Biografía de Lutero - por Roland Bainton

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Capítulo VIII

EL JABALÍ EN LA VIÑA

No porque confiara en última instancia en los brazos del Señor extendidos desde el cielo, descuidaría por ello Lutero lo que pudiera hacerse en la tierra. La demora de un año y medio en su juicio le dio oportunidad de elaborar sus puntos de vista y exponer sus conclusiones. Su teología, como hemos visto, ya estaba madura antes de la ruptura con Roma en cuanto a la naturaleza esencial de Dios y Cristo y en cuanto al camino de la salvación. En estos puntos Lutero había sido llevado a ver que en ciertos aspectos estaba en desacuerdo con la Iglesia. Pero hasta entonces no había reflexionado sobre las implicaciones prácticas de su teología para la teoría de la Iglesia, sus ritos, su composición y su relación con la sociedad. Tampoco se había planteado los problemas de la conducta moral. El intervalo durante el cual no fue molestado, desde la conferencia con Cayetano en octubre de 1519 hasta la llegada de la bula papal en octubre de 1520 le dio esta oportunidad. Lutero aprovechó febrilmente el respiro, sin saber, por supuesto, cuánto duraría. Durante el verano de 1520 entregó al impresor un paquete de opúsculos que todavía son mencionados como sus principales obras: El sermón sobre las buenas obras, en mayo; El papado en Roma, en junio, y El discurso a la nobleza alemana, en agosto; La cautividad babilónica, en setiembre, y La libertad del cristiano, en noviembre. Los tres últimos están más inmediatamente ligados a la controversia y sólo de ellos nos ocuparemos por el momento.

El más radical de ellos a los ojos de sus contemporáneos era el dedicado a los sacramentos, titulado La cautividad babilónica que se refería a la esclavización de los sacramentos por la Iglesia. Este ataque a la enseñanza católica era más devastador que todo lo anterior, y cuando Erasmo leyó el opúsculo exclamó: «La escisión es irreparable.» La razón de esto reside en que las pretensiones de la Iglesia Católica Romana descansan en forma absoluta en los sacramentos como únicos caminos de gracia y sobre las prerrogativas del clero, por quien los sacramentos son administrados en forma exclusiva. Si se socava el sacramentalismo, entonces el sacerdocio está condenado a caer. Lutero de un golpe redujo el número de sacramentos de siete a dos: la confirmación, el matrimonio, el orden sacerdotal, la penitencia y la extremaunción fueron eliminados. Sólo quedaban la comunión y el bautismo. El principio que dictaba esta reducción era el de que un sacramento, para ser tal, tiene que haber sido instituido directamente por Cristo y ser claramente cristiano.

La eliminación de la confirmación y la extremaunción no era de tan tremenda importancia, salvo en el sentido de que disminuía el dominio de la Iglesia sobre la juventud y la muerte. La de la penitencia era más seria porque ésta es el rito del perdón de los pecados. En este caso Lutero no la abolió por completo. De los tres componentes de la penitencia reconocía, por supuesto, la necesidad de la contrición y consideraba a la confesión como útil, siempre que no se la convirtiera en institución. El punto drástico era con respecto a la absolución, la cual es, decía, solamente una declaración hecha por el hombre de lo que Dios ha decretado en el cielo y no una ratificación por Dios de lo que el hombre ha resuelto en la tierra.

El repudio de la ordenación sacerdotal como sacramento demolía la casta clerical y proporcionaba una sólida base para el sacerdocio de todos los creyentes, puesto que según Lutero la ordenación es un simple rito de la Iglesia por la cual un ministro es destinado para desempeñar un oficio particular. Ella no confiere un carácter indeleble, ni exime de la jurisdicción de los tribunales civiles, ni da poder para celebrar los otros sacramentos.

En este punto, lo que el sacerdote hace puede hacerlo cualquier cristiano, si es encargado de ello por la congregación, porque todos los cristianos son sacerdotes. La erección de la ordenación en sacramento

.. .ha engendrado una irreconciliable discordia, y el clero y los laicos han quedado más separados que el cielo y la tierra, para increíble injuria de la gracia bautismal y la confusión de la comunidad evangélica. Este es el origen de esta detestable tiranía sobre los laicos ejercida por los clérigos que, confiando en la unción externa de las manos, la tonsura y los hábitos, no sólo se exaltan a sí mismos por encima de los cristianos laicos, ungidos por el Espíritu Santo, sino que los miran como a perros, indignos de ser considerados miembros de la Iglesia… Aquí la hermandad cristiana desaparece y los pastores se convierten en lobos. Todos los que hemos sido bautizados somos en cierto modo sacerdotes, pero aquellos que llamamos sacerdotes son ministros, elegidos entre nosotros para que hagan todas las cosas en nuestro nombre y su sacerdocio no es otra cosa que un ministerio. El sacramento de la ordenación sacerdotal, por lo tanto, no puede ser otra cosa que determinado rito para elegir un predicador en la iglesia.

Pero el rechazo por Lutero de los cinco sacramentos aun hubiera podido ser tolerado si no hubiera sido por la transformación radical que realizó en los dos que conservó. De su concepto del bautismo habría de inferir el repudio del monasticismo sobre la base de que no es un segundo bautismo y que no debía hacerse ningún otro voto fuera del voto bautismal.

Lo más serio de todo era la reducción de la misa a la Cena del Señor. La misa es el punto central de todo el sistema católico romano, porque se la considera una repetición de la Encarnación y la Crucifixión. Cuando el pan y el vino son transustanciados, Dios se convierte nuevamente en carne y Cristo muere otra vea en el altar. Este milagro sólo puede ser realizado por el sacerdote mediante el poder conferido por la ordenación. Como este medio de gracia es administrado exclusivamente por sus manos, los sacerdotes ocupan un lugar único en la Iglesia, y como la Iglesia es el custodio del cuerpo de Cristo, ocupa un lugar único en la sociedad.

Lutero no atacó la misa con el fin de socavar la posición de los sacerdotes. Sus preocupaciones eran siempre primordialmente religiosas y sólo incidentalmente eclesiásticas o sociológicas. Su primera insistencia era que el sacramento de la misa no debe ser mágico sino místico, no la ejecución de un rito sino la experiencia de una presencia. Este punto fue uno de los varios discutidos en la entrevista con Cayetano. El cardenal se quejaba de la opinión de Lutero de que la eficacia del sacramento depende de la fe del que lo recibe. La Iglesia enseña que el sacramento no puede ser menoscabado por ninguna debilidad humana, sea ésta la indignidad del celebrante o la indiferencia del que lo recibe. El sacramento opera en virtud de un poder intrínseco ex opere operato. A los ojos de Lutero esta concepción hacía del sacramento algo mágico y mecánico. Tampoco él tenía la intención de someterlo a la fragilidad humana y no admitiría que lo había hecho afirmando la necesidad de la fe, puesto que la fe en sí misma es un don de Dios; pero esta fe es dada por Dios cuando, donde y a quien Él quiere, y aun sin el sacramento es eficaz; en cambio, no es verdadero lo inverso, es decir, que el sacramento sea eficaz sin la fe. «Puedo estar equivocado con respecto a las indulgencias -declaró Lutero-, pero en cuanto a que en los sacramentos sea necesaria la fe, moriré antes de retractarme.» Esta insistencia sobre la fe disminuía el papel del sacerdote, quien puede colocar una hostia en la boca pero no puede engendrar fe en el corazón.

El segundo punto sobre el que Lutero hizo hincapié era que el sacerdote no está en condiciones de hacer lo que la Iglesia pretende en la celebración de la misa. Él no «hace a Dios» ni «sacrifica a Cristo». La forma más simple de negar este punto de vista hubiera sido decir que ni Dios está presente ni Cristo es sacrificado, pero Lutero estaba dispuesto a afirmar solamente lo último. Cristo no es sacrificado porque su sacrificio fue hecho de una vez por todas sobre la cruz, pero Dios está presente en los elementos porque Cristo, siendo Dios, declaró: «Este es mi cuerpo.» La repetición de estas palabras por el sacerdote, sin embargo, no transforma el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Dios, como sostiene la Iglesia católica. La teoría de la transustanciación afirma que los elementos conservan sus accidentes de forma, sabor, color, etcétera, pero pierden su sustancia, que es sustituida por la sustancia de Dios. Lutero rechaza esta posición sobre bases más bíblicas que racionales. Ya Erasmo y Melanchton antes que él habían señalado que el concepto de sustancia no es bíblico sino una sofisticación escolástica. Por esa razón Lutero se resistía a usarlo y su propia concepción no debiera ser llamada consubstanciación. El sacramento para él no era un pedazo de Dios caído del cielo como un meteorito. Dios no necesita caer del cielo porque está presente en todas partes a través de su creación, como fuerza sostenedora y animadora, y Cristo como Dios es igualmente universal, pero su presencia está escondida a los ojos humanos. Por esta razón Dios ha escogido manifestarse a la humanidad en tres lugares de revelación. El primero es Cristo, en quien el Verbo, la Palabra, se hizo carne. El segundo son las Escrituras, donde está registrado el Verbo pronunciado. El tercero es el sacramento, donde el Verbo se manifiesta en alimento y bebida. El sacramento no conjura a Dios como la bruja de Endor, sino que revela dónde está Él.

En la medida en que eran disminuidos los poderes del sacerdote eran también menoscabadas sus prerrogativas. En la práctica católica una de las distinciones entre el clero y los laicos es que en la misa solamente el sacerdote bebe el vino. Esta restricción nació del temor de que un laico, por torpeza, derramara algo de la sangre de Dios. Lutero no sentía menos reverencia por el sacramento, pero no quería salvaguardarlo a expensas de un sistema de castas dentro de la Iglesia. A pesar del riesgo, el cáliz debía ser dado a todos los creyentes. Este pronunciamiento en su época tenía un inusitado eco de radicalismo porque el cáliz para el pueblo era el grito de los husitas bohemios. Ellos justificaban su práctica sobre la base de que Cristo dijo; «Bebed todos de él.» Los intérpretes católicos explican estas palabras como dirigidas solamente a los apóstoles, que eran todos sacerdotes. Lutero estaba de acuerdo con ello, pero replicaba que todos los creyentes son sacerdotes.

Los sacramentos y la teoría de la Iglesia

Esta concepción estaba preñada de consecuencias de largo alcance para la teoría de la Iglesia, y la concepción de Lutero sobre la Iglesia se derivaba de su teoría de los sacramentos. Sus deducciones, sin embargo, no estaban bien definidas en este sector, porque su concepción de la Comunión señalaba en una dirección y su concepción del bautismo en otra. Es por esto que habría de resultar hasta cierto punto el padre del congregacionalismo de los Anabaptistas a la vez que de la iglesia territorial de los luteranos posteriores.

Su concepto de la Cena del Señor exigía una congregación de creyentes convencidos solamente, pues declaraba que la eficacia del sacramento depende de la fe de quien lo recibe. Esto necesariamente debe hacer de él algo eminentemente individual, porque la fe es individual. Cada alma, decía Lutero, se levanta en desnuda confrontación ante su Hacedor. Nadie puede morir en lugar de otro: cada uno debe luchar con las angustias de la muerte por sí mismo. «Entonces yo no estaré con vosotros ni vosotros conmigo. Cada uno debe responder por sí mismo.» En forma similar decía: «La misa es una divina promesa que no puede ayudar a nadie, ser aplicada a nadie, interceder por nadie ni ser comunicada a nadie, sino solamente a aquel que cree con fe propia. ¿Quién puede aceptar o solicitar por otro la promesa de Dios que exige fe de cada uno individualmente?»

Y aquí tocamos el corazón mismo del individualismo de Lutero. No es el individualismo del Renacimiento, que busca la plenitud de las capacidades del individuo; ni el de los últimos escolásticos que, sobre bases metafísicas, declaraban que la realidad consiste solamente en individuos y que los agregados como la Iglesia y el Estado no son entidades sino simplemente la suma de sus componentes. Lutero no se interesaba en filosofar sobre la estructura de la Iglesia y el Estado; insistía simplemente en que cada uno debe responder por sí mismo ante Dios. Este era el alcance de su individualismo. La fe exigida para el sacramento debe ser la propia. La inferencia obvia de tal teoría es que la Iglesia debe consistir solamente en aquellos poseídos de una cálida fe personal, y como el número de esas personas nunca es grande, la Iglesia tiene que ser un convertículo relativamente pequeño. No pocas veces habló Lutero precisamente como si esto fuera lo que quería significar. Especialmente en sus primeras clases, debido a que los elegidos son pocos. Y esto debe ser así, sostenía, porque la Palabra de Dios va contra todos los deseos del hombre natural, abatiendo el orgullo, aplastando la arrogancia y convirtiendo todas las pretensiones humanas en polvo y cenizas. Tal trabajo no es agradable y pocos lo aceptarán. Los que lo hagan serán piedras rechazadas por los constructores. El desprecio y la persecución serán su suerte. Todo Abel está destinado a tener su Caín, y todo Cristo su Caifas. Por lo tanto, la verdadera Iglesia será despreciada y rechazada por los hombres y yacerá escondida en medio del mundo. Estas palabras de Lutero podrían fácilmente terminar en la sustitución del monasterio católico por la comunidad protestante segregada.

Pero Lutero no deseaba tomar este camino porque el sacramento del bautismo le señalaba otra dirección. Habría podido acomodar fácilmente el bautismo a la concepción precedente si hubiera estado dispuesto, como los anabaptistas, a considerar el bautismo como el signo externo de una experiencia interior de regeneración, apropiado solamente para los adultos y no para los niños. Pero no sería él quien hiciera esto. Lutero se mantuvo del lado de la Iglesia Católica en cuanto al bautismo de los infantes, porque los niños deben ser arrebatados desde su nacimiento del poder de Satanás. Pero, ¿en qué queda entonces su fórmula ‘de que la eficacia del sacramento depende de la fe de quien lo recibe? Luchó duramente para mantenerla mediante la ficción de una fe implícita en el párvulo comparable a la del hombre en el sueño. Pero nuevamente Lutero salta de la fe del niño a la fe del padrino que representa al niño. El nacimiento no era, para él, un acto tan solitario como la muerte. No se puede morir por otros, pero se puede, en cierto sentido, ser iniciado por otro en la comunidad cristiana. Por esa razón el bautismo, más que la comunión, es el sacramento que liga la Iglesia a la sociedad. Es el sacramento sociológico. Para la comunidad medieval cada niño que no perteneciera al ghetto era, por su nacimiento, un ciudadano, y por su bautismo un cristiano. Las mismas personas constituían el estado y la Iglesia independientemente de toda convicción personal. Era, pues, natural la alianza de estas dos instituciones. Allí estaba la base de una sociedad cristiana. La grandeza y la tragedia de Lutero fue que nunca pudo renunciar ni al individualismo del cáliz eucarístico ni al carácter corporativo de la pila bautismal. Hubiera sido un espíritu agitado en una época tranquila.

Reanudación del proceso

Pero su época no era tranquila. Roma no se había olvidado de él. El relajamiento de la presión era meramente oportunista, y cuando se acercó el momento en que el Muy Católico Emperador vendría de España a Alemania, el papado estaba preparado para reanudar la persecución. Aun antes de la publicación del ataque a los sacramentos, que a los ojos de Erasmo hacía irreparable la escisión, Lutero había dicho bastante como para justificar una acción drástica. Las afirmaciones hechas en la controversia de las indulgencias habían sido aumentadas por el ataque, aun más devastador, al origen y poder divinos del papado en el debate de Leipzig. Su ofensa era tan notoria, que un miembro de la curia se quejó de que se esperase la llegada del emperador. Entonces llegó Eck a Roma, armado no solamente con las notas de Leipzig, sino también con la condenación de las enseñanzas de Lutero de parte de las universidades de Colonia y Lovaina. Como Erfurt se había excusado y París no se había expedido en la disputa entre Lutero y Eck, aquellas otras dos universidades se lanzaron a la brecha sin que nadie se lo pidiera. El juicio de Colonia, dominada por los dominicos, era más severo. Lovaina estaba ligeramente imbuida de erasmismo. Ambas concordaban en condenar los conceptos de Lutero sobre la depravación humana, la penitencia, el purgatorio y las indulgencias. Lovaina guardaba silencio con respecto al ataque contra el papado, mientras que Colonia se quejaba de ideas heréticas en cuanto al primado y derogación del poder de las llaves.

Lutero replicó que ninguna de ellas citaba contra él ninguna prueba de las Sagradas Escrituras.

¿Por qué no abolimos el evangelio y nos volvemos a ellos? ¿Es extraño que los obreros manuales emitan juicios más sólidos que los teólogos? ¿Cómo podemos tomar en serio a los que condenaron a Reuchlin? Si ellos queman mis libros, repetiré lo que he dicho. En esto soy tan osado que por ello sufriré la muerte. Si Cristo estuvo lleno de desdén por los fariseos y Pablo indignado por la ceguera de los atenienses -pregunto-, ¿qué me cabe hacer a mí ?

No se registra nada más acerca de la persecución hasta marzo, cuando se reanudó el intento de suprimir a Lutero silenciosamente por intermedio de la orden agustina. El general escribió a Staupitz:

La orden, que hasta ahora nunca había sido sospechosa de herejía, se está volviendo odiosa. Os ruego por el amor de Dios que hagáis todo lo que podáis para evitar que Lutero hable contra la Santa Iglesia Romana y sus indulgencias. Urgidlo a que deje de escribir. Haced que salve a nuestra orden de la ignominia.

Staüpitz se desembarazó de ello renunciando a su cargo de vicario.

Otro intento se hizo a través de Federico el Sabio. El cardenal Siabio, recientemente perdonado de su complicidad en un atentado contra la vida del papa, escribió a Federico:

Ilustrísimo y noble señor y hermano mío: Cuando recuerdo el esplendor de vuestra casa y la devoción siempre demostrada por vuestros progenitores y vos mismo hacia la Santa Sede, considero un deber de amistad escribiros acerca del bien común de la cristiandad y el eterno honor vuestro. Estoy seguro de que no ignoráis la obstinación, mordacidad y desenfreno con que Martín Lutero injuria al Pontífice Romano y a toda la curia. Por lo tanto os exhorto a que induzcáis a ese hombre a repudiar su error. Vos podéis hacerlo si queréis; con un solo guijarro el débil David mató al poderoso Goliat.

Federico contestó que el caso había sido referido a su muy querido amigo el arzobispo de Trier, Elector del Santo Imperio Romano, Ricardo de Greiffenklau.

En mayo terminó el ocio. Hubo cuatro reuniones del consistorio, el 21, 23 y 26 de mayo y el 1° de junio. El papa, en la tarde del 22, se retiró a su coto de caza en Magliana, a soliti píaceri. Los cardenales, los canonistas y los teólogos continuaron solos. Debe de haber sido una asamblea de unos cuarenta. Eck era el único alemán. Estaban representadas las tres grandes órdenes monásticas: los dominicos, los franciscanos y los agustinos. Ya no se podía hablar de una querella entre monjes. El propio general de Lutero estaba allí, para no mencionar a sus antiguos adversarios Prierias y Cayetano. Tres eran las cuestiones que debían ser resueltas: qué hacer con las opiniones de Lutero, qué hacer con sus libros y qué hacer con su persona. Surgieron vivas diferencias de opinión. En la primera sesión algunos pusieron en duda la conveniencia de lanzar siquiera una bula en vista del exacerbado estado de Alemania. Los teólogos estaban por la condenación lisa y llana de Lutero. Los canonistas sostenían que se le debía escuchar como a Adán, pues aun cuando Dios sabía que era culpable le dio una oportunidad de defenderse cuando le dijo: «¿Dónde estás tú?» Se llegó a un compromiso por el cual no se escucharía a Lutero pero se le darían sesenta días para que se sometiera.

Con respecto a su enseñanza hubo debates, aunque sólo podemos hacer suposiciones acerca de quiénes discutieron y acerca de qué. Informes de segunda o tercera mano sugieren que había diferencias dentro del consistorio. Se dice que el cardenal italiano Accolti llamó a Tetzel un porcaccio y dio a Prierias un rabufo por redactar en tres días una respuesta a Lutero que podría haber llevado mejor tres meses. Se dice que a la llegada de Eck a Roma, Cayetano resopló: «¿Quién dejó entrar a esa bestia?» Se dice que el cardenal español Carvajal, partidario de los concilios, se opuso vehementemente a una acción contra Lutero. Por fin, se llegó a una unanimidad con respecto a la condenación de cuarenta y un artículos. Las censuras previas de Lovaina y Colonia fueron ampliadas y combinadas.

La bula «Exsurge»

Cualquiera que estuviera familiarizado con la madura posición de Lutero se daría cuenta de que la bula era demasiado vaga en su reprobación. Los conceptos de Lutero sobre la misa eran condenados solamente en el punto de dar el cáliz a los fieles. Ningún otro de los siete sacramentos es mencionado, salvo la penitencia, No se decía nada sobre los votos monásticos, sólo una desaprobación del deseo de Lutero de que los príncipes y prelados suprimieran el saco de los mendicantes. Nada había acerca del sacerdocio de todos los creyentes. Los artículos se concentraban en el menosprecio de Lutero por la capacidad humana aun después del bautismo, su derogación del poder del papa para atar y desatar penas y pecados, del poder del papa y los concilios para declarar doctrinas, del primado del papa y de la Iglesia Romana. En un punto la condenación de Lutero estaba en conflicto con el reciente pronunciamiento del papa sobre las indulgencias. Lutero era reprobado por reservar solamente a Dios la remisión de las penas impuestas por la justicia divina, mientras que el papa mismo acababa de declarar que en tales casos el tesoro de méritos podía ser aplicado solamente por vía de intercesión, no de jurisdicción. El cargo de bohemianismo contra Lutero había sido evidentemente acogido, pues se lo condenaba por introducir algunos de los artículos de Juan Hus. Dos principios característicamente erasmianos fueron censurados: que quemar herejes era ir contra la voluntad del Espíritu y que la guerra contra los turcos era resistencia al castigo de Dios. Los cuarenta y un artículos no fueron declarados uniformemente heréticos, sino que fueron condenados como «herédeos, o escandalosos, o falsos, u ofensivos a los oídos piadosos, o seductores de espíritus simples, o repugnantes a la verdad católica, respectivamente». Algunos sospecharon que se había adoptado esta fórmula porque el consistorio no había podido ponerse de acuerdo sobre cuál era cuál, y por lo tanto, como los triunviros, proscribían a los enemigos de cada uno aunque podían ser amigos del resto. Se puede dudar, sin embargo, de que este sea el caso, porque era una fórmula estereotipada que había sido ya usada en la condenación de Hus.

Terminada la bula fue presentada al papa para que le pusiera un prefacio y conclusión. A tono con el ambiente de su pabellón de caza en Magliana, escribió:

¡Levántate, oh Señor, y juzga tu causa! Un jabalí salvaje ha invadido tu viña. ¡Levántate, oh Pedro, y observa la situación de la Santa Iglesia Romana, madre de todas las iglesias, consagrada con tu sangre! ¡Levántate, Pablo, que con tu enseñanza y tu muerte iluminaste e iluminas a la Iglesia! ¡Levantaos, vosotros, todos los santos, y toda la iglesia universal, cuya interpretación de las Escrituras ha sido atacada! Apenas si podemos expresar nuestro pesar por las antiguas herejías que han revivido en Alemania. Estamos tanto más deprimidos cuanto que ella estuvo siempre a la vanguardia de la guerra contra la herejía. Nuestro oficio pastoral no puede tolerar más tiempo el veneno mortífero de los siguientes cuarenta y un errores. (Se los enumera). No podemos tolerar más que la serpiente se arrastre por el campo del Señor. Los libros de Martín Lutero que contienen estas herejías deben ser examinados y quemados. En cuanto a Martín mismo, buen Dios, ¿qué deber de amor paternal hemos omitido a fin de hacerle desistir de sus errores? ¿No le hemos ofrecido un salvoconducto y dinero para el viaje? [Tal oferta nunca había llegado a Lutero.] Y él ha tenido la impertinencia de apelar a un futuro concilio aunque nuestros predecesores Pío II y Julio II sujetaban tales apelaciones a la pena de herejía. Ahora concedemos a Martín sesenta días para someterse, a partir de la fecha de la publicación de esta bula en su parroquia. Todo aquel que se atreva a infringir nuestra excomunión y anatema quedará bajo la ira del Dios Todopoderoso y los apóstoles Pedro y Pablo .

Dado a los 15 días de junio de 1520

Esta bula es conocida por sus primeras palabras, que son Exsurge Domine.
Unas pocas semanas después, el papa escribía a Federico el Sabio:

Amado hijo: Nos alegramos de que nunca hayáis mostrado ningún favor a ese hijo de iniquidad, Martín Lutero. No sabemos si debemos alabar más vuestra prudencia o vuestra piedad. Este Lutero favorece a los bohemios y turcos, deplora el castigo de los herejes, desprecia las obras de los santos doctores, las resoluciones de los concilios ecuménicos y los decretos de los pontífices romanos, y no da crédito a las opiniones de nadie, salvo las suyas propias, lo que ningún hereje antes que él se atrevió a hacer. No podemos sufrir más tiempo que la oveja sarnosa contagie a la grey. Por lo tanto hemos convocado a un cónclave de venerables hermanos. El Espíritu Santo estuvo también presente, pues en tales casos nunca está ausente de nuestra Santa Sede. Hemos redactado una bula, sellada con plomo, en la que, de los innumerables errores de este hombre, hemos elegido aquellos en que pervierte la fe, seduce al simple y relaja los lazos de la obediencia, la disciplina y la humildad. Los vituperios que ha lanzado contra la Santa Sede los dejamos a Dios. Os exhortamos a inducirlo a retornar a la cordura y recibir nuestra clemencia. Si persiste en su locura, tomadlo prisionero.
Dado bajo el sello del anillo del Pescador, el 8 de julio de 1520 y en el octavo año de nuestro pontificado.

Bula en busca de Lutero

La bula papal tardó tres meses en encontrar a Lutero, pero ya le habían llegado rumores de que estaba en camino. Hurten le escribió el 4 de junio de 1520:

Se dice que estáis bajo excomunión. Si es cierto, ¡cuan poderoso sois! En vos se han cumplido las palabras del salmo: «…y condenan la sangre inocente, mas el Señor Nuestro Dios… hará tornar sobre ellos su iniquidad y los destruirá por su propia maldad.» Esta es nuestra esperanza; sea también nuestra fe. También hay maquinaciones en contra de mí. Si se valen de la fuerza, se encontrarán con la fuerza. Ojalá me condenaran. ¡Manteneos firme! No titubeéis. Pero, ¿por qué he de amonestaros yo? Estaré a vuestro lado, suceda lo que sucediere. Defendamos la libertad común. Liberemos a la patria oprimida. Dios estará de nuestra parte; y si Dios está con nosotros, ¿quién podrá estar contra nosotros ?

Fue en este momento cuando llegaron renovados ofrecimientos de Sickingen y de otros cien caballeros. Lutero no dejaba de sentirse conmovido, pero apenas sabía si debía confiar en el brazo del hombre o solamente en el Señor. Durante el verano de 1520, cuando la bula papal lo buscaba por toda Alemania, su estado de ánimo pasaba de incendiario a apocalíptico y llegó a incitar a la violencia en un estallido imprudente. Lleno de ira ante un nuevo ataque de Prierias, declaró en una respuesta impresa:

Me parece que si la furia de los romanistas sigue de este modo, no queda otro remedio que el emperador, los reyes y los príncipes ataquen a esta peste mundial a mano armada y decidan el asunto ya no con palabras sino con el acero. Si castigamos a los ladrones con el cepo, a los asaltantes con la espada y a los herejes con el fuego, ¿por qué no atacamos más bien con todas las armas a esos doctores de la perdición, esos cardenales, esos papas y todas esas inmundicias de la Sodoma romana, que corrompe la Iglesia de Dios, y lavamos nuestras manos en su sangre?

Más tarde Lutero explicó que en realidad no había querido decir lo que sus palabras implicaban.

Yo escribí: «Si quemamos herejes, ¿por qué más bien no atacamos al papa y sus seguidores con la espada y lavamos nuestras manos en su sangre?» Como yo no apruebo el quemar herejes ni el matar a ningún cristiano -que, bien lo sé, no es evangélico-, he indicado con esas palabras lo que merecen ellos si los herejes merecen el fuego. Tampoco hay necesidad de atacarlos con la espada.

A pesar de esta explicación, nunca se le dejó olvidar a Lutero su incendiario estallido. Se lo citó contra él en el Edicto de la Dieta de Worms.

El repudio era genuino. Su actitud dominante está expresada en una carta de octubre a un ministro a quien se le obligaba a dejar su puesto. Lutero escribía:

Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra señores del mundo, gobernadores de estas tinieblas, contra malicias espirituales en los aires. (Epístola a los Efesios, 6: 12.) Por lo tanto, mantengámonos firmes y escuchemos la trompeta del Señor. Satanás está luchando, no contra nosotros, sino contra Cristo que lucha en nosotros. Nosotros libramos las batallas del Señor. Por lo tanto, debemos ser valientes. Si Dios es con nosotros, ¿quién podrá ser contra nosotros?

Estáis preocupado porque Eck está publicando una severísima bula contra Lutero, sus libros y seguidores. Suceda lo que sucediere, no me importa porque nada puede suceder que no esté de acuerdo con la voluntad de Aquel que está en los cielos dirigiéndolo todo. Por eso no os angustiéis. Vuestro Padre sabe de qué cosas habéis menester antes de que vos le pidáis nada. Ni una hoja de un árbol cae al suelo sin su voluntad. ¡Cuánto menos puede caer uno de nosotros a no ser que sea Su voluntad!

Si el espíritu que tiene la fuerza viene sobre vos, no abandonéis vuestro puesto a fin de que otro no reciba vuestra corona. Es poca cosa que muramos por el Verbo, porque él mismo, hecho carne, entregó su vida por nosotros. Resucitaremos con él y moraremos con él en la eternidad. Cuidad, pues, de no despreciar su santo llamado. Él vendrá, no demorará; él nos liberará de todo mal. Hasta pronto, en nombre de Jesús nuestro Señor, que conforta y sostiene la mente y el espíritu. Amén.

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