo era su propia necesidad interna. Esa simple filosofía de Cristo de que él tanto alardeaba no mitigaba las últimas dudas, y el programa mismo de erudición en que él confiaba para redimir al mundo no era inmune a las burlas reflexivas. ¿Por qué andar demacrado, débil, con los ojos irritados y prematuramente envejecido por escribir libros, si quizá la sabiduría está en los niños? El que podía dudar en tal forma de la utilidad de los trabajos de su vida necesitaba un ancla: si ésta no era Lutero entonces sería Roma.
Un hombre como éste no podía prestar a Lutero una adhesión absoluta sin violar con ello su propia integridad. Erasmo eligió su camino con circunspección y se mantuvo en él con más tenacidad y valor de lo que comúnmente se le atribuye. Defendería al hombre más que a las opiniones. Si se adhería a una idea, sería como idea simplemente y no como idea de Lutero. Defendería el derecho del hombre a hablar y ser oído. Erasmo pretendía no saber siquiera lo que Lutero estaba diciendo. No había tenido tiempo, afirmaba, para leer los libros de Lutero, salvo, quizá, algunas pocas líneas de las obras latinas y nada de las alemanas, debido a ignorancia de la lengua, aunque existen dos cartas de Erasmo a Federico el Sabio en alemán. Y después de tales negativas, una y otra vez se traiciona mostrando estar familiarizado aun con las obras en alemán. Pero su posición era sólida. Se limitaba a la defensa de cuestiones de libertad civil y religiosa. Lutero era un hombre de vida irreprochable. Estaba dispuesto a someterse a la corrección. Había pedido jueces imparciales. Se le debía acordar una audiencia, y una verdadera audiencia, para de- terminar si sus interpretaciones de las Escrituras eran sanas. Era una batalla por la libertad de investigación. Aun cuando Lutero estuviera equivocado, debía corregírsele fraternalmente y no fulminarlo con los rayos de Roma. Erasmo era por convicción un hombre neutral en una época que no toleraba la neutralidad.
Melanchton y Durero
Otros humanistas se pusieron de parte de Lutero sin reservas, y entre ellos estaba Melanchton, quien como erudito humanista estaba convencido de que Lutero interpretaba correctamente al apóstol Pablo. Melanchton, por lo tanto, se convirtió en el colega y el aliado. Sin embargo, continuó ocupando una posición al mismo tiempo tan intermedia y tan ambigua como para que hasta ahora se discuta si fue el defensor o el pervertidor del Evangelio de Lutero. El hecho de que Melanchton conservara hasta el fin la amistad inquebrantable de Erasmo no sería en sí mismo particularmente significativo si no fuera porque siempre estaba listo para dar a las enseñanzas de Lutero un matiz extraño. Después de la muerte de Lutero, Melanchton tradujo la Confesión efe Augsburgo al griego, para el patriarca de Constantinopla, y al hacerlo en realidad trasmutó la enseñanza de Lutero de la justificación por la fe en el concepto griego de la deificación del hombre a través de la unión sacramental con el Cristo incorruptible. El humanismo era un aliado dudoso.
Uno se pregunta si Lutero no fue mejor comprendido por ese humanista alemán que en sus primeros años fuera la figura típica del Renacimiento. El artista Alberto Durero fue un hermoso ejemplo del uomo universale, experimentando con todas las técnicas y tratando de abarcar todos los misterios en esotéricos simbolismos; dado a veces a un toque de ligereza, como en la «Madonna del papagayo»; sujeto también a una profunda inquietud sobre la futilidad de toda empresa humana. Esos exuberantes jinetes del Renacimiento tiraban de las riendas ante el abismo del destino. Esta angustiosa situación se ve en forma emocionante en la Melancolía de Durero. En ella una mujer alada de elevada inteligencia está sentada en aletargado ocio en medio de todos los instrumentos y símbolos de las más elevadas habilidades humanas. Abandonados alrededor de ella yacen el compás del dibujante, la balanza del químico, el cepillo del carpintero, el tintero del escritor; abandonadas en su cinturón las llaves del poder, la bolsa de la riqueza; abandonadas a su lado las escaleras del constructor. La esfera perfecta y el biselado romboide no inspiran una nueva hazaña. Por sobre su cabeza caen las arenas en el reloj, y el calendario recuerda que los días del hombre son como la lanzadera del telar. La campana, por encima de él, está lista para tañer. Sin embargo, se deja estar en oscura melancolía porque los caminos del destino luchan en la esfera celestial. En el cielo reluce el arco iris, signo del pacto jurado por Dios a Noé de que nunca volvería a anegar la tierra; pero dentro del arco iris destella un cometa, presagio de inminente desastre. Al lado de la Melancolía, encaramado sobre una piedra de molino, está sentado un querube garabateando, el único activo en el cuadro, porque es inconsciente de las fuerzas en juego. Se plantea nuevamente el problema de Erasmo, de si la sabiduría no reside en la simplicidad de la niñez y si el hombre no debe dejar de lado sus habilidades hasta que los dioses hayan decidido los caminos del día.
¡Qué paralelo tenemos aquí, aunque en términos completamente diferentes, de la agonizante búsqueda de Lutero del significado último de la vida! Su lenguaje era diferente, sus símbolos eran diferentes; pero el Renacimiento podía abarcar una gran variedad de símbolos. Cuando Durero oyó que el hombre se salva por la fe, comprendió que el cometa había sido arrastrado dentro del arco iris y deseó, con la ayuda de Dios, ver a Martín Lutero y grabar su retrato «como duradero recuerdo del hombre cristiano que me ha ayudado a salir de una gran ansiedad». Desde ese momento el arte de Durero abandonó lo secular por lo evangélico. Del «centelleante esplendor» pasó a una «repulsiva y sin embargo apasionante austeridad»
Los nacionalistas: Hutten y Sickingen
El segundo gran movimiento que se relacionó con la Reforma fue el nacionalismo alemán. El movimiento se inició realmente en la época de Lutero porque Alemania, en comparación con España, Francia e Inglaterra, estaba retrasada en su unificación nacional. No había un gobierno central. El Santo Imperio Romano no se aproximaba tampoco a un estado nacional alemán porque, a la vez que demasiado grande, ya que cualquier príncipe europeo podía ser elegido al cargo más alto, era demasiado pequeño, porque en realidad la dinastía de los Habsburgo era la que dominaba. Alemania estaba dividida en jurisdicciones pequeñas y superpuestas de príncipes y obispos. Las ciudades libres centelleaban en el lóbrego camino de intrincadas alianzas. Los caballeros eran una clase ingobernable que trataba de detener el desvanecimiento de su poder, y los campesinos también eran ingobernables porque estaban deseosos de obtener un papel político compatible Con su importancia económica. Ningún gobierno ni clase alguna eran capaces de fundir a Alemania en un solo bloque. Desmembrada y atrasada, era ridiculizada por los italianos y tratada por el papado como una vaca lechera privada. El resentimiento contra Roma era más intenso que en los países en que los gobiernos nacionales habían hecho frente a la explotación papal.
Los representantes del nacionalismo alemán que por varios años afectaron en cierta medida la carrera de Lutero fueron Ulrich von Hutten y Franz von Sickingen. Hutten era al mismo tiempo un caballero y un humanista, amante de exhibirse en las armas y los laureles. También ilustra las diversidades del humanismo, que podía ser internacional en Erasmo y nacional en él. Hutten hizo mucho por crear el concepto de nacionalismo alemán y construir un cuadro del alemán ideal, que debía repeler a los enemigos de la patria y levantar una cultura capaz de competir con la italiana.
El primer enemigo que debía ser rechazado era la Iglesia, responsable tan a menudo de la división y mutilación de Alemania. Hutten tomó la pluma del humanista para infamar a la curia con las más violentas invectivas. En un opúsculo llamado La trinidad romana, catalogó en un crescendo de tríos todos los pecados de Roma: «Tres cosas se venden en Roma: Cristo, el sacerdocio y las mujeres. Tres cosas son odiosas a Roma: un concilio general, la reforma de la Iglesia y la apertura de los ojos alemanes. Tres calamidades pido para Roma: peste, hambre y guerra. Que esta sea mi trinidad.»
El hombre que escribió esto, al principio no aplaudió a Lutero. En las primeras etapas de la escaramuza con Eck, Hutten miró la controversia como una disputa de monjes, regocijándose de que se devorar ran uno a otro, pero después del debate de Leipzig se dio cuenta de que las palabras de Lutero le venían muy bien. Lutero también sentía el despojo de que era objeto Alemania, la chicanería y la arrogancia de Italia. Prefería que la basílica de San Pedro se redujera a cenizas antes de que Alemania fuera despojada. El cuadro del alemán romántico de Hutten, podía enriquecerse con el concepto de Lutero de una profundidad mística del alma alemana superior a la de otros pueblos. En 1516 Lutero había descubierto un manuscrito anónimo proveniente de los Amigos de Dios y lo había publicado bajo el título de Una teología alemana, declarando en el prefacio que había aprendido de ella más que de cualquier otro escrito, salvo la Biblia y las obras de San Agustín. Estas palabras no implicaban un nacionalismo estrecho, puesto que San Agustín era un latino, pero por cierto que con ellas Lutero significaba que los alemanes debían ser colocados por encima de aquellos que los despreciaban. La similitud entre Hutten y Lutero se hizo aun más marcada cuando Hutten se volvió evangélico y cambió el idioma de Atenas por el de Galilea.
El problema práctico para Hutten era cómo poner en marcha su programa para la emancipación de Alemania. Primero esperaba que el emperador Maximiliano doblegara a la Iglesia y consolidara la nación, pero Maximiliano murió. Luego Hutten tuvo la esperanza de que Alberto de Maguncia, como primado de Alemania, pudiera ser inducido a encabezar una Iglesia genuinamente nacional, pero Alberto le debía demasiado a Roma.
Una sola clase respondía a las instancias de Hutten, y era la suya propia, la de los caballeros. Entre ellos, la figura más notable era la de Franz von Sickingen, quien hiciera tanto por que se llevara a cabo la elección imperial al concentrar sus tropas alrededor de Erfurt. Sickingen trataba de evitar la extinción de su clase dando a Alemania un sistema de justicia a la manera de Robín Hood. Se proclamó el vengador de los oprimidos, y como sus tropas no tenían tierras, siempre estaba buscando más oprimidos para reivindicar. Hutten vio una oportunidad para alistarlo en la defensa tanto de Alemania como de Lutero. Durante el invierno sin guerras Hutten se estableció en el castillo de Sickingen llamado el Ebernburg, y allí el poeta laureado de Alemania le leyó al iletrado hombre de armas las obras alemanas del profeta de Wittemberg. Sickingen rubricó su asentimiento, con golpes de pie y puño, al resolverse a ser el campeón de los pobres y sufrientes por el Evangelio. Panfletos populares empezaron a presentarlo como el defensor de los campesinos y de Martín Lutero. En uno de estos manifiestos aparece un campesino que, habiendo pagado la mitad de su multa a la Iglesia, no puede entregar el resto. Sickingen le dice que no debió haber pagado la primera mitad, y cita las palabras de Cristo a los discípulos en que les dice que no tomen bolsa ni alforja. El campesino pregunta dónde se encuentran esas palabras, y Sickingen responde: «En Mateo 10, y también en Marcos 6 y Lucas 9 y 10. «
-Señor caballero -exclama el atónito campesino-, ¿cómo aprendisteis tanto de las Escrituras?
Sickingen responde que lo aprendió de los libros de Lutero que le leyera Hutten en Ebernburg.
La descripción de Sickingen como defensor de los oprimidos no era del todo fantástica. Se había dejado alistar por Hutten en una pequeña cruzada a favor del Humanismo y la Reforma, mediante la cual Reuchlin fue aliviado de su multa, y perseguidos por el Evangelio eran protegidos en el Ebernburg. Entre ellos se hallaba el joven dominico Martin Bucero, que había estado tan entusiasmado con Lutero en la conferencia de Heidelberg y que ahora, habiendo abandonado su propio hábito, volaba hacia el caballero de la selva frondosa. Se le hizo saber a Lutero que él también sería bienvenido. No sabemos lo que contestó, pero podemos inferir su respuesta de una similar dada a una propuesta de un caballero que le informó que, en caso de que el elector fallara, se podrían reunir cien caballeros para protegerlo, puesto que no había sido refutado por jueces irreprochables. Ante tales ofertas Lutero no quiso comprometerse: «No las desprecio -confió a Spalatin-, pero no haré uso de ellas a menos que Cristo, mi protector, así lo desee. Quizá él mismo haya inspirado al caballero.»
Pero Lutero estaba dispuesto a usar las cartas que había recibido con fines diplomáticos, y dio instrucciones a Spalatin para que, si no era impropio, las mostrara al cardenal Riario. Que la curia supiera que si por sus fulminaciones era echado de Sajonia, no iría a Bohemia, sino que encontraría un asilo en Alemania misma, en donde podría ser más molesto que cuando estaba bajo la vigilancia del príncipe y enteramente entregado a la enseñanza. El tono de la carta era truculento. «Para mí el dado está echado -decía-. Desprecio por igual la furia y el favor de Roma. No me reconciliaré ni me comunicaré con ellos. Ellos condenan y queman mis libros. A menos que pueda conseguir un poco de fuego, yo quemaré públicamente toda la ley canónica.»
En agosto de 1520, Lutero insinuó que como había sido liberado por esos caballeros del temor a los hombres, atacaría al papado como al Anticristo. Pero ya lo había hecho, y aunque la seguridad de una protección sin duda lo alentó y le dio más audacia, la fuente de su valor no debe buscarse en una sensación de inmunidad. Uno de sus amigos temía que Lutero retrocediera ante el inminente peligro. Él le respondió:
Me preguntáis cómo me va. No lo sé. Satanás nunca estuvo tan furioso contra mí. Lo que puedo decir es que nunca he buscado bienes, honores ni gloria, y no me aplasta la hostilidad de las masas. En realidad, cuanto más se enfurecen, tanto más lleno del espíritu me siento. Pero, y esto puede sorprenderos, apenas si puedo resistir la menor ola de desesperación interior, y es por eso que el menor temblor de esta clase excluye a los más grandes de otra especie. No debéis temer que abandone las banderas.
El revolucionario más intrépido es el que teme a algo más grande que cualquier cosa que sus contrarios puedan hacerle. Lutero, que había temblado tanto frente a Dios, no tenía miedo frente al hombre.
Cuando la cuestión se planteó más claramente, se evidenció que no desataría violencias ni a favor de sí ni del Evangelio. En enero de 1521 le escribía a Spalatin:
Ves lo que pide Hutten. No estoy dispuesto a luchar por el evangelio con derramamiento de sangre. Ya le he escrito en este sentido. El mundo es conquistado por la Palabra y por ella la Iglesia es salvada y restaurada. Pero también el Anticristo, así como empezó sin que intervenga la mano del hombre, así sin la mano del hombre caerá por obra de la Palabra.